Que Viva
- Laura Bonilla
- 16 jun
- 5 Min. de lectura
Por: Laura Bonilla

El ruido de las cosas al caer es uno de mis libros favoritos. Juan Gabriel Vásquez crea con maestría personajes que pueden ser uno, que se obsesionan con un acontecimiento, que la vida les cambia de formas impensables. Solo se necesita un evento, un segundo, para que la vida de uno — o la vida del país— se paralice.
En Colombia, donde lo íntimo y lo público se cruzan a punta de balas, cada generación ha tenido ese segundo en que el tiempo se fractura. Cada persona recuerda el propio.
El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán lo fue para mi bisabuela, nacida en 1910. La muerte de Carlos Pizarro fue el de mi madre. El mío fue el asesinato de Jaime Garzón. Cuando ocurrió el atentado de Miguel Uribe estaba con mi hija de trece años y algunas de sus amiguitas. No puedo evitar pensar si este será ese segundo, ese momento de fractura para ellas.
En Colombia se mata mucho. Hay que decir que cada vez menos. Hoy mayoritariamente se mata por riñas, por dinero, por encargo. Se mata en la noche, con armas de fuego que entran al país como si nada, sin controles ni trazabilidad. Se mata por odio, sí, pero también por negocio. Como el adolescente contratado por una red de sicariato que disparó a Miguel Uribe el 7 de junio. Dos balas en la cabeza, una en una pierna. Con una Glock 9 milímetros, comprada legalmente en Arizona e ingresada ilegalmente aquí. Pudo haber entrado en un contenedor con armas, de los muchos que hoy no se incautan. Pudo traerla un individuo con papeles falsos. El hecho es que logró llegar a una olla en Engativá, luego a una red de sicarios, luego a un adolescente en cuya cabeza llegó a caber la idea de quitar la vida por dinero.
Yo soy de la misma generación que Miguel Uribe. Gente que ronda los cuarenta años. Yo vi a Galán morir a los ocho años. Él, a los tres.
A mí me crió una madre exguerrillera del M19. A él, lo crió su abuela tras perder a su madre periodista, Diana Turbay, asesinada en medio de una escalada de terror auspiciada por el narcotráfico. En 1991 yo celebré el regreso a la paz de mi madre y de muchos otros. Ese mismo año, a Miguel Uribe le quitaron la suya.
La violencia política de la década, con ese tufillo mafioso que siempre ha tenido la violencia política, nos quitó a Carlos Pizarro, a Álvaro Gómez Hurtado, a Bernardo Jaramillo Ossa, a Rodrigo Lara Bonilla, a Chucho Bejarano, a Guillermo Cano, a Eduardo Umaña, a Héctor Abad Gómez, a José Antequera, a Silvia Dussán, a Mario Calderón y a Elsa Alvarado, e innumerables sindicalistas.
Con el asesinato de Jaime Garzón, unos y otros gritamos “país de mierda”. Nunca me he podido quitar la sensación de que indefectiblemente nos quitan lo mejor de nosotros.
A nuestra generación, de ahí en adelante nos tocó testificar un país donde el Estado estuvo en crisis, se abrió la economía, se cambió la constitución. Nos hicimos adultos viendo seis millones de personas ser desplazadas y once millones de hectáreas despojadas. Diez millones de víctimas, según la Comisión de la Verdad.
Vivimos la promesa democrática, la explosión y fragmentación de partidos, la frustración de quienes llegaron a hacer una vida después de las armas, la tristeza de los que en esa época perdían a los suyos.
La degradación de la guerra que en los años noventa implicó el secuestro —del cual llegamos a tener 3.000 casos al año al final de la época—. El drama de la desaparición forzada de 127 mil personas con sus respectivas familias que aún los buscan.
Yo fui al Caguán en un bus estudiantil y empecé a conectarme en el movimiento pro-paz. Miguel Uribe tendría 14 años y probablemente en su casa la posición frente a las negociaciones de paz era muy distinta.
Su padre se hizo un lugar en el Centro Democrático. Yo me fui de mi casa materna para estudiar en la Universidad Nacional apenas un año antes de que Álvaro Uribe fuera presidente.
Luego vino la seguridad democrática y mi generación aprendió que no todo lo que se llama victoria lo es. Se recuperaron carreteras, se asesinaron jóvenes en los infames falsos positivos, y el país vivió como nunca un gobierno polarizador.
