La historia de la guerra sucia no se puede repetir, pero se está repitiendo. El 7 de marzo, sicarios mataron a William Castillo en El Bagre, Antioquia. Era activista de derechos humanos, cercano a la Marcha Patriótica, y lideraba un movimiento que se opone a la minería a gran escala y a la ilegal en su región. La víspera, en plena cancha de fútbol en Soacha, Cundinamarca, desconocidos mataron a bala al joven comunista Klaus Zapata, comunicador social que colaboraba con publicaciones de izquierda y se había convertido en activista del proceso de paz. Una semana antes, el 1 de marzo, en el Cauca asesinaron a Maricela Tombe, líder campesina, en Tambo, quien era cercana al movimiento Congreso de los Pueblos, y en Popayán caía también bajo las balas Alexander Oime, líder indígena. El viernes esta ola de crímenes cerró con la muerte en Arauca de Milton Escobar, también de filiación comunista.
Eso no es todo. En Putumayo han acabado con la vida de nueve personas de movimientos sociales de base. En Tumaco han vuelto las oleadas de homicidios. Una líder del Catatumbo tuvo que huir de la región por amenazas. En Chocó y Bajo Cauca se han presentado combates entre fuerzas conjuntas de Farc y ELN contra el llamado Clan Úsuga, y en el Baudó hay desplazamientos masivos como no se veían desde hace casi una década.
Las alarmas están encendidas. “No tengo duda de que se ha activado un plan para matarnos”, dice César Jerez, vocero de la Asociación de Zonas de Reserva Campesina y militante de la Marcha Patriótica. Los movimientos sociales y de izquierda, entre ellos la UP, claman una reacción menos burocrática del gobierno y la Justicia. En redes le imploran al gobierno que no los deje a merced de las fuerzas oscuras. “El gobierno tiene la misma posición de siempre. Dice que son casos aislados, que son las bacrim”, se queja Jerez. Y agrega: “¿Cómo es posible que con toda la tecnología militar que tienen no puedan neutralizar a estos grupos? ¿Por qué nunca se investigan las amenazas en nuestra contra?… Al hijo de Uribe lo amenazaron por internet y al otro día estaba detenido el culpable. Eso nunca ha ocurrido con nosotros”.
Mientras todo esto pasa en Colombia, en la Mesa de La Habana se discute sobre el fin del conflicto y uno de los puntos cruciales son las garantías de seguridad para las Farc, para los movimientos sociales donde tienen influencia, y para las regiones epicentro del conflicto. En realidad, para todo el país pues las bandas criminales, según reportes del año pasado de la Fundación Ideas para la Paz, están en 338 municipios de 23 departamentos. Y siguen creciendo y mutando. Los miembros de las Farc temen que los asesinen cuando dejen las armas. El gobierno les promete que no será así. Pero si la guerrilla se desarmara hoy, aquel difícilmente podría cumplir su palabra.
¿Qué son?
El paramilitarismo, tal y como lo conoció el país en décadas pasadas, ya no existe. No hay un Carlos Castaño con cananas y fusil al hombro, con un incendiario discurso de derechas. El fenómeno criminal que se expresa hoy es más complejo y menos controlado, pero no por eso menos preocupante. El gobierno se niega a llamarlo paramilitarismo, pero sectores de la institucionalidad piensan que si no se actúa de manera rápida y eficaz, sí puede terminar como un nuevo esquema paramilitar que sabotee el proceso de paz. Sean o no un fenómeno político, estos grupos están salidos de madre y las estrategias para combatirlos que el gobierno ha probado hasta ahora son insuficientes.
Para Ariel Ávila, de la Fundación Paz y Reconciliación, las bandas criminales actúan en tres modalidades. 1) Algunas de ellas son grupos similares a las antiguas autodefensas, casi siempre comandadas por exmiembros de las AUC, que tienen relaciones con políticos, mando de tropas, que incluso disputan territorio en combate con las guerrillas u otras bandas, y que cuidan intereses de testaferros de los negocios ilícitos. Esta modalidad corresponde, según el analista, al 40 por ciento de lo que hoy son las bacrim. 2) Un 30 por ciento son grupos regionales que están solo para cuidar las rentas ilícitas, cada vez más jugosas. 3) Pero otro 30 por ciento, según Ávila, es el más delicado. Son mercenarios y asesinos a sueldo cuyo principal negocio es ‘vender’ violencia al mejor postor. Estos se prestan para matar a líderes sociales que resultan incómodos para los intereses de algunos grupos de poder en las regiones.
