Por: Iván Gallo
Contaba Popeye en sus delirios que Carlos Castaño se arrepintió de matar a Jaime Garzón. Azuzado por José Miguel Narváez, quien fuera en tiempos de Álvaro Uribe el jefe de inteligencia del DAS, Castaño procedió a mandarle dos asesinos al humorista. Narváez le llevaba hasta su finca en Córdoba listas al comandante de las AUC en donde se incluían a posibles colaboradores de las FARC o el ELN. Petro, Leyva, Piedad, Jaime Garzón, todo aquel que luchara por un cambio se convertía en sospechoso de terrorista y había que matarlo. Castaño, emocional, inestable, asesino, se precipitó en la decisión. Por esa época ya soñaba con sumarle el poder político a su imperio de tierras y horror. Ideólogos como Ernesto Báez le habían aconsejado la infiltración en el Congreso, pagarle campañas a senadores y representantes para que después les ayudaran a limpiar sus fortunas a los paras. Pero a Castaño el poder que más le gustaba era el de decidir quien podía vivir y quien no. Le gustaba ser Dios. Garzón fue varias veces a La Picota, a hablar con Ángel Gaitán Mahecha, quien era el hombre fuerte de Castaño en esa cárcel. Dos años después Gaitán Mahecha comandó la matanza de militantes de las FARC en la Picota. Era temible, pero respetaba a Garzón.
Popeye, en agosto de 1999, estaba en esa cárcel y por eso fue testigo de las súplicas de Garzón. Fueron tres reuniones, las tres veces, a través de un teléfono satelital que manejaba desde adentro del penal, Gaitán intentó comunicarse con su jefe, sólo una vez tuvo suerte. Castaño escuchó atentamente, incluso lo consideró, pero afirmó que la orden ya estaba dada y no se podía reversar. Garzón salió de La Picota sabiendo que ya la guadaña de la muerte lo arañaría.
El país no volvió a ser el mismo desde ese 13 de agosto y eso que, este país, lo que ha hecho es soportar asesinatos inexplicables. Ocho tiros segaron la vida de Andrés Escobar en 1994 en un parqueadero en Medellín, frente a un semáforo en Bogotá, le dispararon a Guillermo Cano, director de El Espectador. La lista es larga y no hay profesión que se escape. Pero asesinar al referente del humor político era mandar un mensaje claro: la sociedad estaba enferma. Un año después de haber matado a Garzón, Carlos Castaño salió de corbata y recitando a Mario Benedetti ante periodistas como Darío Arizmendi y Claudia Gurisatti, publicó una autobiografía y llegó a ser postulado por más de un colombiano de bien como presidenciable.
Con Garzón murió el humor político. No se puede comparar el nivel de su ironía, de su discurso, de su coherencia con el de un Juanpis González, más un influencer que un crítico real, de peso. Ni hablar de la simpleza, comodidad con el establecimiento y obviedad de Daniel Samper Ospina. Veinticinco años después de su asesinato seguimos buscando alguien que pueda interpretar al pueblo real y que sea capaz de cantarle la verdad a los poderosos. Pero es que, después de lo que le pasó a Garzón ¿Quién se atreve?
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