Horas antes de que fuera condenado a 12 años de cárcel, Álvaro Uribe Vélez recurrió a su vieja táctica —la que bien cara le ha salido—: intentar enlodar a Iván Cepeda, asociándolo con las FARC. Una de las razones esbozadas fue que las FARC tenía un bloque llamado Manuel Cepeda Vargas. Uribe, como tantos otros colombianos, cayó en la trampa de creer que podría catalogar fácilmente a Iván Cepeda.
Se ha instalado en el imaginario que Iván Cepeda es comunista. Mentiras. Su exilio voluntario en Bulgaria, su trasegar por los países de la Cortina de Hierro lo llevaron al convencimiento que el comunismo era un sistema que se envejecía con rapidez. Esto lo llevó a una confrontación trascendental, la que tuvo con su papá.
Manuel Cepeda es una leyenda, pero no es nuestra intención hacer una hagiografía. Es indudable que se convirtió en un símbolo del genocidio de la UP, pero también se le recuerda como uno de los dirigentes más duros e inflexibles del Partido Comunista.
El día que lo mataron, ese 9 de agosto de 1994, Manuel Cepeda se devolvió tres veces a su casa. Era uno de los hombres más perseguidos del país. Vivía en una casa cerca de la avenida de las Américas. Justo ese día, marcado no por el destino, sino por los paramilitares y oficiales del ejército que planearon su muerte, se devolvió en tres ocasiones. En ninguna de esas tres veces su hijo, Iván Cepeda, le pudo dar el beso de despedida. Iba en una camioneta blanca, eran las nueve de la mañana cuando le dispararon a unas pocas cuadras del lugar donde vivía. Iván vio el cadáver y sacó de su chaqueta la que sería la última columna que escribió para Voz, el semanario que dirigía con pulso firme desde hacía 20 años. La columna estaba dedicada a un hombre de teatro, muy cercano al partido comunista colombiano, que vivía exiliado en suelo ecuatoriano y que acababa de ser asesinado. Un aparte de la columna decía esto: “Leo, risa leonina, que bajo tierra parece decirnos: no dejen compañeros de alistar un acto de teatro, una canción, una pintura, que digan que Colombia y sueña”. Manuel Cepeda Vargas tenía 54 años.
La narrativa oficial ha querido dejar a Manuel Cepeda como un comunista radical, acaso un stalinista, que apoyaba la lucha armada, enfermo por la revolución cubana, un tipo serio, acaso intransigente. Nada más alejado que esto. Cepeda era un poeta. Un tipo de una sensibilidad que lo emparentaba más con un artista que con un stalinista. Escribía versos. Uno de ellos decía:
¿Cómo una tierra tan divinamente hermosa puede ser tan desdichada? ¿Cómo el éxtasis de los ríos costeños o las lagunas del Páramo de las Delicias en lugar de formar dioses forman esclavos?
Desde los veintinueve años Cepeda estuvo al frente de la Juco. Se enamoró perdidamente de una joven diez años menor que él, Yira Castro, una periodista aguerrida cuyos reportajes denunciaban la brutalidad policial. Fue perseguida duramente durante el Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay. Una enfermedad la postró siendo muy joven. Murió en 1981. Iván Cepeda creció en un hogar en donde lo más importante era la justicia. Su padre pagó esto muchas veces con la cárcel. La primera vez que lo metieron preso fue en 1964, después de publicar un reportaje en el semanario Voz en donde mostraba a uno de los campesinos sobrevivientes del infame bombardeo a Marquetalia. Los hostigaron, los acorralaron. Se tuvieron que ir a vivir a lo que entonces se llamaba Checoslovaquia.
De esos años Iván Cepeda no recuerda demasiado. Lo que le queda son las antigüedades que su papá fue coleccionando en los viajes que hizo en esos años por la cortina de hierro. Aún tiene un reloj del siglo XIX, conseguido en Moscú; un cuenco tallado en Budapest, desde ese momento su interés por el arte se acrecentó. La familia Cepeda-Castro regresó a Colombia en 1969. Estaba más decidido que nunca a luchar por los que no tenían nada. Pero lejos de cualquier mamertería quería crear grupos de teatros en los barrios, convencía a escritores para hacer lecturas de poesía revolucionaria. Creía que podría ser más poderoso un verso que una consigna. Un joven que lo conoció en los años setenta le dijo al periodista Steven Dudley: “Nos enseñó que el artista debe estar comprometido con la gente. Nos enseñó que hay que ser revolucionarios honestos. La revolución comienza con nosotros, decía”.
Apasionado por la historia, por las antigüedades, hay una anécdota que resume ese fervor. Un día, Manuel encontró un hueso en un parqueadero. Llamó a sus hijos, empezaron a excavar, en una aventura que los metía en una atmósfera de Tin-Tin a los Cepeda. Cavaron tanto que los Cepeda encontraron un antiguo cementerio. La policía llegó e incluso hizo allanamiento. Fue una aventura inolvidable.
