¿Gran garrote electoral o regreso a los albores del siglo XX? La neo-Doctrina Monroe de Trump

En septiembre de 1901, el entonces vicepresidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, se mostraba extasiado por la expulsión de un funcionario corrupto del comité estatal del Partido Republicano en Nueva York; considerándola como parte de su larga lista de triunfos personales. Fue entonces, durante un discurso ante una multitud de simpatizantes en la feria estatal de Minnesota, cuando pronunció por primera vez la frase que se convertiría en uno de los pilares de su carrera política. Dijo: “Speak softly and carry a big stick, you will go far” (“Habla suavemente y lleva un gran garrote, que así llegarás lejos”). Esas palabras terminaron definiendo no solo su mandato, sino también el de su antecesor inmediato, William McKinley, quien sería asesinado por un anarquista de origen polaco a los pocos días del discurso de su vicepresidente en Minnesota.

Pese a que los estadounidenses exhibían una notable vocación imperial desde inicios del siglo XIX, cuando el entonces presidente James Monroe anunció la doctrina política que proclamaba la supremacía de Estados Unidos en los asuntos del hemisferio occidental frente a las potencias coloniales europeas, algunos autores ofrecen otra lectura. Entre ellos está el exsecretario de Estado Henry Kissinger, quien sostiene que McKinley y Roosevelt fueron los primeros presidentes que otorgaron una vocación verdaderamente global a la política exterior estadounidense. Una que además estaba enmarcada dentro de una concepción netamente realista de las relaciones internacionales.

Esta insistía en el supuesto excepcionalismo de los “principios morales y universales” inherentes a la democracia norteamericana como sistema político, pero no dudaba en adherirse al Zeitgeist de su época. Proclamando, como señala Kissinger en World Order, que Estados Unidos debía contraponer a la doctrina europea de equilibrio continental y mundial de poderes una “gran coalición de naciones liberales”. Una que no se limitara a presumir de sus principios de libertad política y económica, sino que contara la fuerza militar necesaria para imponerlos en caso de necesidad.

Según Kissinger, en aquel momento la idea del equilibrio de poderes como fundamento del orden global seguía siendo impulsada principalmente por el Imperio Británico, aún con la amenaza del creciente poder de Alemania. En teoría, dicho sistema permitía que las potencias europeas compitieran por zonas de influencia colonial claramente delimitadas, sin que ninguna de ellas se convirtiera en un hegemón absoluto. Frente a esa dinámica, el supuesto excepcionalismo de Estados Unidos debía convertir a la joven nación en una alternativa real, a medida que avanzaba su inserción en el sistema geopolítico mundial.

Así pues, las administraciones de McKinley y Roosevelt se caracterizaron por varios hitos. Entre estos se encuentran la invasión de los restos del moribundo Imperio español en Cuba y Filipinas durante el año 1898, la mediación norteamericana en la fase final de la guerra ruso-japonesa, y la posterior firma del tratado de paz de Portsmouth en 1905. También destaca la exhibición del creciente poder naval estadounidense ante enemigos y aliados, ofrecida entre diciembre de 1907 y febrero de 1909, durante la circunnavegación del globo por parte de los buques de guerra de la llamada “gran flota blanca”.

Ambos presidentes siguieron una estrategia de política exterior que no estuvo exenta de importantes repercusiones en el ámbito interior. Entre ellas se cuentan la notable victoria republicana en las elecciones de mitad de mandato (que aún hoy definen la composición de ambas cámaras en el congreso estadounidense) de 1898, que se celebraron al concluir la guerra con España. También destaca la obtención del Premio Nobel de la Paz por Roosevelt en 1906, reconocimiento que disparó la popularidad del Partido Republicano hasta el final de su segundo mandato. Así pues, este mandatario disfrutó de una racha que le permitió retirarse con la comodidad de saber que William Howard Taft, el candidato de su preferencia, tenía prácticamente garantizada la elección para convertirse en su sucesor.

