
La estrategia de Estados Unidos es tan certera como perversa. Lo primero fue desplegar una poderosa fuerza militar en el Caribe y amenazar a Venezuela y a su gobierno con el pretexto de atacar los carteles de la droga; después, apretar las clavijas sobre Colombia disminuyendo drásticamente la ayuda militar y acudiendo una descertificación condicionada que pondrá un palo en la rueda de las acciones contra los narcotraficantes y facilitarán el procesamiento y el comercio de la cocaína.
El plato está servido. Con mayor libertad para los traficantes de la droga al interior de nuestro país, el negocio de la cocaína y de otras drogas ilegales crecerá aún más y buscará salidas por los dos mares a como de lugar. Entonces Donald Trump y su secretario de estado acudirán a este expediente para lanzar sus fuerzas sobre nuestros territorios.
El argumento es el crecimiento de los cultivos de hoja de coca y el incremento de la producción de cocaína. Las cifras de Naciones Unidas dicen que en 2023 Colombia alcanzó las 253.000 hectáreas de coca, lo que representó un aumento del 10 % frente al año anterior; y La producción potencial de cocaína también se disparó, con un incremento del 53 %, pasando de 1.738 toneladas métricas a unas 2.664.
Pero esta es, también, una realidad forjada a cincel por los países consumidores de coca y de otros estimulantes. La marcada ansiedad de la población de los Estados Unidos por la irritante polarización política y la creciente participación de su gobierno en guerras allende sus fronteras, ha disparado el consumo de fentanilo y otras drogas a lo largo y ancho de su territorio.
Hace apenas dos semanas y con motivo de la Fiesta del Libro de Cúcuta estuve en la frontera entre Colombia y Venezuela hablando con organizaciones sociales y con centros de pensamiento de la región. Un dato me aterró. En el Catatumbo, a finales del año pasado y principios de este, apareció un nuevo comprador de cocaína que de buenas a primeras ofreció comprar veinte mil kilos del alcaloide. En ese negocio están. El ELN se convirtió en el primer beneficiario.Nuevos mercados en
Asia África han jalonado la producción de cocaína en Colombia.
El país es una víctima del crecimiento de la demanda. Lo es ahora y lo ha sido durante cinco décadas. Cada vez que se dispara el consumo y la demanda de drogas ilegales en el norte o en otros lugares del mundo, o, que disminuye la producción en territorios del sur, se disparan los cultivos en Colombia.
El remedio de Estados Unidos desde los tiempos de Richard Nixon es la persecución militar y policial y esa fórmula se la impuso a raja tabla a todos los países productores. Para paliar su imposición concedió entregar recursos para atajar el narcotráfico en los territorios de origen a un alto costo en vidas, en corrupción y en lesiones a la democracia. Los gobiernos de las élites tradicionales acudieron sumisos a este sangriento banquete.
Ahora la cosa es en todo caso más grave. La presión tiene otra cara. A Donald Trump y a Marco Rubio les ha dado por utilizar el combate a las drogas como herramienta política para atacar a gobiernos que no le son afines en sus propósitos ideológicos o sobre los cuales pesan grandes reclamos por su política interna. Nada más cruel.
La derecha colombiana se frota las manos. Aprovecha el momento para salir al ruedo a ponerle banderillas a Gustavo Petro. Es culpa de la política de paz total, dicen. Y agregan algo aún más descarado: es producto de la alianza de Petro con los narcotraficantes. Creen, a pie juntillas, que el crecimiento del tráfico de drogas -con el caos que crea- y las maniobras de Estados Unidos la llevarán a recuperar la presidencia de la república en 2026.
Están felices echándole leña a un incendio que los puede quemar también a ellos. Con la guerra no se juega. La intervención en territorio venezolano y de contera en el colombiano, desatará un conflicto de imprevisibles consecuencias.
Una primera consecuencia será el crecimiento exponencial de los grupos irregulares colombianos. Se imaginan ustedes al ELN y a las disidencias de las extintas FARC recibiendo dineros y armas del gobierno de Maduro con el encargo de organizar y entrenar a una interminable fila de milicianos dispuestos a combatir a las fuerzas de los Estados Unidos. Estas armas nos apuntarán a todos. Petro no la tiene nada fácil en lo que le resta de su gobierno. Pero está obligado a pensar y repensar
estrategias de apaciguamiento. No voy a romper lanzas en defensa de la paz total. No le ha ido bien al gobierno con esta política. Hasta el momento no ha logrado desarmar a ningún grupo y en los nueve meses que le faltan no lo logrará. Aun así, no puede desistir de sus esfuerzos, tiene que armarse de paciencia.
En los últimos dos meses se conoció que el gobierno adelanta conversaciones con el Clan del Golfo con el auspicio del gobierno de Catar. El ELN por su parte a insinuado que podría volver a la mesa de negociaciones. En Medellín prosiguen los acercamientos con la variada gama de grupos ilegales. En Nariño la disidencia del ELN quiere avanzar hacia su desarme. Algunas fracciones de las disidencias de las extintas FARC persisten en las conversaciones y los Shotas y los Espartanos, grupos del crimen organizado en Buenaventura, mantienen el ánimo de conversar.
El gobierno no puede soltar ninguno de estos procesos así lluevan rayos y centellas. Es urgente reunir a todos los delegados del gobierno en estas mesas y animarlos a no desmayar en el propósito de des-escalar la confrontación y es preciso que tengan una mayor coordinación y una consulta permanente con las Fuerzas Militares. Los ceses al fuego, así sean parciales, así no apunten a sellar en estos meses un acuerdo de paz o de sometimiento a la justicia, contribuyen a mejorar el ambiente electoral, frenan los atentados, dan un poco de tranquilidad al país y envían el mensaje a Donald Trump y a Marco Rubio de que Colombia no va a caer en radicalismos y provocaciones.