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EL ESTADO, EL PODER POPULAR Y LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

  • Foto del escritor: Guillermo Linero
    Guillermo Linero
  • hace 3 horas
  • 4 Min. de lectura

Por: Guillermo Linero Montes




Hay personas dadas a excluir al pueblo, porque lo creen indigno de participar en los asuntos cívicos y políticos, y hasta creen que no debe educársele intelectualmente, sino solo instruirle en los oficios que lo habrán de esclavizar. No en vano, en el derecho internacional público existe la conciencia de cómo en las decisiones gubernamentales debe garantizarse la participación ciudadana. Se trata de un concepto afincado por las Naciones Unidas para que los estados democráticos promuevan “la participación equitativa en los procesos políticos y en la toma de decisiones, buscando que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos y contribuir activamente a la vida pública”.


No obstante, excluir al pueblo de las decisiones del gobierno es un acto claramente malévolo, si quien lo hace es un beneficiado de la oligarquía; es decir, alguien con dinero, con formación intelectual, moral, ética y cívica. Pero, si este rechazo proviene de otros pobres, sin duda se trata de un criterio fundado en el desconocimiento de la estructura y funcionamiento del estado y en el desconocimiento de sus ejes fundamentales.


Quienes piensan en contravía de los derechos de los pueblos, carecen también de las nociones básicas de Historia, donde se cuenta cómo ha sido la evolución social desde los primeros grupos humanos, hasta las sociedades de hoy, constituidas en estados nacionales. Lo cierto es que los pueblos primigenios que, según las investigaciones y escritos de Engels, estaban organizados en una especie de comunión paradisiaca, dieron inicio a criterios de férrea organización social, en respuesta a la ambición de otros grupos foráneos que empezaron a invadirlos y a desplazarlos.


Al decir de los estudiosos, por causa de tales agresiones se les hizo sobre evidente su realidad espacial, y visualizaron el entorno de la aldea en términos de propiedad. En consecuencia, encontraron razones para defender su derecho a ocupar el espacio de su raigambre y a cohibírselo a extraños. Las tribus primigenias, en general se creían hijos de la misma tierra, y reconocían como suyo un lugar no mayor al necesario para surtir sus necesidades vitales: ni más grande que la llanura donde sembraban, ni mayor a la montaña donde cazaban, ni tampoco lo extendían más allá del río o de la orilla del mar donde pescaban. La territorialidad era solo el espacio que usaban para su asentamiento y subsistencia y, de no existir asaltantes e invasores, nunca hubieran concebido un anillo de seguridad, conformado por hombres dispuestos a perder su vida en defensa de su pueblo y de su territorio.


Cuando en el año 753, antes de Cristo, fue fundada la ciudad de Roma (que es el modelo de la civitas occidental, de la cual proviene también el modelo nuestro), lo primero que hicieron sus pobladores fue escoger entre los suyos a quien encargarle la coordinación de las tareas comunes (hacer obras públicas, distribuir la riqueza, etcétera). De tal modo, el escogido debía velar por el cumplimiento de la “voluntad popular” y el pueblo lo respaldaría con el apoyo a su misión. Luego conformarían un sistema de defensa, con los hombres más fuertes, para defender los límites de su territorio, y así asegurar la paz de sus pobladores, mientras pescaban, cazaban o se instruían, siempre enfocados en el bien común y en un futuro más desahogado.


Pero, bueno, esos cuatro factores (la territorialidad, la población, una fuerza armada y un gobernante) contribuyeron a la constitución de un orden social tan efectivo y eficaz que, aun hoy, no hay otro modelo mejor pensado. En efecto, a esa organización de una población concentrada en un territorio, defendida por una fuerza armada, y orientada por un gobernante, es a lo que esencialmente se le denomina Estado. Y la fuerza de ese Estado, constituida por el celo de una tradición de familias, por el sentido de propiedad territorial, por una fuerza armada que los protege, y con la potestad de un gobierno o gobernante, es la llamada soberanía.


En nuestro caso, y al día de hoy, tenemos un territorio conformado por cinco regiones con culturas distintas, un ejército de jóvenes campesinos y un régimen presidencialista donde gobierna única e irrestrictamente un presidente, Gustavo Petro; y no tenemos un régimen parlamentario como creen los periodistas de los medios de comunicación corporativos, los conspiradores y los políticos de oposición, al otorgarle más poder y guardarle más respeto al presidente del senado, el señor Efraín Cepeda, que fue elegido por una minoría de ciudadanos, y no al presidente de la república, que fue elegido por la mayoría del pueblo, cuyo poder popular no tiene rival.


Que eso no lo entiendan algunos ciudadanos -para quienes el pueblo debe estar al margen de los asuntos civiles y políticos- es la demostración de nuestras carencias cognitivas y de nuestra necesidad de propiciar ambientes sanos ­-sobre lo cual el presidente hace tanta alusión con sus programas-  basados en la formación cultural y artística, en el estudio y aplicación de la ciencia y la tecnología; pero, sobre todo, en la conciencia de cuidar el espacio más allá de la aldea y del entorno ambiental, incluyendo a todos los seres vivos, sin distinciones ni privilegios y, por supuesto, al planeta en su integridad.


De tal suerte, es una desagradable anomalía, que haya quienes se nieguen a promover la participación real de los ciudadanos más explotados -que no los menos favorecidos- por medio de los mecanismos de participación que son la manera expedita para el cumplimiento de la única voluntad que prima en una organización social democrática: la voluntad popular.

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