
Corrían las primeras horas del 9 de noviembre de 1989 cuando Günther Schabowski, primer secretario de la sección berlinesa del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED), organizó la conferencia de prensa que sellaría el destino de la tambaleante República Democrática Alemana y pondría fin a la partición que había separado a millones de personas de sus familiares y amigos durante cuatro décadas.
En el transcurso de ese año, las turbulencias políticas y sociales que habían sacudido al mundo comunista desde Pekín hasta Varsovia llegaron a un punto de no retorno. Acontecimientos como la masacre de Tiananmén, la realización de las primeras elecciones parlamentarias libres desde 1945 en Polonia, y la caída del búlgaro Todor Zhivkov —líder socialista de línea dura con el mandato más extenso dentro del llamado Pacto de Varsovia, que salió del poder poco antes del derrocamiento y ejecución de su homólogo rumano Nicolae Ceaușescu— marcaron el comienzo del derrumbe del bloque comunista europeo .
La propia RDA, gobernada por el también conservador Erich Honecker, enemigo de las reformas impulsadas por el líder soviético Mijaíl Gorbachov, había enfrentado desafíos cada vez más insalvables para la supervivencia de su sistema político durante los meses previos a la conferencia de Schabowski. Con una economía estancada desde inicios de la década de 1980 —debido a la mala administración pública, la falta de maquinaria pesada y repuestos para sus industrias estratégicas, y la excesiva dependencia del gobierno respecto a los créditos de la banca alemana occidental y las ayudas del sector petrolero de la URSS—, los alemanes orientales vieron el cambio de liderazgo en Moscú como una oportunidad para alcanzar lo imposible: una reunificación que, tan solo dos años antes, con la visita de Honecker a la capital occidental, Bonn —donde el canciller federal Helmut Kohl le otorgó el tratamiento protocolario reservado a un jefe de Estado extranjero—, parecía una completa quimera.
Desde septiembre de 1989, el régimen había enfrentado manifestaciones multitudinarias que se expandieron desde las comunidades evangélicas reunidas en las iglesias de Santo Tomás y San Nicolás, en la ciudad de Leipzig, hasta alcanzar a amplios sectores de la sociedad civil en Berlín, Dresde y otros puntos estratégicos del país. Pese a la desproporcionada respuesta que el secretario general Honecker autorizó al ejército y a los distintos organismos de seguridad del Estado, como la infame Stasi, las protestas nunca alcanzaron el nivel de violencia visto en otros países del bloque socialista, como China, Bulgaria o Rumania. Ni siquiera el muro que, en sus veintiocho años de existencia, había costado la vida a entre 140 y 250 personas —según la fuente que se consulte— logró detenerlas.
El 7 de octubre de ese año, Honecker realizó su última aparición pública en el marco de un lúgubre desfile militar con el que se conmemoraban los cuarenta años del socialismo oriental alemán e intentaba proyectar una falsa sensación de seguridad ante su inminente derrumbe. El evento contó con la presencia de la mayoría de los mandatarios que aún no habían caído en los “Estados socialistas hermanos” de Europa oriental, pero únicamente consiguió una severa amonestación del líder soviético Mijaíl Gorbachov, quien instó a lo que quedaba del gobierno de la RDA a aplicar reformas políticas y económicas de carácter urgente. El SED había sido, en la práctica, abandonado a su suerte por Moscú.
Para inicios de noviembre, el ya anciano Honecker había sido reemplazado por Egon Krenz, un burócrata de rango medio del partido que tampoco logró evitar que el gobierno se viera forzado a otorgar un número cada vez mayor de autorizaciones de viaje a los desesperados ciudadanos que, desde el mes de mayo anterior, habían cruzado las fronteras de las también socialistas Hungría y Checoslovaquia para ingresar a territorio austríaco y, desde allí, a la Alemania Occidental. Una emigración que desangraba aún más la maltrecha economía del país y que se sumaba a la presión política ejercida por las casi seis mil personas que habían ocupado las instalaciones de la embajada de Alemania Occidental en Praga, exigiendo la intervención del gobierno de ese país para forzar una apertura total de la frontera entre los dos Estados alemanes.
