Es imposible que no me recuerdes –me dijo–, en los tiempos en que anduve contigo me hacía llamar Santiago y apenas salía de la adolescencia, ahora me llamo Fabián y, ya ves, estoy al mando de cuatro frentes guerrilleros y dos compañías móviles que operan en Chocó, parte de Antioquia y parte del Valle, en el corredor Pacífico”.
Por un momento me fui al oscuro laberinto de la memoria a buscar su rostro, a mirar sus ojos, en el esquivo pasado de mi vida. Lo encontré en el calor denso y húmedo de una tarde monteriana. Habían pasado 27 años desde cuando nos despedimos.
“Tienen mucha suerte –nos había dicho el dueño de la lancha rápida que nos recogió en una de las bocas del río San Juan–; en estos días no ha llovido y no creo que llueva durante la mañana”. Resultó verdad. No recibimos una gota de lluvia en las cuatro horas largas de viaje. Le pusimos la cara a un sol opaco sentados en un incómodo madero, en silencio, porque las palabras se las llevaba el viento mojado que saltaba del río a medida que la embarcación daba saltos y avanzaba.
Ahora estábamos en un campamento en el corazón de la turbia selva chocoana. Fabián había entrado por el costado derecho de una caseta cubierta por un hule grueso que aumentaba en dos o tres grados el calor del mediodía. No tuvimos tiempo para descansar del viaje y mirar con detenimiento los alrededores. Descargamos los morrales, recibimos el saludo de Fabián y de los otros cuatro mandos de la guerrilla y empezó una reunión que duró siete horas.
No había sido fácil aceptar la invitación a conversar con un frente de guerra que estaba en el centro de la controversia nacional, porque persistía en el secuestro de Odín Sánchez Montes de Oca y se alzaba como el principal obstáculo para empezar las negociaciones de paz con el ELN; y tampoco había sido fácil llegar al lugar en una jornada cierta a bordo de un avión y tres inciertas en carro, en lancha y a pie. Pero, para mi sorpresa, el diálogo resultó fácil, fluido y claro. No obstante, profundo y conmovedor, como si hurgaran con un escalpelo en mis recuerdos.
Había recibido la extraña invitación del comandante del Frente de Guerra Occidental del ELN para hablar de la situación del país y de las negociaciones con el gobierno nacional. No se trataba de mis viejos compañeros del mando central, no se trataba de los negociadores del ELN en Quito.
Se trataba de un hombre que decía haber compartido conmigo el momento decisivo de su vida, el día en que por mi llamado decidió quedarse en la guerra en vez de irse a estudiar.
Fue lo que puso por delante su mensajero: “Le manda decir Santiago que no puede rehusar la invitación porque usted tiene todo que ver con su historia y sus decisiones”
A pesar de la grave invocación les pedí a Ariel Ávila y a Andrea Aldana, compañeros de trabajo, que fueran primero y miraran la utilidad que tendría para la liberación de Odín Sánchez y para la paz una visita y una conversación de esta naturaleza.
Fabián había tomado nota de mis inquietudes y las respondió en la primera hora de la conversación. Dijo que el Frente de Guerra Occidental era muy escéptico sobre las posibilidades de llegar a una paz con cambios en favor de la población más pobre y de las regiones donde estaba el conflicto.
Chocó, por ejemplo, qué sería de esa tierra, cómo hacer que la paz sirviera para sacar al Pacífico negro y desastrado de la marginalidad, la corrupción y la explotación infame de los recursos naturales, dijo. Que en el Quinto Congreso del ELN habían votado en contra de establecer conversaciones con el gobierno y habían quedado en minoría, pero tenían toda la disposición de respetar las decisiones mayoritarias y por eso habían decidido liberar a Odín y facilitar el inicio de los diálogos.
Que no harían ninguna disidencia y en la eventualidad de un acuerdo final de paz asistirían al sexto congreso para examinar lo acordado y votar a conciencia, sabiendo de antemano que aun si ellos no aprobaban lo convenido volverían a someterse a lo que definiera el conjunto del ELN.
Miraba a Fabián, lo comparaba con el chico que se hacía llamar Santiago 27 años atrás, no había perdido el aire de campesino cordobés, de chilapo, tenía la vivacidad de aquel, la malicia de aquel, la decisión inapelable de aquel, pero su rostro era un poco más moreno, cetrino quizás por la huella del verde oscuro de la selva, se había estirado y era más grande, más fuerte, más seguro.
Hablé largo de mi experiencia, de la inutilidad de la guerra, de la imperiosa necesidad de buscar caminos pacíficos para luchar por las reformas del país, de la posibilidad cierta de conservar la dignidad, pero también de los sinsabores de la paz. No fui capaz de ignorar o de contradecir su desconfianza sobre una paz con cambios para la vida de las comunidades negras. Les dije que sus reclamos eran justos, pero estaban en la obligación de intentar un modelo de paz con justicia en las tierras que los abrigaban y que había gente dispuesta a ayudarles en ese empeño.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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