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Y no pudieron hacerla trizas

Por: Guillermo Segovia Analista de conflictos armados y de sus perspectivas de superación – Asesor de Pares  


“La paz frágil”, dijo el presidente de Colombia ante la Asamblea de Naciones Unidas para referirse con sorna a los acuerdos que trajeron de vuelta a la institucionalidad descaecida del país a las FARC-EP. La misma paz con la que el Gobierno y sus representantes sacan pecho para recibir los elogios y apoyos que le ha deparado el mundo a Colombia por ese pacto histórico de civilidad y de cuyo estado actual –recortes y fragilidad– es absoluto responsable.


El vociferante ministro de Defensa siguió la pauta al afirmar que ahora no hay una sino tres FARC: la que tiene representación en el Congreso, la que se hartó de los incumplimientos y, erróneamente, volvió a las armas, y la que nunca creyó en ese cuento. Calló que a la primera, leal a los acuerdos, la están masacrando y el Gobierno no ha sido capaz de impedirlo.


Se sumaron al coro el ministro del Interior, que tuvo la osadía de lesa antidemocracia de salir a retar al candidato favorito a las presidenciales restregándole su pasado guerrillero, y el embajador en los Estados Unidos que, como funcionario del Gobierno firmante de la paz, asintió a favor de las conversaciones y ahora las repudia.


Las reacciones amargadas y guerreristas del Gobierno uribista, del partido en el Gobierno –el Centro Democrático y sus aliados– y de Uribe –desde su trinchera campestre y ecuestre– obedecen a una razón de fondo: el proceso de paz facilitó las condiciones para que un gobierno alternativo dirija los destinos de la nación.


Esa es, en el fondo, la razón de la bronca contra los acuerdos de paz. Prefieren ignorar que, a la par, la alternativa de las armas fue deslegitimada como opción en un país acostumbrado a acudir a ellas para dirimir sus diferencias.


La república señorial de estirpe terrateniente y mafiosa, y “el Estado social de derecho” neoliberal de la burguesía urbana financiera se resisten a aceptar la realidad de que, tras el Acuerdo de Paz con la guerrilla más grande e histórica, la guerra dejó de ser amenaza y freno, y la gente se liberó para expresar su inconformidad y optar por un posible vuelco político histórico. Eso no lo calcularon Santos y su gente, pero contribuyeron a ello y, por eso, la reacción no se los perdona.


La desazón se nota en la desesperación de las reacciones por manchar como fracaso y minimizar el quinto aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz entre el Estado y las FARC-EP, fraguados en La Habana durante un lustro, desde que el entonces presidente, Juan Manuel Santos, anunció que tenía la llave de la puerta de la paz, el 7 de agosto de 2012. De esta forma, se liberó de las amarras de la “seguridad democrática” de Uribe.


El 26 de septiembre de 2016, en pomposo acto en Cartagena, cimbrado por aviones de guerra que reafirmaron la posición de las Fuerzas Armadas –la paz es la victoria, les prometió el presidente–, ‘Timochenko’ (Rodrigo Londoño) y Santos estamparon sus firmas y estrecharon sus manos en medio de vítores de los invitados. A pocas cuadras, el expresidente Álvaro Uribe, altavoz en mano, se despachaba contra el tratado.


La dicha fue breve. El terco y soberbio empeño de Juan Manuel Santos: por glorificarse con un plebiscito de apabullante apoyo a su gestión se estrelló con los efectos de la estrategia mezquina del uribismo para desprestigiar las negociaciones. Contra el optimismo y el tremendismo atemorizador de la propaganda oficial, el 2 de octubre de ese año ganó el “No” por una mínima diferencia y sobre la base de muchas mentiras e infamias.


Como para la reelección, el presidente tuvo que acudir al respaldo del movimiento social partidario de la paz –que no a su mandato de carácter neoliberal– para darle oxígeno a un proceso balbuceante, edificado institucionalmente sobre la base del apoyo político de los partidos de la coalición de gobierno, “mermelada” a los congresistas y medios de comunicación, y la promesa a los grandes empresarios de mejores días para los negocios.


Tras el pasmo de la derrota, en una hábil decisión, Santos consultó modificaciones con los ganadores: aceptó muchas formales y, presionadas por los militares azuzados por Uribe, otras de fondo como la impunidad jerárquica. El 7 de octubre del 2016, el otorgamiento del Premio Nobel de Paz le dio el necesario y urgido espaldarazo ante el país y el mundo. Con el apoyo del Congreso y el aval de la Corte Constitucional logró una salida institucional al proceso.


El Acuerdo se ratificó en una nueva ceremonia en el Teatro Colón de Bogotá, el 24 de noviembre de ese mismo año. Desde entonces, la división es irreconciliable. El uribismo no acepta lo acordado, así en gran parte no se haya cumplido aún. El Gobierno Santos, a pesar de los esfuerzos y, en algunos casos adrede, no logró completar la arquitectura de implementación de los compromisos ante unas FARC-EP desmovilizadas.


El cumplimiento de los acuerdos, en la esencia de lo negociado –que más allá de la desmovilización de las FARC-EP apuntaba a destrabar factores de injusticia que dieron justificación a la insurgencia–, requería de un Gobierno afín. El establecimiento, que apañó la iniciativa de Santos por considerarla manejable, se “patraseó” ante la posibilidad de un gobierno de cambio. Para atajar a Gustavo Petro, corrieron a imponer a Duque, en conocimiento de que traicionaban lo que habían respaldado.


El movimiento social que ha promovido una solución política a los conflictos celebra el Acuerdo de Paz, a pesar la implementación desvirtuada y reducida por parte del Gobierno Duque y los 289 firmantes, hombres y mujeres, y cientos de personas líderes sociales asesinadas, reivindica lo avanzado y sigue trabajando porque se pueda recuperar el espíritu original y cumplir lo acordado; comparte una visión holística en la que paz significa equidad, justicia, verdad, reparación de las víctimas y compromiso de no repetición: una sociedad reconciliada en sus diferencias y con un proyecto de país para todos.


El Gobierno Duque, con la política de “paz con legalidad”, se ha limitado a procurar la reincorporación de excombatientes de base, a tolerar con cicatería la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción de Paz, a un Centro de Memoria Histórica desvirtuado por el negacionismo y a proyectos menores en los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) afectados por el impacto del conflicto. El uribismo, al asumirse vencedor en la guerra sin limitaciones humanitarias impuesta con la “seguridad democrática”, aspiraba a una imposible claudicación de la insurgencia y a imponer las condiciones del desarme. Nada más.


Reforma rural integral, catastro multipropósito, sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, restitución de tierras despojadas, dignificación de los territorios, participación decisoria, justicia transicional restaurativa, memoria histórica centrada en las víctimas quedaron en el papel y son ahora filtrados por los intereses de los victimarios.


A pesar de eso, de que se han desatado varias guerras y cunde la muerte para contener el descontento social tras el reciente estallido, no han podido “hacer trizas la paz”. Colombia no les copia a los guerreristas. Lo dicen, una tras otra, las encuestas. No hay duda: mejor una paz frágil y por construir que la guerra abominable que promueve con mentiras ominosas la derecha envilecida y asustada ante la posibilidad de un cambio de rumbo, el cual intenta parar desde el Gobierno y el Congreso con toda clase de manejos y trucos.


* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.

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