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Tumbar la Historia

Por: Guillermo Linero Montes Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.


No quisiera dejar pasar por alto el fenómeno que hemos visto en Colombia, ahora en ocasión del paro nacional, con respecto al derribamiento —por parte de indígenas y otros sectores que participan de las movilizaciones— de algunas estatuas de los conquistadores Sebastián de Belalcázar, en Cali y Popayán, y la de Gonzalo Jiménez de Quesada, en Bogotá.


Pretender tumbar la historia semeja una acción alucinada e inocente si pensamos que uno no puede pasarse toda la vida peleándose con su pasado. Bajo tal entendimiento, pareciera ilógico tumbar monumentos, pues estos se erigen estrictamente en honor a personas o hechos pasados memorables; es decir, dignos de no olvidar porque les debemos algún beneficio concreto o porque buenamente nos maravillaron: fundaron pueblos, dieron la vida por la patria, rompieron récords, subieron a la luna o salvaron gatos.


Esos hechos ocurren de continuo y los héroes y personas hazañosas nacen todos los días. De ahí que un nuevo récord Guinness, para dar un ejemplo fácil, nos haga olvidar los récords anteriores. Así, muchos de quienes derriban estatuas en el mundo entero lo hacen simplemente porque no reconocen de quién se trata el homenajeado ni las razones por las que se le pretende inmortalizar; y, especialmente, porque no le ven el “récord Guinness”. Y no se lo hallan porque nuevos héroes y hazañosos les han sepultado con sus logros.


De ahí que muchas personas jóvenes derriben monumentos aparentemente porque sí; pues les resultan ajenos o echados al olvido; es decir, porque ya tienen reemplazo para ellos. Bajo tales presupuestos lógicos, es difícil pensar que la iconoclastia vaya a desaparecer o, al menos, no la inventada por León III —que era una política religiosa de métodos violentos —, sino aquella que va más lejos de lo sagrado e implica el desmonte de cuánto represente simbólicamente al oponente. Y no puede ser de otra manera, pues cada momento político de la historia trae consigo sus héroes y sus símbolos.


Por eso las banderas deben izarse solamente en los momentos políticos que las concibieron, mientras pervivan sus argumentos ideológicos y hasta cuando se les agote su cuarto de hora de poder. Lo corriente y natural que suceda es que aquellos signos tangibles o emblemáticos de un partido político, de un dictador o de un grupo de poder autoritario y déspota, pasen a ser —bajo la égida de otra doctrina de poder — símbolos de indignidad y vergüenza.


Basta recordar, a propósito de este tipo de iconoclastias, el derrumbamiento —que no la caída — del muro de Berlín, que tuvo la paradójica situación de ser interpretado y usado al tiempo por dos fuerzas de poder opuestas: el de la República Democrática Alemana, que lo entendía como una “protección antifascista”, y el de la República Federal Alemana, que lo veía como el “muro de la vergüenza”.


No es extraño, entonces, ni anómalo, que suelan pasar de moda los héroes, los hazañosos y quienes baten récords. Al decir del sociólogo humanista Tomás Moulian: “En un contexto iconoclasta, no resulta extraño el derribamiento de algunas estatuas que, para ciertos sectores sociales, representan imágenes de un poder que se rechaza o cuyo significado simplemente se desconoce”1.


En este segundo caso, cuando se desconoce el significado, la repuesta corriente no es derribarlo, sino que se des-monumentalice por falta de actualidad o vigencia del héroe, de la persona hazañosa glorificada o del hecho memorable. Y ante el primer caso visualizado por Moulian, cuando se trata de rechazar un poder, basta recordar que buena parte de los monumentos, donde quiera se hallen en Colombia, guardan historias de represión desde la conquista hasta nuestros días. Historias de autoritarismo y de conflictos ideológicos.