El problema es que el Clan Úsuga –o Urabeños–, la más grande de las nueve bandas que hay en el país, usa las tres modalidades según la zona. Así como en Chocó entran en combate con las Farc y el ELN, en Buenaventura o Barrancabermeja controlan bandas locales pequeñas y fragmentadas. Y cuando se trata de hacer limpieza social o guerra sucia contra la izquierda se hacen llamar Águilas Negras. Una caracterización similar a la de Ávila tiene la Policía.
Aun así, el viceministro de Defensa, Aníbal Fernández de Soto, le dijo a SEMANA que las bacrim “no son una amenaza para la seguridad nacional y su capacidad de afectación ha sido disminuida en los últimos cinco años. Sí pueden ser una amenaza en algunas zonas del país para efectos de la consolidación de los acuerdos de paz”. Esto es grave porque tal como ha constatado la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, en cabeza de Todd Howland, se está produciendo un vacío de poder en muchas regiones, que están llenando otros actores, sean bacrim, ELN o EPL. La pregunta es ¿dónde está la fuerza pública? ¿Qué está haciendo el casi medio millón de efectivos militares y de Policía?
Los saboteadores
Es cierto que en todo proceso de paz hay saboteadores, y estos grupos son parte de ellos o actúan como instrumento de quienes no quieren una paz en los territorios. Si se revisa la historia de anteriores negociaciones con la guerrilla, hay razones para preocuparse. Tal como documentó María Teresa Ronderos en su libro Guerras recicladas, la primera época de paramilitarismo en Colombia fue una respuesta de ganaderos, militares, mafiosos y políticos que vieron amenazado su statu quo con una posible entrada de las Farc a la política mediante la Unión Patriótica, durante el proceso de paz de Belisario Betancur. Ese desangre, entre otros factores, conspiró para que ese intento de paz nunca llegara a feliz término.
Casi dos décadas después, cuando Andrés Pastrana intentó un nuevo proceso de paz en el Caguán, el paramilitarismo se expandió a sangre y fuego por el país y logró montar un proyecto político de captura del poder regional, que se conocería como la parapolítica, cuyo objetivo también era impedir que la guerrilla entrara a la vida política. La pregunta es si hoy, cuando parece inminente el desarme de las Farc, se puede seguir mirando la violencia emergente como una actividad criminal o si habría que considerarla una nueva guerra sucia encaminada a boicotear la apertura democrática y los cambios que prometen los acuerdos de La Habana, que tocan intereses de poderes mafiosos instalados de facto en muchos lugares del país.
Mapa de influencia del Clan Úsuga
¿Está fracasando el Estado?
En La Habana este tema causa una comprensible inquietud. Algunos de los negociadores de las Farc comentan preocupados, sin ironía, que si el Estado no es capaz de doblegar a Otoniel Úsuga, jefe de los Urabeños, luego de más de un año de haber prometido hacerlo, está quedando en ridículo. “Puede que el Estado no venza a una insurgencia, pero a un delincuente del común es increíble que no lo haga”, dicen.
En el caso de las bandas criminales, las autoridades han capturado a más de 20.000 personas en los últimos diez años, y han muerto en acciones de la fuerza pública varios mandos importantes como Cuchillo, Megateo, Pijarvey y Puntilla. Sin embargo, está claro que las bandas son como la cola del lagarto, que luego de cortada vuelve a salir. Y es inexplicable que por tantos años se actúe con la misma estrategia, aunque esta haya demostrado ser, por decir lo menos, insuficiente y fallida.
Algo similar está ocurriendo con las incautaciones de drogas y de máquinas de minería ilegal. Esos resultados operacionales engrosan cifras, pero en la realidad los cultivos de coca están disparados, como reconoció el propio ministro de Defensa. De hecho, se espera que las cifras de 2015 superen las 100.000 hectáreas, cifra cercana a la que tenía el país antes del plan Colombia. La minería ilegal sigue galopante. A eso se suma el incremento de la extorsión, el microtráfico, el jugoso negocio de la trata de personas, y una duplicación de todas estas rentas por cuenta del precio del dólar. Más plata para estas mafias significa más armas, más control territorial, más capacidad de corrupción y más alianzas macabras.
