Por: Guillermo Linero Montes
El pasado martes 8 de octubre, el Consejo Nacional Electoral-CNE, decidió formular cargos contra el presidente Gustavo Petro, por presuntas irregularidades -todas traídas de los cabellos- durante su campaña a la presidencia. Se trató de una decisión abiertamente motivada por la perversidad política de los enemigos del presidente, que son en esencia enemigos del pueblo que lo eligió. De ahí lo aberrante de esta decisión, que además desobedece las normas constitucionales con la sorna de la impunidad.
Ya el CNE había actuado con prevaricato en favor de los presidentes anteriores, archivando denuncias de fehacientes conductas ilegales; pero, ahora, es la primera vez que lo hace en contra de un presidente y con expresa actitud criminal, por cuanto la suya “es una acción contraria a la ley y considerada socialmente nociva, peligrosa o reprobable, pues se comete de manera voluntaria”, tal y como define la RAE la palabra crimen.
En efecto, investigar y levantar cargos contra el presidente es un acto de consciente criminalidad, por cuanto, desde los tiempos de Thomas Hobbes (1588-1679) -quien fuera uno de los perfiladores del estado moderno, pero muy reacio a legitimar la división de poderes- se sabe que la ruptura de la armonía entre las ramas del poder público, indefectiblemente provoca guerras civiles. Y desconocer el fuero presidencial, como lo ha hecho el CNE sin competencia alguna, es una vulgar ruptura del equilibrio estatal, que de consolidarse en su propósito de tumbar al presidente, indefectiblemente daría paso a una guerra civil, como lo advertía el pensador nombrado, también iniciador de la política moderna.
Si en Colombia existiera una cultura jurídica popular, o más exactamente, una ciudadanía con instrucción cívica, los magistrados del Consejo Nacional Electoral, con seguridad no se hubieran atrevido a investigar al presidente de la república y ni siquiera se hubieran atrevido a mencionarlo en las investigaciones realizadas a su campaña; ni tampoco los medios de comunicación, ni los periodistas malsanos, se hubieran atrevido a justificar semejante posibilidad; pues sabrían, unos y otros, que el pueblo al instante se les resistiría.
Sin embargo, resulta bastante raro que los magistrados del CNE -siendo tan sabios- no hayan sopesado la efectividad que hoy tienen las redes sociales en eso de propagar informaciones que involucran al pueblo, máxime si como en este caso, se trata de autoprotegerse de un poder mafioso -ya viejo conocido- que para mantener al pueblo esclavizado y torturado, se resiste al cambio.
Y resulta más raro que estos golpistas no hayan previsto que el pueblo ya no es idiota; pues, así le hayan negado la educación, nada han podido hacer para evitar que se mantenga informado, y las fake news y los periodistas malsanos que en un primer momento y en una sucia estrategia le funcionaron a la oposición para crear desconcierto, ya no engañan al pueblo fácilmente.
La decisión de los magistrados del CNE, de elevar cargos en contra del presidente, irrespetando su fuero, es en el mejor de los casos consecuencia del desconocimiento de nuestra constitución, o mejor, de la ignorancia del primigenio concepto de estado moderno, que la soporta. Un concepto proveniente de los tiempos de John Locke (1632-1704) -cuyo modelo precisaba que la verdadera división debería ocurrir precisamente entre las ramas ejecutiva y judicial- y proveniente de los tiempos de Montesquieu (1689-1755) -para quien más que separación debería haber contrapesos.
Unos y otros pensadores, tuvieron por cierto que la armonía ciudadana; es decir, el contrato social que luego de ellos esbozaría J. J. Rosseau (1712-1778), se funda precisamente en la autonomía de las ramas del poder. Autonomía que no le dan licencia de ruedas sueltas -como lo temía Hobbes-; pues, para cada una de ellas está prestablecido un mecanismo de control inequívocamente definido y limitado por la norma de normas, por la Constitución Política.
Así, a los magistrados los investiga y juzga la Comisión Nacional de disciplina judicial, el Consejo Superior de la Judicatura y la Fiscalía General de la Nación; a los congresistas los investiga y juzga la Corte Suprema de Justicia; y al presidente -como lo saben bien los magistrados del Consejo de Estado y los magistrados del CNE-, única y estrictamente lo pueden investigar, acusar y juzgar -en este mismo orden- la Comisión de acusaciones de la Cámara de Representantes, el Senado de la República y la Corte Suprema de justicia.
Pero lo cierto es que el contrato social sobre el que están instituidas las mentadas ramas, se debe a la voluntad del poder constituyente; es decir, al poder que construye las reglas de juego, y ese poder solo tiene un sujeto soberano: el pueblo. De igual modo, resulta aún más temerario, que los magistrados del CNE -que tuvieron educación y oportunidades económicas para llegar a los cargos que hoy ocupan- sabiendo que eso es así; sigan convencidos de sí mismos, sin advertir cómo luego de tanta tradición conservadora, esa mala costumbre de manejar la ciudadanía para idiotizarla ya se acabó.
En el presente, el pueblo ha demostrado -aunque esto sea difícil de comprender para los magistrados del CNE y para la extrema derecha- que perdió la inveterada manera sicofísica de aguantar vejámenes y opresiones. De tumbar a Petro, este pueblo de seguro voltearía al país y buscaría restituirle el poder; y si lo asesinaran -el presidente teme por su vida- no existe la menor duda de que lo remplazarían por siempre en sus propósitos.
Recordemos las ideas del sabio Günther Anders (1902-1992), para quien -visualizando desde su tiempo el nuestro- el uso de la violencia ciudadana sería la única arma posible frente a la violencia de regímenes y dictadores y frente a las amenazas a la democracia. No obstante, hoy no es difícil aseverar que se equivocaba con respecto al uso de la violencia como condición necesaria -o al menos no en el país potencia de la vida-, pero acertó mucho en eso de que los pueblos ya no se dejarían amenazar ni maniatar.
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