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Ventas ambulantes, las dos caras de la moneda

Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.


Indignación y solidaridad, en particular a través de las redes, causó hace unos días el video en el que se observa la reacción de Alexander, un joven vendedor ambulante de comidas rápidas, ante la determinación de miembros de la policía de imponerle un comparendo por invasión del espacio público y el concurrente decomiso del carro para preparación de perros calientes. La escena ocurrió en la Avenida Jiménez con Carrera Séptima, en pleno centro histórico de Bogotá.


Alexander, ante los requerimientos de los policiales de que retirara los alimentos para realizar el procedimiento, pasó de las preguntas nerviosas sobre las razones y las normas que justificaban la acción -a lo que respondió el agente a cargo recitándole el Código de Policía-, al ruego intentando evitar la sanción y luego a la rabia y la ira para, finalmente, en medio del llanto, apartar bruscamente el carro, que se volteó y golpeó a un transeúnte en bicicleta.


Tras la situación, las mismas redes, en particular las del representante a la cámara Inti Asprilla, puestas a disposición de la causa de Alexander, divulgaron la versión de éste, acompañado de su pareja: horas antes, la alcaldesa Claudia López, que pasaba en bicicleta por allí, de manera descortés le pidió que reubicara el carro, él le reclamó por ayudas a los vendedores y ella le ripostó “pues trabaje”. Más tarde se hizo presente un grupo de policías para reprimirlo.


En medio del debate, la propia alcaldesa mencionó que más de 80 mil familias sobreviven en Bogotá con las ventas ambulantes y que su pretensión no es impedirles que procuren el sustento pero sí exigir que la actividad se desarrolle en condiciones que no alteren derechos de los demás ciudadanos, respeten las normas y garantizar seguridad. Pero a los ambulantes y estacionarios no se les olvida que en agosto de 2020, en plena crisis, dijo que todos tenían que pagar por usar el espacio público. Imagen: Pares.

“No nos han dado nada”, dijo el joven, refiriéndose a los auxilios para paliar los efectos de las medidas para controlar la pandemia, y otra vez dejó en el aire el interrogante de si los apoyos llegan a los más necesitados, pues ya es común el comentario de favoritismos e inconsistencias que anidan en las bases de datos oficiales y que, para algunos, los subsidios se convirtieron en un modo de vida o los gestionan sin necesitarlos.


Dando más peso a su reacción emocional señaló que al momento del decomiso acababa de llegar de pagar un comparendo anterior por no retirar el puesto de perros calientes luego de ser conminado a hacerlo. Si bien la medida está contemplada en el “Código de Convivencia”, son muchas las denuncias sobre recurrentes abusos policiales y, en decenas de casos, las muestras de solidaridad ciudadana ante operativos de decomiso con el “plante” de aguacates deshechos en el suelo y el vendedor lloroso forcejeando con la policía o por la imposición de multas a un muchacho por recitar poemas en la calle a cambio de monedas.


Alexander, explicó y reivindicó su medio de subsistencia y la contradicción de pedirles a los vendedores ambulantes que respeten medidas de bioseguridad y confinamiento mientras a sus familias las golpean el hambre y las necesidades. Contó que un tío suyo había sido objeto de los mismos procedimientos, que implican la pérdida del medio de subsistencia al ser decomisado y puesto a la intemperie -adquirir uno nuevo cuesta entre millón y medio y tres millones de pesos-, tres meses buscándose la vida en cualquier otra cosa y deudas para poder seguir trabajando en la misma actividad.


La alcaldesa, por su parte, atacada por las redes por su insensibilidad y autoritarismo y también apoyada por imponer orden, describió el hecho de otra manera a los medios: Comprende las dificultades y el derecho al sustento de los vendedores ambulantes pero ellos tienen que acatar normas y respetar los derechos de los demás. Alexander tenía ubicado su carro de perros en la mitad de la carrera séptima, por donde se desplazan ciudadanos en bicicleta y de a pie. Le solicitó instalarlo en otro lugar y colocarse bien el tapabocas, imperativo ya que expende alimentos.


No mencionó haberlo saludado -lo que reclamaba el vendedor como un acto de mala educación- pero sí que lo llamó al orden con el coloquial “mi hermano”. Señaló que al pasar luego por el mismo sitio, observó que Alexander había hecho caso omiso a su primer llamado. En las redes, unos increparon a la alcaldesa la agresión contra el trabajador informal por supuestamente haber impartido la orden a la policía, otros aplaudían que no se dejara retar ni burlar como es frecuente en estos casos con la policía. Por experiencia y consejos, habitantes de calle e informales optan por “parársele” a la autoridad, en ocasiones en justa reacción contra el abuso.


