El juicio a Uribe cambia el 2026
- Laura Bonilla
- hace 23 horas
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Por: Laura Bonilla

El lunes 28 de julio arrancó con el país político paralizado y pendiente – por primera vez en la historia por una lectura del sentido fallo del juicio contra Álvaro Uribe por soborno de testigos y fraude procesal. Para los lectores, el sentido del fallo es la decisión central de un juez o tribunal frente a un caso. Aquella en la que el juez dice qué resuelve, sin exponer aún todos los fundamentos probatorios o argumentativos que lo llevaron a esa decisión. Se leyó completo, con pausas breves cada noventa minutos, justamente por la alta sensibilidad política. Es la primera vez, y Colombia lleva estos cuatro años acumulando muchas primeras veces, que se juzga a un expresidente.
Al otro día la portada del diario El Espectador tenía una foto gigante del expresidente con una palabra que resonaba de distinta forma en diferentes sectores: Culpable. Por soborno y fraude procesal. El alcance jurídico – a mi juicio – es lo de menos en estos casos. El impacto irreversible en los terrenos simbólicos, electorales y narrativos es lo de más. A menos de un año de las elecciones presidenciales de 2026, la política colombiana gira de nuevo alrededor de la figura de Uribe, esta vez no como jefe de Estado o estratega de campaña, sino como condenado por la justicia ordinaria, cambiando el panorama electoral. Sumando a la polarización.
Expresidentes como Juan Manuel Santos y Cesar Gaviria no se pronunciaron, bien sea por prudencia institucional – que ha caracterizado al primero – o por cálculo político, también frecuente en el segundo. Su mutismo se interpretó como distancia. En el círculo de expresidentes, Ernesto Samper sí habló, y lo hizo con claridad: pidió respetar el fallo, garantizar el debido proceso a Uribe y respaldó públicamente a Iván Cepeda, víctima en el caso. Andrés Pastrana fue el único expresidente que se fue lanza en ristre contra la juez Heredia y desconoció las instituciones judiciales. En su pronunciamiento, puso en duda la legitimidad del proceso judicial, mostrando su apoyo a Uribe y denunciando una supuesta fragilidad institucional en el caso.
El primer efecto visible es la reencarnación de un Uribe que venía en declive en bandera electoral. Para el uribismo, la sentencia lo convierte en víctima. María Fernanda Cabal y Paloma Valencia lo dijeron sin matices: el fallo fue dictado por enemigos políticos y se usará en campaña. Su postura fue pública y sin titubeos, alineándose con otros aliados ideológicos de Uribe que también criticaron el proceso por presuntas irregularidades. Vicky Dávila, precandidata sin partido que busca con fervor el apoyo del Uribismo quiere a la figura de Uribe pero no al partido, y por ello uso una retórica muy similar a la de Pastrana, Valencia y Cabal. Incluso llegó a comparar el juicio de Uribe con el natalicio de Hugo Chávez lo que le valió críticas fundadas y memes de efemérides.
En general para el Uribismo, la condena redefine el vínculo emocional con el Ciudadano y le da una bandera a sectores que siempre tienen grandes problemas para escogerla como puede ser el conservadurismo o algunos políticos regionales que poco suenan en los medios y redes nacionales. Algo, además muy apegado a la retórica uribista, neoconservadora, conscientemente agresiva y apegada al honor tradicional que caracteriza una parte importante de este votante y le permite al Uribismo conectarse nuevamente sin dar explicaciones sobre el país, las reformas o debates más complejos. Guerra y honor es una combinación muy tradicional para ellos.
El segundo efecto es más complejo: obliga a los precandidatos de centroderecha a definirse. Figuras como David Luna, que buscan ocupar un espacio moderado, enfrentan un dilema estratégico, sobre todo en el espectro del Centro Derecha. Ha guardado silencio Germán Vargas Lleras y también Mauricio Cárdenas quién había expresado que deseaba de corazón un fallo favorable. Si en la centroderecha respaldan el fallo, corren el riesgo de ser leídos como traidores dentro del espectro conservador. Si lo atacan, pierden autoridad institucional y se subordinan simbólicamente a una narrativa de impugnación judicial. Lo que parece una condena individual empieza a operar como mecanismo de polarización para todos los competidores, que es justamente el peor de los escenarios para el centro.