La captura de los verdaderos responsables de este sistema criminal es la excepción y no la regla. Como en la lucha contra las drogas, se está afectando el eslabón más débil de la cadena. Mientras tanto, el problema sigue imparable y con un horizonte de incertidumbre sobre qué tanto van a crecer y qué tanto daño están en capacidad de producirle a un país que lucha por entrar en una etapa de construcción de paz territorial. El viceministro Fernández de Soto asegura que hay un cambio de estrategia y que los esfuerzos recientes están dirigidos a los eslabones fuertes de estos grupos. Pone de ejemplo la captura de Eduardo Otoya, que lavaba activos del Clan Úsuga en el nordeste de Antioquia, quien llegó a ser presidente de la Frontino Gold Mines en Segovia, y de Continental Gold en Buriticá, Antioquia.
Pero algunas voces críticas creen que hay problemas más de fondo. Howland, por ejemplo, piensa que el asunto más complicado es la corrupción. “Cuando se desmovilizaron las AUC no se logró romper el vínculo entre fuerza pública y la ilegalidad. Esa es la raíz del problema. Si no hay una fuerza que actúe con transparencia, hay un problema muy serio dentro del Estado colombiano y los grupos van a seguir”.
La corrupción también se convierte en obstáculo para desarrollar un factor clave: la participación de las comunidades en el problema de la seguridad de las regiones, pues, sin confianza en las instituciones, la gente no puede dar información. Para Howland, así como para otros organismos internacionales, como la misión de la OEA, la estrategia que se adopte para reconocer las diferencias regionales es clave y debe atacar el problema desde sus particularidades, porque en cada zona actúan de manera diferente. Por eso, la corrupción, en tanto lesiona la legitimidad del Estado, se está convirtiendo en un problema de seguridad ciudadana. A eso hay que sumarle que esta también campea en los sectores de la Justicia y la política en zonas de alta influencia de la economía ilegal y de grupos armados. Es decir, el coctel molotov del reciclaje de la violencia está servido, aun antes de que se firme el fin de la guerra con las Farc.
Actuar rápido y con nuevas estrategias
¿Qué se plantea en la mesa de La Habana sobre el neoparamilitarismo?
Aunque la opinión pública se ha concentrado en el problema del cese del fuego y de la dejación de armas, el punto tres de la agenda de La Habana, sobre el fin del conflicto, tiene varios ítems que se refieren a las garantías de seguridad, combate al crimen organizado y esclarecimiento del paramilitarismo. Una subcomisión, en cabeza de Óscar Naranjo por parte del gobierno y de Pablo Catatumbo por las Farc, viene trabajando en fórmulas que, de aplicarse, le darían un vuelco a lo que ha sido hasta ahora la lucha contra las bacrim. Estas son algunas de las ideas que hay sobre la mesa.
1. Casos ejemplarizantes. Tomar una región y enviar cuerpos elites de fuerza pública, jueces, fiscales y funcionarios a prueba de corrupción para demostrar que con transparencia se pueden obtener resultados.
2. Que se cree un grupo multidimensional para afrontar el problema, con jueces especializados e itinerantes. Esto incluye una fuerza de reacción rápida para identificar y capturar a los promotores de estos grupos que son invisibles, apoyado en una unidad especial de lavados de activos.
3. Control y veeduría a la seguridad privada y a servicios de inteligencia. Para las Farc, la seguridad privada y la falta de información sobre las actuaciones de los organismos de seguridad son riesgos potenciales para su futuro.
4. La creación de un Consejo Nacional de Seguridad para el posconflicto con réplicas regionales, en el que estén las Farc, el gobierno y la comunidad internacional.
5. Un proyecto que permita el sometimiento a la justicia de manera colectiva para las bacrim –con algún modelo de reinserción–, y no solo incentivos individuales para acogerse al principio de oportunidad.
6. Que la institucionalidad cope el territorio con participación de las comunidades. Ello implica desarticular las economías ilegales y, por tanto, darle también una dimensión social al problema.
7. Lograr acuerdos regionales para la convivencia y realizar diálogos entre diferentes sectores para ponerle freno a la violencia emergente.
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