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Un novelista gay bogotano empieza a convertirse en leyenda

  • Foto del escritor: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
    Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
  • hace 11 horas
  • 3 Min. de lectura

Por: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones




Es el mes del orgullo gay, y en Pares estamos en sintonía con tan importante acontecimiento. Por eso, recordamos a uno de los grandes escritores bogotanos de todos los tiempos —y que pocos conocen—: Fernando Molano.


Había que guerrearla. Para estudiar, tenía que ayudarle a su papá en el taller de mecánica de los Molano, en el barrio Egipto, y luego ahorrar para los buses, las fotocopias, los libros que le exigían las carreras que estudió en la Nacional, Cine y Literatura, y los transportes, porque en el año 1984, después de estar cerrada 345 días, la Universidad dejó de ser lo que era: liquidó las residencias universitarias donde los estudiantes más pobres vivían y también buena parte de las cafeterías donde almorzaban gratis. Empezaba el plan para desmontar la universidad pública. El país era tomado por los carteles de la mafia. Acababa de morir el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y luego morirían miles.


Para colmo, Fernando Molano Vargas no solo era pobre, sino que era un pobre gay. Era un pobre gay y contestatario. Creyó que el camino para cambiar el país era ser miliciano de las Farc. Estuvo ocho meses en la guerrilla, pero se cansó de la homofobia de la izquierda, que es peor, por su doble moral, que la de la derecha. Fue discriminado, insultado, apartado. Su único consuelo era la máquina de escribir.


Era el alumno más raro de los institutos José Joaquín Caicedo y Nicolás Esguerra, donde hizo la primaria. Era retraído, nunca le gustaron el fútbol ni los juegos de manos. Le gustaba era leer. Después de que mataron a su abuelo materno, —un viejo rico al que nunca conoció y que les dejó su fortuna a las hermanas de las Carmelitas Descalzas—, lo único que les dejó fue unas revistas Life. Allí encontró un artículo hermosamente ilustrado sobre Oliver Twist. Nunca volvería a ser el mismo. El virus de la literatura se le metió en las venas.


Empezó a escarbar en bibliotecas públicas de barrio y después en la Luis Ángel Arango y descubrió la obra de Dostoievski, de Joyce, de Tolstoi, de todos los Monstruos Sagrados y después fue un poco más abajo y leyó El Guardián en el Centeno, Los días azules de Fernando Vallejo y  Te quiero mucho, poquito, nada y otros textos de Félix Ángel y descubre un universo y una verdad que iba a ser un bálsamo a la soledad a la que parecía estar condenado: los gays en la literatura, en la Colombia de Pablo Escobar, también tenían voz.


Entonces escribió hasta sangrar. Escribió de día, de noche, sentado en el Freud, en los cafés de Teusaquillo, entre rumbas y jornadas extenuantes de trabajo, escribió sin esperanza, sin un papá que le dijera, “enciérrese y yo lo mantengo, haga obra que es lo único que queda”, sin un hermano como Theo, sin una esposa como la de Bolaño. Escribió en un acto suicida sin una malla de protección, como un trapecista borracho. Escribió hasta hacerse daño y, entre 1989 y 1991, terminó la única novela que publicó en vida: Un beso de Dick. La pudo publicar, pero nadie se atrevía hasta que la Cámara de Comercio de Medellín le dio una oportunidad otorgándole el premio en 1992 y entonces pudo conocer a quien lo ayudó hasta donde pudo: el entonces joven escritor y crítico de cine Héctor Abad Faciolince.

 

Fue él quien en su lecho de muerte le alcanzó a llevar en febrero de 1998 su poemario Todas las cosas en los bolsillos. Dejó este mundo a los 36 años. Veintiún años después de su muerte, con la reedición que hace Seix Barral de Un beso de Dick, resucita una de las figuras juveniles de la literatura colombiana menos conocida.

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