En este episodio, el resumen de muchas de las tragedias y desencuentros en que se debate a diario Colombia. La informalidad es uno de los dramas más acuciantes que azotan al país. En medio del debate, la propia alcaldesa mencionó que más de 80 mil familias sobreviven en Bogotá con las ventas ambulantes y que su pretensión no es impedirles que procuren el sustento pero sí exigir que la actividad se desarrolle en condiciones que no alteren derechos de los demás ciudadanos, respeten las normas y garantizar seguridad. Pero a los ambulantes y estacionarios no se les olvida que en agosto de 2020, en plena crisis, dijo que todos tenían que pagar por usar el espacio público.


La pandemia agudizó la pobreza en general y la extrema en particular. Miles de personas se han arrojado a las calles a proveer cualquier tipo de productos, incluidos los alimentos, sin ningún control sanitario ni de bioseguridad. La mayor parte hace lo del diario, aunque algunos, los más establecidos, reconocen ingresos cercanos a los 3 millones de pesos mensuales -lo que se vuelve atractivo hasta para un profesional varado no vergonzante-, pero es indudable que ese tipo de trabajo está por debajo de los estándares y calidad de vida que consagra la Constitución Nacional.


Del lado del ciudadano transeúnte, como sucede en las zonas de mayor aglomeración de ventas ambulantes, la peatonalizada Carrera Séptima se convirtió en un degradante mercado de segundas, contrabando, drogas, piratería y baratijas. Los ciclistas y caminantes hacen malabares y antes de que llegue la noche los concurrentes del sector emigran presurosos entre los olores del bazuco y orines y la exhibición de puñales. La promesa de un atractivo boulevard cedió a la desazón de los dueños de establecimientos y apartamentos, también golpeados por las cuarentenas y restricciones.

La informalidad es uno de los dramas más acuciantes que azotan al país. En medio del debate, la propia alcaldesa mencionó que más de 80 mil familias sobreviven en Bogotá con las ventas ambulantes y que su pretensión no es impedirles que procuren el sustento pero sí exigir que la actividad se desarrolle en condiciones que no alteren derechos de los demás ciudadanos, respeten las normas y garantizar seguridad. Pero a los ambulantes y estacionarios no se les olvida que en agosto de 2020, en plena crisis, dijo que todos tenían que pagar por usar el espacio público. Imagen: Pares.

A la par con el deterioro ambiental y paisajístico de zonas colonizadas por las ventas ambulantes, se denuncia la existencia de mafias que explotan vendedores exigiendo pago por la ubicación o los utilizan para a través de ellos comercializar productos ilegales, sustancias prohibidas o como cómplices de la delincuencia. El drama social no puede impedir que autoridades y ciudadanía establezcan mecanismos de control y actúen para impedir que esto siga ocurriendo, a la vez que se garantice el derecho a obtener ingresos a quienes no encuentran otro medio y se desempeñan en la legalidad.


Va siendo hora que ciudadanía y gobierno afronten con seriedad el asunto. Parte del problema está relacionado con la falta de programas sociales y de empleo viables y permanentes y, para quienes se impone o prefieren la opción de la informalidad, una política pública amplia y aterrizada, en la que importe el ser humano pero que sin sublimar el esteticismo no renuncie a la decencia y la higiene y sin autoritarismo garantice los derechos de todos y el acatamiento de la ley, que también exige replanteamiento en la medida en que los legisladores elaboran normas alejadas de la vida de las aceras. La alcaldesa fue coautora de un Código de Policía que ha tenido desencuentros con la realidad.


De paso, como con otros sectores sociales, debería haber un pacto de honor de todas las vertientes políticas para no utilizar las expectativas de miles de personas con promesas incumplibles. Desde el gobierno es deplorable ver a líderes desdecirse de sus anteriores manifestaciones de indignación frente a algún atropello, cuando les toca lidiar una situación similar, e incluso cambiar su posición frente al tema. Desde la oposición, si bien es valiosa la defensa de los derechos fundamentales, no se puede seguir promoviendo que la condición de vulnerabilidad exonera a los vendedores ambulantes de acatar normas de interés público.


Alexander reclama respeto como ser humano, el derecho al sustento, buen trato, políticas sociales y que las normas no terminen de aplastar a una parte de la población ya vapuleada por la falta de oportunidades, negación de derechos y desigualdad. La alcaldesa intercede por el respeto de la vía para los demás ciudadanos, el empleo adecuado de medidas de protección colectiva y el cumplimiento de la ley. Ambos tienen razón y la ciudad un enorme desafío.


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