Más de un siglo después de las muertes de Roosevelt y McKinley, Donald Trump enfrenta encrucijadas similares. El magnate es un hombre que, desde el inicio de su accidentada carrera política en 2016, ha manifestado su admiración por ambos presidentes. Los ha mencionado como referentes tanto en sus medidas arancelarias como en su propia “visión” de lo que significa mantener y consolidar la hegemonía mundial estadounidense.

Hoy, y a poco menos de un año de las midterms correspondientes a su segundo mandato, el gobierno de Trump se ha visto sacudido por varios reveces. Entre estos se encuentra la racha de victorias demócratas en elecciones para gobernaciones y alcaldías de ciudades clave durante la segunda mitad de 2025, destacando particularmente la victoria del candidato musulmán Zohran Mamdani en la ciudad de Nueva York.

A ello se suma la endeble naturaleza del acuerdo de paz alcanzado por el presidente en una Palestina donde los bombardeos israelíes no cesan, así como el rechazo de rusos y ucranianos a sus más recientes propuestas de alto el fuego y el doloroso fracaso personal que supuso para él la pérdida del ansiado Premio Nobel de la Paz. Un galardón que terminó en manos de la líder opositora venezolana María Corina Machado.

Muchos estadounidenses consideran esta nueva “vocación global” de la política exterior trumpista como un intento desesperado por desviar la atención de problemas internos como la relación del mandatario y su círculo íntimo con el pederasta Jeffrey Epstein, o el daño que su guerra comercial con China ha ocasionado a los pequeños agricultores del país, en especial a aquellos que dependen de productos como la soja.

Sin embargo, es evidente que Trump no retrocederá. Tampoco dejará de recurrir a la historia en busca de nuevas fuentes de legitimidad para su proyecto político. Uno que originalmente se vendió bajo la famosa premisa aislacionista del “Make America Great Again” y que, con el paso del tiempo, parece verse superado por el peso de las realidades que han permitido a Estados Unidos insertarse como actor de primer orden en su peculiar concepción de la arquitectura de seguridad regional y global. Esta última nació con Roosevelt y McKinley, y alcanzó su punto de consolidación máxima tras la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Aunque ahora parece haberse convertido en un marco incómodo y difícil de sostener para el país que más se ha beneficiado de él.

La lista de problemas mencionada conduce, finalmente, a la apuesta por Venezuela, barajada por la administración desde agosto del presente año, e intensificada con gran rigor desde el 13 de noviembre pasado. Ese día, el secretario de Defensa, Pete Hegseth, anunció el inicio de la “Operación Lanza del Sur”. Un despliegue naval masivo que, según el portal web belga especializado en defensa Army Recognition, contempla el uso de entre el 10 y el 20% de las unidades en servicio activo de la flota estadounidense.

Esta campaña se desarrolla dentro de lo que Washington considera como el principal teatro de operaciones de la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Una enorme franja del mar Caribe que se extiende en cuatro puntos: desde la costa occidental de Cuba hasta el istmo de Panamá, en su frontera con Colombia; de allí hasta la isla de Trinidad, frente a las costas venezolanas; y, finalmente, hasta la estratégica isla de Puerto Rico.  La presencia de esta gran armada, que no se veía desde el derrocamiento del dictador panameño Manuel Noriega en 1989, ha generado tensiones cada vez más sofocantes en la región, con gobiernos como el de Gustavo Petro, emitiendo enérgicas protestas diplomáticas, y fuentes como el portal canadiense CBC News afirmando que, para finales de noviembre, el inmenso operativo militar había costado la vida a unas 83 personas.

Ahora bien, el principal interrogante que aparece en relación con este escenario es si realmente vale la pena organizar un despliegue de tales proporciones para destruir un montón de narcolanchas rápidas en las costas venezolanas y colombianas. La respuesta, por supuesto, es no, y ante ello se barajan distintas explicaciones. Algunas provienen de medios como POLITICO Magazine, fundado en Virginia por el periodista estadounidense John F. Harris, o el canal de YouTube del periodista español Enrique Fonseca, un experto vinculado a la Fundación Juan March y a think tanks como el Instituto Juan de Mariana en Madrid.

