Por: Guillermo Segovia Politólogo, abogado y periodista
Si de medir la hipocresía se tratara, en esta época de dobleces, basta con las declaraciones del Gobierno colombiano y su partido frente a la situación de Cuba. Se necesita ser caradura para exigir desde Colombia a cualquier Estado extranjero que garantice el derecho a la protesta y la libertad de expresión, cuando aquí, en los últimos dos meses (para hablar de lo más reciente), el tratamiento de enemigo que se le ha dado a las protestas contra Duque arroja una cifra dolorosa de muertes, desapariciones, personas heridas, contusas, mutiladas, pérdidas de ojos, agresiones a la prensa y presencia ilegal de civiles junto a la Policía en labores represivas.
No son entonces la derecha colombiana ni un sector súbdito de la prensa los más indicados para cuestionar lo que pasa en la isla, no obstante que en su esquizofrenia no les dé vergüenza salir al ruedo. ¿Cómo pueden sostener que se debe escuchar a un pueblo en las calles al tiempo que ese clamor se ignora de manera despreciativa fronteras adentro, se desconoce representatividad, se dan largas para ahogar conversaciones y, por su cuenta, el Gobierno establece una agenda recortada con la que intenta, con demagogia, disuadir la inconformidad?
Ahora, no es que en Cuba no pase nada o que lo que pasa sea menor. El 11 de julio irrumpieron y convergieron en distintos puntos, a partir de la iniciativa en San Antonio de los Baños, diversas expresiones de descontento, protesta, insubordinación y, cómo no, contrarrevolucionarias envalentonadas desde Miami. Esto se puede constatar siguiendo el cubrimiento mediático y de redes, puesto que una cosa es la espontánea rabia de vecinos angustiados por las carencias y restricciones agravadas por la pandemia, otra un movimiento cultural en auge que demanda apertura y otra, a diferencia de las anteriores, la bien planeada campaña que promueven grupos radicados en la Florida con apoyo de capital cubano americano y del Gobierno de los Estados Unidos que busca derrocar al régimen de La Habana.
Cuba padece una crisis económica de hondas repercusiones sociales por escasez y desabastecimiento; el atraso en infraestructura de servicios es notable; las dificultades de Venezuela han mermado sustancialmente la provisión de petróleo con el consiguiente impacto en la disposición de combustible; y el recorte del servicio de electricidad ha afectado a la población. La atorrante administración Trump echó para atrás los significativos esfuerzos y logros de Obama por el restablecimiento de relaciones diplomáticas y la normalización económica y comercial que había logrado notorios avances de bienestar con la llegada de remesas, la ampliación del turismo, la regularización del transporte aéreo, el acceso a internet y a redes, y la ampliación de la lista de productos importables por la isla.
Trump, en contubernio con la extrema derecha de su país, mayoritariamente republicana, y el bastión contrarrevolucionario miamense, revirtió ese proceso, endureció el bloqueo contemplado en la Ley Helms-Burton y adoptó medidas agravantes, lo que hoy obstaculiza que el enorme logro que significa para Cuba haber desarrollado su propia vacuna contra el covid-19 se vea reducido en la práctica ante las dificultades para obtener jeringas. Precisamente la pandemia vino a rematar el daño del indigno exmandatario: la isla se tuvo que cerrar al turismo (principal fuente de divisas) y encerrar a la población, con una caída del 11% del PIB para 2020 y demoledores efectos socioeconómicos.
Estados Unidos y la derecha latinoamericana abundan en esfuerzos por desconocer los efectos del bloqueo y la pandemia para tratar de demostrar al mundo el fracaso de un modelo —en crisis también por factores internos, es cierto—, ocultando hábilmente los efectos catastróficos del embargo, tan evidentes que toda la comunidad internacional representada en la Asamblea de Naciones Unidas —excepto el propio EE.UU., su aliado Israel, y este año la abstención insolidaria de Brasil y Colombia— lo ha condenado período tras período y ha exigido el cese de ese chantaje violatorio del derecho internacional y de los derechos humanos. Tanto pesa el embargo para Cuba que parte de la protesta tiene que ver con el fin de las facilidades otorgadas por acuerdo con Barack Obama.
Aún en tránsito a las repercusiones que la agresiva política de Trump implicaría, en 2019, la sociedad cubana aprobó reformas constitucionales orientadas a actualizar el modelo socialista en consecuencia con los cambios generacionales y con la ya casi total ausencia del mando histórico de la revolución con la muerte de Fidel y el retiro de Raúl Castro. Apertura a las minorías, a la iniciativa privada en pequeña escala y a la autonomía de la sociedad civil fueron algunos de los cambios refrendados por la población. Medidas que, para preocupación del gobernante Partido Comunista, se retrasaron fruto del burocratismo, las resistencias ortodoxas y el temor de los efectos ante el cambio de política estadounidense.
El remezón del 11 de julio, al parecer, sorprendió a la siempre bien informada dirigencia cubana que desplegó una acción represiva —disolución policial de protestas, detenciones, posibles enjuiciamientos en el marco del código penal interno y bloqueo de internet— y un discurso de condena generalizada contra el “intervencionismo”, sin reparar en algunas razones justificadas del descontento. Con el correr de los días, y respondiendo no obstante a las demandas de la calle, el Gobierno ha autorizado la introducción libre de impuestos de alimentos y medicinas por parte de viajeros en retorno, la devolución de libretas de alimentación a 300 mil personas excluidas por el ajuste económico, el reajuste de salarios y, actualmente, estudia la puesta en marcha de medidas para promover pequeñas empresas.
Si bien esas decisiones pueden bajar la presión por el lado social, en el aspecto político es evidente que en particular la juventud, con su destreza mediática y en redes, ha puesto en el centro del debate público asuntos como la libertad de expresión, el pluralismo y la diversidad en la agenda (o los ha enfatizado ante cierto desdén oficial). En esa demanda, goza de un amplio apoyo que va desde artistas emblemáticos de la revolución como Silvio Rodríguez, Haydé Milanés, Los Van Van, Revé, ‘Chucho’ Valdés hasta el escritor independiente Leonardo Padura —que en su última novela “Como polvo en el viento” da cuenta de la desesperanza y la diáspora sobreviniente—. Todas estas personas se encuentran en un anhelo: diálogo y reformas que recojan las demandas de la juventud cubana del siglo XXI sin renunciar al legado humanista de la Revolución.
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