
El 3 de marzo de 1989 Ernesto Samper Pizano se encontraba en el aeropuerto El Dorado esperando un vuelo para Cúcuta. Estaba en plena campaña para las presidenciales de 1990. Visitaría la frontera de la mano de Jorge Cristo, senador y cacique liberal. Lo acompañaba su esposa, Jacquin Strouss. Antes de abordar el avión, se encontró con el líder de la Unión Patriótica José Antequera. Samper sabía de la persecución a los dirigentes de ese partido político y le preocupaba el aniquilamiento del que eran víctimas. Al verlo se sorprendió. “¿Tu qué haces aquí?” Le preguntó el entonces candidato, y Antequera le respondió que se iba para la ciudad donde había nacido: Barranquilla, estaría una temporada en la casa de su mamá; “allá no me va a pasar nada”, le dijo, confiado. Mientras se estrechaban la mano sucedió: dos sicarios le descargaron sus ráfagas de mini Uzi a Antequera, quien moriría en el atentado. Samper estaba en el lugar y el momento equivocado, recibió trece disparos. Mientras los escoltas de ambos políticos respondían el ataque Jacquin arrastró a su esposo hasta el counter de Avianca, lo puso en una banda transportadora de maletas, lo metió, con la ayuda de unos oficiales, a un bus de Satena y de ahí lo llevaron a una Caja de Previsión que estaba a 17 minutos del Dorado. Trece tiros tenía en el cuerpo. No se necesitaba ser un especialista en medicina para saber que, sobrevivir a ese ataque, equivale a un milagro médico.
En ese momento, ni Ernesto ni Jacquin sospechaban que esa no sería la prueba más dura de sus vidas.
Treinta años después, Samper se convirtió en el primer expresidente de Colombia en comparecer ante la Comisión de la Verdad. Cobijado por el sarcasmo y la brutal franqueza que lo ha caracterizado en 43 años de vida pública, le dio la cara al padre Francisco de Roux y a sus comisionados. Tenía que dar su versión sobre el conflicto en los tormentosos años en los que fue presidente. Se reconoció como un traidor de clase. Samper no desconoce los ilustres orígenes de su apellido. Incluso en la sala de juntas de la fundación que creó en 2001, Vivamos Humanos, luce un portentoso escudo de armas familiar. Esa consecuencia le saldría muy cara. Desde el día que ganó las elecciones, en junio de 1994, tuvo que soportar la inquina de un candidato que no supo perder: Andrés Pastrana, y responder por los dineros calientes que entraron a su campaña por parte del Cartel de Cali. La ligereza de sus asesores, y directamente de quien fuera su ministro de Defensa: Fernando Botero Zea, lo metieron en el lío descomunal que significó el Proceso 8000.
Y, sin embargo, ante la Comisión de la verdad, Samper no dio excusas obvias como el tan mentado “es que a mí no me permitieron gobernar”. Era un momento de la historia colombiana de extrema complejidad. Seis meses antes de su elección, cayó abaleado en una casa en Medellín Pablo Escobar Gaviria. El problema del narcotráfico, lejos de amainar, crecía como un incendio. Al Cartel de Cali se le sumaban los PEPES, la organización que se formó con enemigos de Escobar para derrotarlo. Estrictamente fue una organización paramilitar que, según lo confesaría años después Hugo Aguilar, uno de los comandantes del Bloque de Búsqueda, pactó alianzas con la fuerza pública para vencerlo. En 1994, la Casa Castaño ya estaba plenamente establecida en el Bajo Sinú. Al constante aleteo de las guerrillas se tenía que sumar ahora el de las Autodefensas Unidas de Colombia.
Samper tenía claro que había dos factores que hacían imposible la paz en Colombia: la guerra contra las drogas y la determinación de las élites a negarse a hacer una reforma agraria. Si no se repartía la tierra, cualquier proceso de paz estaba destinado a fracasar.
Marcado por el Proceso 8000, el gobierno Clinton veía con malos ojos la decisión que tenía Samper de plantear una reformulación de la guerra contra las drogas. Treinta años después, la historia le ha dado la razón al expresidente: en ocho estados de EE. UU. la marihuana está despenalizada. La guerra contra las drogas atacaba solo la parte más débil de la cadena, los campesinos que cultivaban, mientras los grandes distribuidores solo se hacían ricos, ellos y sus socios políticos. Despenalizar la dosis mínima solo afectaba a los grandes narcotraficantes. Al despenalizar el precio bajaba. Eso lo entendía Samper en la ya lejana década de los noventa.
Y se intentó la salida negociada. El ELN y, sobre todo las Farc, vivieron una expansión desde finales de los años ochenta. Este último grupo se sirvió de la asociación con carteles de la droga. El hundimiento de la URSS fue contrastado con la alianza con el narco. Custodiar laboratorios de coca era una de las formas de lucha. Aun así, Samper intentó llegar a acuerdos con el ELN en Maguncia, Alemania. Tener en contra al establecimiento y a los Estados Unidos hizo que los diálogos terminaran empantanados y con el escándalo que significó la detención del negociador alemán Werner Mauss.
Durante sus cuatro años de gobierno el país estuvo en un riesgo constante de caer en una dictadura militar. Comandantes del ejército como Harold Bedoya estaban metidos de lleno en una conspiración oscura para derrocarlo. El asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, quien a pesar de su militancia conservadora era cercano a Samper, enrareció aún más el ambiente. Pocos presidentes han podido resistir una embestida más salvaje de los medios de comunicación. Años después, en una entrevista con el periodista José Gabriel Ortiz, confesó que hubo momentos en 1996, cuando el gobierno norteamericano le quitó la visa y descertificó a Colombia, coletazos del Proceso 8000, en que imaginó a su esposa Jacquin siendo llevada al cadalso como si fuera María Antonieta.
Solo un mandatario con un humor tan negro como Samper pudo salir vivo y sobre todo lúcido después de haber desafiado a las oligarquías colombianas y, también, a los Estados Unidos. La lucha que no cesó y en la que siempre estuvo fue en la de lograr el silencio definitivo de los fusiles. Desde la fundación que creó en 2001, Vivamos Humanos, ha fortalecido más de setenta mesas de negociación en los lugares donde el conflicto colombiano arrecia. Ante un reto como el que planteó el actual gobierno, el de la paz total, su fundación ha monitoreado las nueve mesas de negociación que tiene este gobierno con los principales grupos armados rurales y urbanos. Más allá de señalar los evidentes lunares que ha tenido el planteamiento de la paz, Samper no ha cavado trincheras en la crítica, sino que sigue desde defendiendo una idea que, independientemente de su ejecución, sigue siendo la esperanza máxima de un país que se desangra desde hace 65 años: lograr la paz total.
Samper aún tiene las balas que entraron en su cuerpo ese 3 de marzo de 1989. Aprendió a vivir con ellas. Las heridas que le dejaron las persecuciones que soportó siendo presidente, intentando hacer un gobierno para la gente, hace rato están cerradas. Se convirtió en el símbolo de una palabra que de tanto que ha sido dicha ya perdió su sentido, su grandeza, la de la resiliencia. A sus 79 años ha dejado de ser un político para convertirse en un símbolo. El próximo informe que sacará su fundación Vivamos Humanos, junto a la fundación Paz y Reconciliación de León Valencia, mostrará que no todo está perdido en el viejo sueño de la paz total. Que falta es creer y apoyar. Es el único camino que queda si pretendemos ver el final de esta guerra.