El caso de Sergio Fajardo es ilustrativo: su moderación fue atacada no por indecisión, sino por no ajustarse a la lógica binaria del momento. En sus palabras, Fajardo reconoció la importancia del fallo, pidió respetarlo, pero no se sumó a celebraciones ni a condenas furiosas. Ese lugar del medio —el de la institucionalidad reflexiva— dejó de tener refugio político. Por el contrario, Claudia López, en cambio, no se limitó a pedir respeto al fallo. Fue categórica: celebró que, por fin, uno de los hombres más poderosos del país respondiera ante la justicia. Recordó que, durante el escándalo de la parapolítica, cuando más del 35% del Congreso estaba vinculado con grupos paramilitares, el entonces presidente Uribe no solo no facilitó investigaciones, sino que cerró filas para blindar a sus aliados. Lo mismo ocurrió —recordó— con los falsos positivos, con las zonas francas de sus hijos, con las chuzadas del DAS.
Del otro lado, la izquierda consolidó su narrativa. Voces como Gustavo Bolívar e Iván Cepeda han interpretado el fallo como un avance contra la impunidad. Es previsible que el Pacto Histórico use esta victoria judicial como argumento político: no solo para defender su agenda, sino para subrayar que el país está en una transición ética. Pero también allí hay un riesgo: el uso excesivo del caso como trofeo electoral puede desvirtuar el sentido institucional del proceso. Si la izquierda cae en la tentación de reducir el fallo a una victoria de bando, se debilita la credibilidad de la justicia como árbitro imparcial. Sin embargo, la emergencia de la figura de Iván Cepeda con un ambiente renovado y un aura de victoria que reaviva el antiuribismo puede lograr atenuar los roces y tensiones característicos de los movimientos de izquierda y crear una candidatura sólida en caso de que decida aspirar.
Todas estas reacciones a la final nos ponen frente a un espejo de lo que somos, que es una sociedad profunda y emocionalmente vinculada al carisma y al antagonismo y será justamente eso – y no la calidad de propuestas – lo que defina las futuras elecciones presidenciales. En la literatura especializada, Autores como Mason (2018), Iyengar y Westwood (2015) o Levitsky y Ziblatt (2018) han mostrado que cuando la identidad partidaria se vuelve emocionalmente intensa y moralizada, los espacios de disenso respetuoso desaparecen, y con ellos, las figuras que representan la deliberación.
Pero es bueno que sepamos que la sentencia Uribe también nos va a poner en otra disyuntiva y es qué tanto estamos dispuestos a permitir que las instituciones democráticas sucumban a una política cada vez más caracterizada por individuos altamente carismáticos sin estructuras que pongan límites a sus decisiones. Por ejemplo, recientemente México ha tomado un peligroso camino al darle la justicia a la elección popular – con consecuencias como la llegada de una de las abogadas del Chapo Guzmán como juez. Esta sentencia puede habilitar una peligrosa línea discursiva: la propuesta de “reformar” la justicia porque “persigue a los buenos”. Ya se escuchan voces uribistas sugiriendo que la rama judicial ha sido capturada por intereses ideológicos. En otras latitudes —Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil— esa narrativa ha servido para justificar ataques a la institucionalidad. En Colombia, el riesgo está abierto.
El juicio a Uribe no es solo sobre Uribe. Es sobre nosotros. Sobre cómo enfrentamos, como sociedad, la irrupción de la justicia cuando toca al poder. El país está ante una encrucijada: o se defiende la independencia judicial como principio democrático, o se retrocede hacia la vieja costumbre de blindar a los poderosos bajo el pretexto de la conspiración.