
El país pasa por un momento difícil en materia de orden público. De manera reiterada, las comunidades campesinas realizan asonadas y retienen de forma ilegal a miembros de la Fuerza Pública. En lo corrido del gobierno Petro son más de 100 los integrantes de la Fuerza Pública retenidos, en más de 30 asonadas. Es decir, las retenciones ilegales se están convirtiendo en un hecho cotidiano y en un gran problema para el Estado.
Cada semana estamos viendo como grandes grupos de campesinos, dedicados a los cultivos ilícitos de cocaína, rodean e inmovilizan a miembros de la Policía o del Ejército Nacional. Le impiden a las autoridades que cumplan con su labor constitucional y legal de destruir de forma manual los cultivos de coca, que decomisen las producciones de base de coca o que desmantelen los laboratorios y los quemen. Y luego, los vemos en caravanas sacando del territorio, en camiones o lanchas, a las tropas de la Fuerza Pública.
Para los ministros, como el del Interior o de Defensa, tras las asonadas están las disidencias de las Farc, en especial, las de alias Iván Mordisco, y también el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Estas organizaciones armadas, según el Gobierno, presionan a la población civil para que actúen de manera ilegal. Aunque no usan las armas en la retención ilegal —pues solo se les ve como enjambres rodeando la tropa—, sí usan sus hombres y mujeres para infiltrar las acciones civiles y causar estos desórdenes.
Para la Fuerza Pública las retenciones ilegales se convierten en secuestros militares que tienen fines extorsivos. Retenciones ilegales donde se priva de la libertad a personas —en este caso miembros del Estado— contra su voluntad, usando la fuerza e intimidación, con el fin de evitar la destrucción de sus actividades ilícitas. De allí que deba perseguírseles, capturárseles y judicializárseles.
Por su parte, los campesinos y comunidades consideran que están realizando actos de protesta social. Acciones colectivas con las que buscan proteger sus economías y formas de subsistencia. Como han vivido históricamente en territorios donde la producción de hoja de coca es lo cotidiano y el Estado ha vivido ausente, se sienten autorizados para rechazar la presencia de la Fuerza Pública y exigir la no destrucción de su modo de subsistencia.
Por eso le exigen al Estado y a las organizaciones internacionales protectoras de derechos humanos que la Fuerza Pública los trate con respeto. Que les reconozcan su presencia en los territorios y no criminalicen sus actividades económicas, que, aunque ilegales, son las que les dan los recursos para sobrevivir. Reconocen el problema, pero consideran que la manera de tramitarlo no es apropiada para ellos, pues los deja sin el sustento diario.
En este sentido nos encontramos en la actualidad ante una situación con dos miradas muy distintas. Una, del actor estatal, que busca el monopolio de la fuerza, tal como lo indica la Constitución Política de Colombia. La ley le ha entregado a las autoridades legítimas del Estado tanto el poder para entrar a cualquier lugar del territorio nacional y perseguir las acciones ilegales como usar la fuerza para retener a los implicados. Señala a todos los demás, que quieren quitarle ese poder, como ilegales y que realizan secuestros con fines extorsivos o militares.
La otra postura es la de las comunidades cocaleras, afectadas por la acción estatal. Que buscan proteger sus formas de subsistencia y que ven las retenciones ilegales como una acción colectiva con la que buscan demandar de las autoridades un cuidado con sus recursos. Saben que están cometiendo un acto ilegal, tanto con la producción de la droga como la retención, pero que justifican estas acciones ante el abandono del Estado y del mercado.
Sea secuestro extorsivo o acciones de protesta social, lo cierto es que este fenómeno está dejando tres claridades al país. La primera es que la Fuerza Pública está haciendo su labor bien. Por un lado, porque está llegando hoy a lugares que antes estaban abandonados y donde lograron los grupos criminales tener plena hegemonía y autonomía. Ahora la Fuerza Pública está llegando a destruir cultivos, laboratorios y estupefacientes.
Y por el otro, la Fuerza Pública está respondiendo como ha sido formado en la última década para atender el posconflicto. La educación impartida a la Policía y el Ejército para la protección de la sociedad civil y la población firmante de paz le está permitiendo actuar de forma coherente con el derecho internacional humanitario (DIH), absteniéndose de usar las armas, incluso en acciones tan aterradoras como el caso de uso gasolina e incendio a dos militares.
La segunda claridad es darnos cuenta de que en Colombia hay presencia de campesinos cocaleros. Comunidades campesinas que siguen viviendo de la producción de hoja de coca y además están procesando esta para venderla en el mercado ilegal. Que son conscientes de su actuar ilegal, pero también de la necesidad que tienen de seguir con estas actividades.
De allí que usen el poder que tienen como colectivo para rodear a la Fuerza Pública e impedirles que destruyan sus inversiones o actividades para sobrevivir. Usan los instrumentos de poder, aunque sean avivados por las mismas organizaciones criminales, para protegerse y proteger sus cultivos y laboratorios. E intentan, como un acto de autocontrol, no recurrir al uso de la fuerza y la violencia, pues ello cambiaría la actitud y la disposición del Estado para proteger las acciones colectivas.
Y tercero, que es necesario pensar la solución del problema de la producción de coca de manera más amplia e integral en Colombia. No basta con tener una Fuerza Pública que vaya al territorio de manera presencial a destruir cultivos y laboratorios, tratando de evitar la contaminación de la población y el ambiente con venenos o afectar con bombardeos a la población civil, donde habitan niños y que merecen cuidado especial.
El país ha aprendido a reconocer que estamos en una Colombia desigual, con zonas marginadas y abandonadas, donde hay poblaciones que históricamente se han dedicado a producir lo que más se demanda y les hace posible conseguir una subsistencia, en este caso la cocaína. Estas poblaciones requieren la presencia del Estado, para que lleve la inversión social y los incentivos para la producción legal de bienes y servicios.
Es necesario que el Estado piense con atención cómo generar políticas públicas, programas ministeriales y acciones de las autoridades que motiven a los campesinos el cambio de cultivos ilícitos por lícitos. Actuaciones del Estado que en lugar de señalar a las comunidades campesinas de secuestradores y torturadores sicológicos, a las que hay que judicializar y condenar, como hoy se intenta hacer, se les ayude a cambiar su cultura y forma de sobrevivencia.
No pensemos solo en el despliegue de capacidades operativas, logísticas y de inteligencia militar. Pensemos en integrar estos territorios a las dinámicas económicas, sociales y políticas del país. Evitemos que los grupos armados sigan instrumentalizando o llenando de fantasmas con la fumigación o el ataque con drones a las comunidades.
Aprovechemos momentos como estos, donde se ve aún el uso de las acciones colectivas y el respeto por la autoridad como la base para las transformaciones para la paz territorial, poblaciones a las que hay que valorar pues buscan opciones distintas a las armas para sobrevivir y luchas por su futuro.
* Esta columna es resultado de las dinámicas académicas del Grupo de Investigación Hegemonía, Guerras y Conflicto del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.
** Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.