POLITICO defiende la idea de que la administración Trump necesita recuperar el voto del electorado latino antes de las midterms de 2026. Un grupo clave que se ha alejado del mandatario debido a sus políticas migratorias. El medio incluso se aventura a especular sobre si el secretario de Estado Marco Rubio y el vicepresidente J.D. Vance tendrían un interés particular en promocionarse como los cerebros de un ataque exitoso contra la dictadura de Maduro, en vista de sus propias aspiraciones presidenciales para 2028, y teniendo en cuenta que el propio Trump ya ha expresado vagamente su aprobación a la posible candidatura de ambos personajes.

Por otra parte, Fonseca profundiza en los riesgos geopolíticos para explicar por qué, a pesar de medidas tan draconianas como el cierre total del espacio aéreo venezolano, anunciado unilateralmente por Trump en la última semana de noviembre, la operación sigue limitada al bombardeo de unas lanchas insignificantes. Según el periodista, la actual administración estadounidense es consciente de lo que significaría desatar el caos mediante una invasión directa de Venezuela. Habría anarquía en toda la región, y aumentaría exponencialmente el riesgo de un conflicto prolongado, que traería costos humanos y materiales mayores a los que el público estadounidense considera tolerables. De igual forma, la guerra causaría una crisis de refugiados insostenible en la frontera sur.   Dos ingredientes que por sí solos bastarían para debilitar en lugar de fortalecer la estrategia electoral republicana entre los grupos de votantes clave de las midterms. No hay que olvidar que Trump ya perdió esos comicios durante su primer periodo presidencial, de 2017 a 2021.

De la mano de fuentes no especificadas procedentes de la Agencia Reuters, Fonseca afirma que Nicolás Maduro y los demás líderes del régimen venezolano son plenamente conscientes de estos dos puntos clave, y debido a su notable inferioridad militar, apostarían por la “anarquización total” de Venezuela en caso de llegar al peor de los escenarios. Esto implicaría el uso de fuerzas guerrilleras, grupos paramilitares y colectivos encargados de operaciones de sabotaje, asesinatos y agitación política. Acciones que buscarían desestabilizar a un eventual gobierno opositor, y hacer que cualquier presencia de larga duración en territorio venezolano resulte intolerable para una opinión pública estadounidense que, sin importar quién sea el presidente, parece no querer saber nada más de Afganistans, Iraks o Vietnams. Mucho menos si estos conflictos se encuentran tan cerca de casa.

Los riesgos que enfrenta Trump a la hora de tomar su decisión final ponen de manifiesto la forma en que la maquinaria internacional contemporánea —una arquitectura multipolar basada en regímenes de derecho internacional más desarrollados, redes mediáticas globales y mercados estrechamente entrelazados— reduce el margen de maniobra unilateral que llegó a tener el país imperial de McKinley y Roosevelt. Además, Estados Unidos moviliza recursos militares en el Caribe con el objetivo declarado de combatir el flujo de drogas; y al mismo tiempo indulta a figuras como el expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, quien fue condenado a 45 años de cárcel por un juez federal debido a cargos de narcotráfico similares a los que enfrenta Maduro. Este contraste sugiere que el tráfico de estas sustancias está lejos de ser su principal preocupación.

Aunque la invasión directa del territorio venezolano sigue siendo poco probable, la designación formal del llamado Cartel de los Soles como organización terrorista, confirmada el 16 de noviembre por Marco Rubio en la web oficial del Departamento de Estado, complica aún más el escenario. Si a esto se añaden los rumores mencionados por el portal The Intercept sobre la firma de nuevos contratos militares para mantener la presencia estadounidense en aguas caribeñas hasta por lo menos 2028, puede inferirse que la flota no va a limitarse a la caza de lanchas.

No hay duda de que Trump lleva un gran garrote consigo. La cuestión es si, por una vez, podrá dejar de lado la jactancia y el exhibicionismo que Roosevelt despreciaba para actuar con la frialdad estratégica que le exige el momento. Su futuro político —y el de su movimiento dentro del Partido Republicano— depende de decisiones que deberá tomar dentro de  estrechos límites, impuestos tanto por la arquitectura de seguridad global del siglo XXI como por sus propias necesidades electorales.

 

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