Aún recuerdo los epítetos del momento: “guerrilleros vestidos de civil” se le decía a la sociedad civil. La furia y el odio fueron parte de la popularidad del entonces presidente.
Vimos a Salvatore Mancuso de traje en el Congreso, haciendo una entrada triunfal que terminó en extradición silenciosa. Luego a los jefes paramilitares extraditados. Luego al 35% del Congreso verse vergonzosamente involucrado en escándalos paramilitares.
Hicimos la investigación de la parapolítica. Varios nos exiliamos. En el 2011 Miguel Uribe entró a las toldas liberales y, con tan solo 25 años, fue elegido concejal de Bogotá.
Yo volví de España, país que me acogió en mi exilio. Vino un nuevo ciclo violento con los asesinatos a reclamantes de tierras.
El conflicto, después de la seguridad democrática, se mutaba hacia unas bandas criminales, por una parte; a unas FARC más dispuestas a la negociación política, y un ELN errático que no tomaba la decisión.
Los secuestros no eran una constante y, a partir de ahí, el homicidio también mostraba reducciones. La criminalidad organizada se sofisticaba y se hacía más invisible, más silenciosa y eficiente.
Me hice madre en el año 2012. Mi generación se hizo adulta, con muchas resistencias. Llegaron las negociaciones de paz, se desmovilizaron las FARC, entró el posconflicto, llegaron las disidencias, llegó la pandemia, el estallido social sacudió el país.
Gustavo Petro, el más semiocrático de los líderes de izquierda del país, con una retórica apasionada por los símbolos y sin miedo a la polarización, fue quien concentró la ansiedad social por el cambio y ganó la presidencia.
Pero todo esto ya hace parte del país con el que crecen las infancias de hoy. Su generación está ya marcada por todo esto.
Y en medio de todo esto, esa es la realidad. El 7 de junio fue justamente Miguel Uribe la víctima de la mutación de la violencia política que da la vuelta. Su atentado trae horribles recuerdos a la memoria, aunque no es ni de cerca lo que vivimos en los noventa.
La explicación de que fue el odio de Petro el que disparó la bala, o su discurso altisonante y odioso en muchos casos, no es verdad. El odio es la emoción más antigua que llevamos por dentro. Estalló con la rabia en el estallido social, pero no fue quien contrató una red de sicariato.
Si algo tiene el odio en la historia de nuestras generaciones es que nos ha hecho ciegos. Por ejemplo, hoy se habla de la imposibilidad de hablar. Porque hay estrategias, porque hay elecciones, porque llamar a la calma es considerado ingenuidad.
Porque lo que sí produce el odio es la profundización de identidades cada vez más chiquiticas, más mezquinas, más dolorosas. Me perdonarán mis lectores mi honestidad brutal, pero quisiera dejar una alerta ingenua para estas elecciones. Nos están llevando como borregos por un camino muy conveniente para la violencia mafiosa o criminal, que sigue su rumbo mientras nosotros solo vemos nuestros pequeños “ismos” y ponemos toda nuestra fe en individuos.
Lo hicimos con Álvaro Uribe, lo hacemos con Gustavo Petro.
Quiero de corazón que Miguel Uribe pueda volver a su casa, a su familia, a la política. Aquí hemos vivido los mismos hechos con distintos equipajes y trayectorias. El odio no disparó, pero crea todo tipo de justificaciones infames. Pero tengo que decir que lo que más quiero es que viva.
Que ese segundo de violencia ya pasó a la historia, ya pasó a ser parte de la narrativa de las generaciones más jóvenes que lo vivieron. También de la nuestra.
Lo que no quiero es que ese segundo lo arruine todo. Quiero, simplemente, que viva. Que vivamos.
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This hit me hard. The way you weave personal experience with the broader history, the sense of constant, lurking violence... it’s heavy. That line about “guerrilleros vestidos de civil” just stuck with me. It's easy to fall into those kinds of traps...
I remember being SO optimistic about the peace process, and then… well. It feels like being stuck in a really badly designed Flappy Bird level, always just missing the gap. I just keep hoping that maybe, somehow, we can get past this. And I wholeheartedly agree - Miguel Uribe needs to live. We all do.
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