El 4 de ese mes, la protesta antigubernamental convocada en la icónica Alexanderplatz de Berlín alcanzó una participación récord de quinientas mil personas, una auténtica sentencia de muerte para la Alemania Oriental. Su debilitado gobierno, encabezado por Egon Krenz, pasó de prometer una “nueva regulación” para agilizar el trámite de los permisos de viaje al extranjero a permitir la emigración de cualquier ciudadano de la RDA que lo deseara, sin necesidad de cumplir los requisitos legales que hasta entonces se exigían para obtener la autorización. Durante la histórica jornada del día 9, el secretario de la sección berlinesa del partido, mencionado al inicio del presente artículo, atendió a representantes de la prensa extranjera y de la Alemania Occidental para explicar los cambios que se avecinaban en las regulaciones de viaje al exterior.
Sin embargo, nadie se tomó la molestia de informar a Schabowski de que, incluso en medio del caos administrativo generado por la inexorable desintegración del Estado, el gobierno de Krenz mantenía su intención de retrasar la implementación formal de las nuevas regulaciones todo lo posible. Así, cuando uno de los periodistas preguntó por la fecha de entrada en vigor de los cambios, este respondió: «de inmediato». Una réplica vista en todas las radios y televisores de la RDA, de Alemania Occidental y de buena parte de Europa, que en cuestión de minutos empujó a una gigantesca multitud de berlineses hacia los principales cruces fronterizos de la capital, donde un número cada vez más reducido y desesperado de guardias de la llamada Policía Popular (Volkspolizei) se vio obligado a abrir: era el fin.
La reunificación alemana se completó en el transcurso de los once meses siguientes mediante la firma de diversos tratados que, primero, propiciaron la unión económica y la adopción del marco alemán occidental como moneda en el Este a partir de julio de 1990 y, finalmente, la unión política con la firma del Tratado de 2+4 en septiembre de ese año. En este último documento, las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial restauraron plenamente la soberanía del Estado alemán reunificado, renunciaron a sus últimos derechos de ocupación y le otorgaron nuevamente el control de su política exterior. Entre finales de septiembre e inicios de octubre de ese año, el Consejo Federal de Bonn y la última Volkskammer (Parlamento Popular) de la RDA ratificaron mutuamente el Tratado de Unificación, que entró en vigor el 3 de octubre tras el anuncio del presidente federal Richard von Weizsäcker frente a una eufórica multitud en la explanada del antiguo edificio del Reichstag de Berlín, que, tras cuarenta y cinco años, había vuelto a ser la capital de todo el pueblo alemán.Este mes, Alemania conmemoró los treinta y cinco años del discurso de von Weizsäcker y de
la entrada en vigor del Tratado, en un clima político que, si bien está lejos de ser ideal, la ha obligado, poco a poco, a superar sus reticencias a la hora de retomar un papel central en los asuntos políticos, económicos y militares del Viejo Continente. Pese a las críticas en torno a muchas promesas de prosperidad incumplidas y a la abrumadora popularidad que actualmente tienen los partidos de extrema derecha en el territorio de la antigua RDA, puede decirse que el Este ha absorbido gran parte del impacto inicial de la reunificación, que tampoco estuvo exenta de críticas en Occidente por los exorbitantes gastos que el Gobierno de la República Federal asumió para sanear las infraestructuras y las quebradas industrias de la RDA en proceso de privatización.
Para finales de 2024, la BPB (Bundeszentrale für Politische Bildung), un famoso think tank gubernamental para la educación política, reportaba que los antiguos territorios de la RDA aventajaban a los estados occidentales del país en algunas variables socioeconómicas, como la asequibilidad de la vivienda, los servicios de salud y la educación en la primera infancia, así como en la reducción de la brecha salarial entre hombres y mujeres. Las cifras de la BPB también indican que, en la actualidad, su tasa de desempleo se sitúa solo 2,2 puntos porcentuales por encima de la de las regiones occidentales y explican que el Este sigue estando muy por detrás en aspectos como la tasa de propiedad inmobiliaria, la acumulación de patrimonio familiar y el salario bruto promedio. Solo el tiempo dirá si estas son razones suficientes para la continuidad de la Ostalgie, un término que en alemán combina las palabras “este” y “nostalgia”, y designa el sentimiento de aquellos alemanes para quienes la unidad sigue siendo una tarea pendiente.