Sin embargo, la realidad de las protestas indígenas, incluidos sus actos de repulsa a determinados símbolos, no es por causa del pasado ni de la barbarie iniciada hace ya más de 500 años —genocidio que los redujo a unos pocos pobladores —. No, lo es porque todavía en el presente no se les han reivindicado los derechos arrebatados ni se les ha dejado de perseguir y asesinar, siempre con el mismo trasunto desagradable de querer quitarles —a ellas y ellos, que eran dueños del país entero — hasta el último centímetro de tierra que les quede.


De hecho, desde entonces, los indígenas no han dejado de reclamar sus derechos. Y todavía no conozco que hayan desistido de hacerlo alguna vez pese a que aún, 500 años después, el mundo no alcanza a solidarizarse con ellos contribuyendo a que se les restablezcan sus derechos ancestrales: derechos a sus territorios, a sus creencias y a sus costumbres.


Tumbar estatuas siempre se ha visto mal porque, como piezas historiográficas, parecieran ser indispensables en el relato de toda historia. Sin embargo, cuando se les ha derribado no ha sido por ello, sino porque los gobiernos de turno les siguen exaltando precisamente en los aspectos negativos, y les siguen exaltando casi que iconográficamente como quien adora a un santo.


En la Roma Antigua detestaban mucho a Nerón. Sin embargo, este mandó a construir una estatua de sí mismo a la que nombró “El Coloso Romano”. Esa estatua terminaría siendo un lugar de encuentros o algo así como un obligatorio cruce de caminos. Sin embargo, después de derrumbada, la gente no pudo dejar de recordarla con su nombre inaugural. Aquel recuerdo fue tan fuerte que, aun cuando Flavio decidió poner en su lugar un inmenso circo con su nombre —Amphitheatrum Flavium— para que la gente se divirtiera y olvidara a Nerón, fue imposible que así sucediera y todavía hoy, 2.021 años después de construido, le siguen llamando el Coliseo Romano, o más exactamente El Coloso de Nerón.


De la misma manera, cuando los talibanes ocuparon Afganistán y obtuvieron el poder, el mundo se asombró porque durante 25 días de continuas explosiones derribaron quizás las más grandes estatuas del mundo que replicaban la imagen de Buda porque, a su juicio, contradecían al Corán. El régimen islámico talibán muy poco duró y, luego de ello, desafortunadamente, poco se ha podido hacer para restaurar los budas. Pero, ¿quién olvida que en esos gigantes espacios vacíos de los acantilados de Bamiyán, en Afganistán, hubo un día inmensas esculturas con la imagen de su venerado Buda? Absolutamente nadie.


En los Estados Unidos, Cristóbal Colón es considerado como un esclavista y genocida, y apenas el año pasado en distintos estados tumbaron varias estatuas suyas. En Chile, en La Serena, fue derribada la estatua de Francisco de Aguirre, y en su lugar erigieron una con la imagen de ‘Milanka’, un personaje femenino representativo del pueblo precolombino.


Por eso es bueno distinguir en las historias de cada monumento cuánto son de ofensivos y cuánto sirven en su condición de objetos documentales o de valor museográfico. Yo desconozco a quién se le ocurrió la idea de los museos de la barbarie, pero, sin duda, son una solución a la bizantina discusión acerca de si las estatuas que glorifican personajes –siendo miserables a ojos de muchas personas– deben conservarse o no.


En la Alemania de posguerra, por ejemplo, se acordó la construcción de espacios –denominados museos negros– para la conservación de objetos, documentos y monumentos con el firme propósito de no olvidar que tras ellos hubo violencia y maltratos contra los derechos humanos.

De tal suerte, solo habría que reducir dicho debate a si efectivamente las estatuas deben ser conservadas en los lugares de honor y memoria de nuestro patrimonio cultural o si deben ser confinadas, también debidamente, en los museos de la barbarie –los museos negros– para que no olvidemos nunca sus atrocidades y así fortalecer una cultura dada a la no repetición de los errores.


1 Tomás Moulian, en entrevista con Deutsche Welle. https://www.dw.com/

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