El cinco de diciembre pasado finalizaba en Nueva Delhi una trascendental reunión de Valdimir Putin con Narendra Modi, el primer ministro indio, en la que al parecer los acuerdos a que llegaron dejaron muy satisfechos a ambos mandatarios en lo que respecta sus relaciones diplomáticas y, particularmente, comerciales y de desarrollo científico y tecnológico.
Terminaba de esta manera un año de trascendental avance en la consolidación del multilateralismo como determinante de las relaciones de poder en el mundo, luego de las cumbres que ellos mismos y otros gobernantes sostuvieron con el liderazgo chino durante septiembre y octubre a propósito de las conmemoraciones de la victoria sobre el Japón y de los ochenta años de la proclamación de la República Popular China.
Todo lo cual hace imposible pensar como una simple coincidencia el que justo el 4 de diciembre se hubiese firmado por parte de Donald Trump la nueva versión de la Estrategia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos (NSS, por sus siglas en inglés: National Security Strategy) en la cual, según varios analistas, empieza a reconocerse un cierto relajamiento en la manera como la Casa Blanca interpreta la relación con China y cómo se ve en el espectro de la dominación en las diferentes regiones del mundo contemporáneo.
Más allá de las trascendentales consecuencias que para el devenir mundial tendrá la puesta en práctica de la política norteamericana, en lo que respecta a América Latina se configura una perspectiva sumamente inquietante por lo agresiva que esa estrategia se muestra con nuestro continente, al construir una actitud que, al parecer, está determinada en gran medida por el resentimiento gringo ante la evidente pérdida de la hegemonía que la imposición del neoliberalismo le garantizó durante los últimos cincuenta años.
La violencia de la amenaza no solo queda plasmada en el texto en el cual se afirma que Estados Unidos aplicará y hará valer lo que llama un “corolario Trump” a la doctrina Monroe (recuérdese: “América para los americanos”) sino que, ahora queda claro, empezó a ser desplegada con antelación, desde hace varios meses, en los océanos Atlántico y Pacífico donde los trasatlánticos de los marines han estado bombardeando pequeñas embarcaciones y asesinando personas sin fórmula de juicio, esto es, cometiendo crímenes, incluso según las mismas leyes norteamericanas.
Con ese despliegue militar, pretendidamente, restauran la soberanía sobre sus fronteras para parar la supuesta invasión que se quiere hacer de su país, como lo expone el texto de la NSS.
De manera paradójica la combinación de estos desproporcionados bombardeos con el texto de la Estrategia, puede constituir la expresión del resentimiento por la ya innegable instalación del multilateralismo pero, en otro sentido, fija de manera desembozada y violenta la pretensión de arrogarse al hemisferio occidental y, en particular a Latinoamérica como el territorio en el cual ha de reconocerse su hegemonía en la eventual división de facto del mundo.
Esto es inquietante para el continente porque nos retrotrae a relaciones que hace más de doscientos (diciembre de 1823) años ya se caracterizaban por estar soportadas en una absoluta falta de respeto y de consideración de la autonomía y la soberanía de las naciones que configuramos a América Latina.
Pero además porque hoy, fundamentalmente, constituye una amenaza tangible para los procesos políticos, culturales y económicos que nuestras mayorías ciudadanas han venido consolidando alrededor de opciones de desarrollo que, luego de las amargas y trágicas trayectorias que durante los últimos setenta ha tenido que atravesar el continente -en gran medida prohijadas por el imperialismo estadounidense-, ahora empiezan a afianzarse para configurar movimientos progresistas.
Propuestas que como muestran México, Brasil, Chile y Colombia empiezan a demostrar que es posible enfrentar el futuro en marcos democráticos nuevos y sustentados en modelos económicos que -sin destruir las bases que de todas formas el trabajo de las poblaciones y el capital han construido por décadas- buscan la manera de relacionarse con el mundo contemporáneo, diseñando nuevas formas de interactuación entre las mujeres y los hombres y con la naturaleza, en entornos que respetan las diversidades sociales, culturales, étnicas y de género, siendo responsables con el medio ambiente.
Creando contextos político-administrativos en los cuales, como nunca antes se empiezan a atender efectivamente las necesidades materiales e intelectuales de las grandes mayorías poblacionales de América Latina.
Para Colombia la preocupación toma cuerpo porque todos estos anuncios se dan cuando, con miras a las elecciones del año entrante, se presenta la oficialización por parte del Consejo Nacional Electoral de la más grande organización de izquierda que se haya constituido en el país en toda su historia -el Pacto Histórico- luego de atravesar un camino plagado de tropiezos, dilaciones y obstáculos, sin soporte legal por parte de la institución, que llevaron a que la legalización de la realidad se hubiese dado casi al filo de los términos establecidos para ello.
Partido que es la culminación de la profunda revolución político cultural que han estado llevando a cabo los conglomerados poblacionales -urbanos y regionales- durante los últimos cincuenta años, consolidada en el corpus de pensamiento y de organización emancipadores más sólido y universal de nuestra historia, el cual ha marcado el norte del gobierno que preside Gustavo Petro.
En consecuencia, determinado por esas circunstancias históricas contemporáneas, al Pacto Histórico le toca inaugurarse enfrentando -junto con las coaliciones que su dirigencia sea capaz de conformar- a la más férrea y violenta oposición que se haya configurado en nuestra historia apoyada, sin lugar a dudas, en la presión agresiva y permanente del gobierno de Trump y su NSS.
Pues Estados Unidos está jugado a impedir que en nuestro continente pueda asentarse cualquier posibilidad de desarrollo que no esté supeditada a sus exclusivos intereses y, en ese sentido, cuenta con la tradicional dirigencia de las castas tradicionales colombianas que durante toda su existencia han dado muestras fehacientes de su entreguismo y arrodillamiento ante el coloso del norte y durante la coyuntura actual han proclamado abiertamente su pleno apoyo, incluso, a la invasión del territorio nacional por parte de las tropas gringas.
Contamos, por fortuna, con la inteligencia y el valor de las multitudes que durante estos casi cuatro años han dado muestras inequívocas de su comprensión del momento histórico, y de su enorme responsabilidad política con el futuro del país, construidas en uno de los ejercicios más potentes de autopiesis durante los últimos cincuentas años, en los cuales, transformando todo el territorio nacional, erigieron las más grande obra que haya construido la sociedad colombiana: nuestros centro urbanos, en medio de la violencia más atroz de que tenga noticia el continente.
Por lo cual le corresponde a la dirigencia del Pacto Histórico desplegar imaginación y responsabilidad políticas para liderar un proceso que, respondiendo a esa capacidad creativa de las bases progresistas, definirá muy posiblemente en sentido positivo, esto es, democrático, inclusivo y sustentable el futuro de un proyecto que, contra viento y marea, ha podido sostenerse hasta ahora marcando una línea de acción y desarrollo que brilla en el panorama continental.



