
Perdón por llegar tan tarde. Hace cinco días se conmemoraron los 35 años del asesinato de Bernardo Hoyos. Perdón también por el oportunismo. Los medios ni las fundaciones deben tener una excusa para recordar a un mártir. Porque eso fue Bernardo, muy a pesar de su risa constante, de su modestia, de su renuencia a asumir una pose.
Bernardo Jaramillo Ossa sabía que lo iban a matar. Por eso se atrevió dos veces a reunirse con Pablo Escobar. Cuenta Alonso Salazar en la mejor biografía que se ha escrito sobre el capo, El Patrón del mal, que se reunieron en Coveñas y que Escobar quedó impresionado con el temple del líder de la UP. Le prometió que haría todo lo posible por detener la sombra de lo muerte que ya le alistaba la guadaña pero que esa orden estaba dada, que iba a ser muy dificil. Jaramillo respiró profundo y botó el aire, se resignó. Igual de algo nos tenemos que morir.
Después de la destrucción de Tranquilandia Gonzálo Rodríguez Gacha, según lo investigó Steven Dudley en su libro Armas y urnas, el jefe de finanzas del Cartel de Medellín desplegó toda su furia contra todo lo que oliera o pareciera de izquierda. Le echó la culpa a las FARC y golpeó al grupo político que se había derivado de las conversaciones de paz con esa guerrilla. Gacha empezó a exterminar miembros de la Unión Patriótica, pero al Mexicano lo mataron el 18 de diciembre de 1989 después de un operativo dado por la policía en Tolú. La posta para asesinar a Jaramillo Ossa la siguieron los hermanos Fidel y Carlos Castaño.
El senador tenía agallas. Tuvo que tomar la posta de la presidencia de la UP cuando mataron a Pardo Leal. En ese momento se convirtió en el hombre más amenazado de Colombia. Y no se cayó. No se cayaba. Nada lo amedrentaba. En uno de sus discursos más encendidos señaló a los que no querían la paz en Colombia: “No se puede hablar de paz, ni ser consecuente con la paz, cuando no se castiga ejemplarmente a los miembros del Estado comprometidos con la violencia hacia la población civil”.
Pero no lo iban a dejar.
La realizó en la sala de espera del aeropuerto El Dorado. A pesar del poderoso esquema de seguridad y que dos agentes del DAS habían estado dos horas antes en el aeropuerto para reportar que “todo estaba normal” el detector de metales para pasar a la sala de espera, no funcionaba. Por eso Gutiérrez pudo ingresar la pistola que descargó sobre Jaramillo Ossa. Herido, el líder de la UP intentó pararse pero resbaló después sobre su propia sangre. Mariella, el amor de su vida, alcanzó a escucharlo decir “me mataron mi amor, me mataron estos hijueputas”. Jaramillo llegó sin signos vitales a un hospital en Kennedy. Gutiérrez, una vez disparó, alcanzó a tirarse al piso y a suplicar por su vida. Llegó herido a la clínica y se repuso. Regresó a Medellín y dos años después fue abaleado junto con su papá mientras salían de un parqueadero. Los verdaderos asesinos de Jaramillo Ossa no querían dejar rastro.
Una década después de su asesinato Carlos Castaño Gil publicó su autobiografía llamada Mi confesión, en ella afirma que no mató a Jaramillo Ossa. Pero está claro que fueron los paras quienes lo asesinaron. Hoy tendría 69 años y sería uno de los faros de una izquierda que en esa época emocionaba, que era vibrante, que no se corrompía. Nunca pudimos reponernos del asesinato de Jaramillo Ossa. Nunca y nadie, sobre todo los que somos de izquierda.