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Trump: La prueba de que los progresistas estamos perdiendo la batalla cultural

Por: Laura Bonilla




No solo la izquierda está perdiendo esta batalla; también lo hace la democracia liberal que conocimos, fundada en el mérito y en la existencia de instituciones que trascienden a los gobiernos. A diferencia de tiempos en los que los contratos sociales eran más claros —no necesariamente mejores—, Donald Trump ganó esta vez prometiendo ser él mismo: deslenguado, agresivo en su discurso, libertario de palabra pero restrictivo en sus decisiones económicas, nacionalistas y proteccionistas. A pesar de sus múltiples condenas judiciales, su admiración por Vladimir Putin, su desprecio por las Naciones Unidas y su falta de respeto por los Derechos Humanos, Trump sigue siendo aclamado. Furibundo antifeminista, reivindica el derecho de todo hombre a tratarnos como se le antoje. Nos ha llamado sin pudor "locas", "gordas", "feas" y "resentidas". En silencio, muchos lo celebran: la victoria del más importante, el más grande de los "cancelados".


En los últimos días, los demócratas perdieron una oportunidad tras otra. Sus fracturas internas les pasaron factura, y muchos votantes se quedaron en casa. Incluso Barack Obama, en quien muchos confiaron con el "Yes, We Can" ("Sí, podemos"), admitió a uno de sus copartidarios: no estamos entusiasmando. Kamala Harris no logró distinguirse del fantasma de Joe Biden, quien tampoco tuvo la fuerza en el primer periodo de campaña para contrarrestar la desinformación de la campaña de Trump. Con el respaldo de Elon Musk, para quien el mundo cabe en la pantalla de su teléfono, se consolidó una forma de hacer política sin pudor alguno. Y el algoritmo se llenó de hombres incómodos que fácilmente creyeron que la Agenda 2030 era una campaña de la “ideología woke” para imponer un progreso donde no podamos hacer chistes racistas y misóginos, y donde nos juzguen nuestros pares por ser lo que somos.


Algunos votantes que alguna vez apoyaron a los demócratas castigaron el silencio frente a Gaza. Probablemente Gaza no exista en cuatro años. Donald Trump no va a poner ningún límite. Tampoco va a simular que le importa la vida de los niños gazatíes. Muchos de los que se abstuvieron dijeron simplemente: mi moral me impide votar por alguien que justifique esos bombardeos. Muy respetable. Pero la victoria de Trump implica que cada vez habrá menos apoyo al multilateralismo que, con sus fallos y limitaciones, al menos ha puesto freno a la barbarie humana tras dos guerras mundiales. No es perfecto, claro está, pero es mejor que nada.


Otros relativizan: "No es para tanto, lo importante es que la economía va bien". La inflación de los precios diarios es el monstruo más temido por todos los gobiernos pospandemia, con resultados variados. La alianza de Musk y el famoso activista y youtuber Charlie Kirk —fundador de Turning Point, quien promovió una lista de vergüenza para profesores que "discriminaban a los conservadores"— resultó eficaz para difundir la narrativa de que la seguridad depende de la mano dura de hombres fuertes (no mujeres) y que Estados Unidos debe ser guiado por los valores de la familia conservadora, blanca y cristiana. Paradójicamente, en esta causa hallaron aliados fabulosos en hombres latinos: dominicanos contra haitianos, asentados contra recién llegados.


El mérito de Trump radica en haber recuperado para sí el sueño americano, aunque, en el fondo, todos sepan que no cualquiera puede volverse millonario. Incluyó también la idea de que cada hombre puede sentirse grande, jefe y rey. Ante eso, y frente a los números que muestran la cohesión narrativa de esta campaña republicana, la campaña demócrata no logró despegar. Solo el discurso sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres logró mover un poco el tablero, pero poco más. En este momento, la narrativa de defensa de la democracia, de sus valores, de la solidaridad, la justicia o la equidad social no atraviesa su mejor momento. Esta narrativa, que depende mucho de emociones positivas como el entusiasmo y la esperanza, también necesita un punto en común, y no lo tenemos.


Debemos admitirlo. Estamos ante una atomización perjudicial para el futuro. En Colombia y América Latina, muchos perciben con facilidad los discursos de izquierda y centro como narrativas de privilegiados que no hacen más que regañar y alardear de múltiples superioridades intelectuales o educativas, leídas como privilegios. Incluso en temas como la igualdad y la equidad, seguimos con discursos confusos que pocos comprenden, diluyendo la urgencia de una verdadera equidad social en un sinfín de grupúsculos cada vez más pequeños, más individualistas y, por ende, menos generosos. Y, por ese camino, al proletariado de Estados Unidos terminó conquistándolo la derecha.

 

 

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