
Año 2154, luna Pandora. Allí los Na’vi defienden su territorio frente a la ambición humana por extraer el unobtainium. La historia de Avatar parece ficción, pero refleja una verdad incómoda: la lucha por la vida frente a la explotación sin límites.
En nuestro planeta existe un territorio igual de único: la Amazonía. Se extiende por nueve países y es el bosque tropical más grande del mundo. Alberga la mayor biodiversidad del planeta, regula el clima global y es hogar ancestral de más de 400 pueblos indígenas. Es, en la práctica, el verdadero pulmón de la humanidad.
Hoy la Amazonía está bajo amenaza. Cerca de una quinta parte de las reservas de petróleo y gas descubiertas en los últimos años se ubican allí, sobre todo entre Guyana y Surinam. Mientras el mundo habla de transición energética, aún hay quienes insisten en ampliar la frontera extractiva. Esa contradicción mantiene a la región bajo una presión económica, política y geopolítica enorme.
Las comunidades amazónicas han sido la primera línea de defensa. Su resistencia ha frenado proyectos de explotación que pondrían en riesgo la selva y su riqueza cultural. Sin embargo, la falta de una propuesta común en Latinoamérica y las presiones externas, siguen dejando al territorio vulnerable.
En la reciente V Cumbre de Presidentes Amazónicos en Bogotá se avanzó en la creación del Mecanismo Amazónico de Pueblos Indígenas (MAPI), espacio histórico de cogobernanza que asegura la participación formal de los pueblos en la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica. También se acordó impulsar un mecanismo financiero y presentar en la COP30 el Fondo Bosques Tropicales para Siempre, cuyo propósito es alcanzar una Amazonía libre de deforestación. Estos son pasos importantes.
Pero aún falta lo esencial: declarar a la Amazonía territorio libre de combustibles fósiles. Esa petición, respaldada por comunidades indígenas, organizaciones sociales y sectores políticos, no logró consenso. El peso de los intereses económicos y la dependencia de los hidrocarburos sigue siendo mayor que la urgencia de proteger el bosque.
La Declaración de Bogotá reconoció la necesidad de “avanzar hacia una transición energética justa, ordenada y equitativa”, pero sin un compromiso explícito frente a los combustibles fósiles. Por eso la tarea no termina. La transición energética no es un discurso: es la única vía para preservar la vida.
En mi gestión al frente del Ministerio de Minas y Energía, ratifiqué que el futuro de la Amazonía no se define solo en cumbres internacionales, sino también en las decisiones de política pública que tomemos en el país y en la región. El reto está en multiplicar las energías limpias, democratizar su acceso y fortalecer la voz de quienes cuidan la selva. La batalla entre la vida y la codicia no es de ciencia ficción, ni se queda en Avatar: se libra aquí y ahora. Depende de nosotros ganarla.