Pero Manuel Cepeda era un tipo riguroso, por supuesto. Desde 1985, cuando la UP fue creada gracias a los acuerdos de paz de La Uribe. En esa época, Iván veía todo desde la distancia que le proporcionaba estar viviendo en Bulgaria, en donde comprobó que el modelo soviético no era el más confiable. Cuando regresó, en 1988, vio el desfile de entierros a los que estaban condenados los miembros del partido al que pertenecía su papá. Tenía miedo de que le fuera a pasar algo.
Manuel, además de político, era un aguerrido periodista. Denunciaba el evidente plan de exterminio al que eran sometida esta colectividad. En 1991 fu elegido representante a la Cámara. Como congresista, descubrió la existencia del “Plan golpe de gracia” con el que la cúpula militar, apoyada por grupos al margen de la ley, buscaba arrasar con lo que quedaba de la UP. Acompañado por Hernán Motta, Ovidio Marulanda y Carlos Lozano le hicieron una visita al entonces ministro de Defensa, Rafael Pardo, para denunciar, con pruebas, el plan. La respuesta de Pardo les mostró que estaban condenados: “No les creo”.
En una intervención realizada el 9 de octubre de 1993, Manuel Cepeda demostró que no le tenía miedo a la muerte: “Hay una serie de altos mandos poderosos, el general Emilio Gilberto Bermúdez, el comandante de las Fuerzas Militares y general Harold Bedoya, el comandante de la II división, el comandante de la IX Brigada, el coronel Rodolfo Herrera Luna, al mando de potentes destacamentos militares que se oponen al curso de las negociaciones, y que se destacan por su anticomunismo profesional”.
En efecto, el Plan Golpe de Gracia se ejecutó. Cae Manuel Cepeda y su familia, sabiendo lo que le espera con la justicia colombiana, decidió emprender la lucha sola, oficiando incluso como investigadores. Un año después de los hechos reciben una llamada. Iván Cepeda visita la cárcel de Neiva junto con su esposa, Claudia Girón, quien respetada profundamente a su suegro y se involucró de lleno en esta arriesgada investigación. Allí un policía, que estaba detenido por una masacre, les cuenta que conoce a los dos suboficiales que oficiaron como sicarios en ese crimen.
Se trataba de Hernando Medina Camacho y Justo Gil Zúñiga Labrador. Unas semanas después de los hechos, los asesinos estaban borrachos en un bar en Neiva y comenzaron a alardear del asesinato de Manuel Cepeda. Pero no solo tenían a un testigo, sino que también tenían, por una serie de hechos fortuitos, el arma que fue disparada, una Walther 9 milímetros que había usado incluso en varias masacres. Pero nadie hizo nada. Los oficiales que mataron a su papá continuaron activos. Empezaron las amenazas. Cepeda y Girón se fueron del país. Regresaron en 2002. En 2005 crean el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, MOVICE.
Ese año, la Corte condena a los dos oficiales. Pero Iván Cepeda busca que caigan las cabezas que dieron las órdenes. Estaba convencido de la participación del general Rodolfo Herrera Luna, quien murió de un infarto durante la investigación. Hacen llamadas al apartamento de Iván y Claudia. Ya no tienen miedo de las amenazas, incluso algunas les dan risa. A veces los criminales improvisan rap para improvisar. Una, dirigida a Claudia, decía el siguiente estribillo: “Sí, como no, no me diga cómo no, nena malparida, cuídese que la voy a matar, y a Iván también”. No eran Residente, pero echaban para adelante con sus versos mal hilvanados. Igual, Claudia e Iván sabían que jugaban con fuego.
En mayo de 2009, Iván Cepeda, acompañado de Piedad Córdoba y de Danilo Rueda, viaja a Nueva York, y habla con Don Berna, quien estaba recluido en el Metropolitan Correctional Center. El excomandante paramilitar vio a la cara a Iván Cepeda, y le pidió perdón por la muerte de su padre. Don Berna señaló a José Miguel Narváez, nombrado subdirector del DAS por Álvaro Uribe en 2005, como uno de los instigadores del asesinato. Pero ahí no puede terminar la cadena.
Cepeda reunió suficientes pruebas como para que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenara al Estado colombiano por acción y omisión del derecho a la vida de Manuel Cepeda Vargas. El 9 de agosto de 2011, acompañado por su hermana María y su esposa Claudia Girón y del colectivo de abogados José Alvear, quienes lo acompañaron fielmente, y sin esperar nada a cambio en este proceso, recibía la expresión de perdón por parte del entonces presidente Juan Manuel Santos en el Capitolio Nacional.
Apenas se empezaba a hacer justicia. Iván Cepeda, igual, quiere que quede claro, en la historia oficial, que no solo Don Berna, Carlos Castaño y dos oficiales estuvieron detrás del Plan Golpe de Gracia. Que en este asesinato estuvieron vinculados generales, los mismos que denunció su papá en el Congreso. No descansará hasta que la verdad sea única. Irrefutable y dura.
Ahora, muy a su pesar, la gente quiere que sea presidente. Sería la primera víctima del conflicto armado en ser presidente.



