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Petro encerrado en el laberinto de la seguridad

Por: Laura Bonilla



No sé si soy solo yo, pero tengo la percepción de que el debate público sobre temas fundamentales, lejos de ser una sana y democrática confrontación entre opuestos, de la cual – en teoría – deberían surgir las mejores soluciones posibles, está sumido en una profunda estupidez. Hay muchos temas que pueden servir de ejemplo, pero me voy a centrar en el más evidente para mí, quizás porque es mi sector: la paz y la seguridad.


La estupidez radica en que cualquier debate posible solo termina en una cosa: se está o no se está con el presidente. Se apoya o se rechaza. En caso de ser de alguno de los sectores que apoyan, nada se critica. Si se es partidario del rechazo, es imposible reconocer algo. Esto no es nuevo. Durante muchos años, la seguridad en Colombia fue meramente parte del discurso de políticos identificados como de derecha, siempre del lado del combate frontal – pero solo de forma discursiva – mientras desde los sectores de izquierda se reclamaba la violación de los Derechos Humanos y el abuso de la fuerza, y se demandaban intervenciones o programas sociales que redujeran las condiciones que favorecen la delincuencia o la violencia.


Cuando la izquierda llegó al poder en varios países de América Latina, esa división se desmoronó. La seguridad es un bien público y cualquier intención de mejorar la vida de la gente, sus condiciones económicas vitales, el buen vivir, el desarrollo humano, o cualquiera de los conceptos asociados a la calidad de vida, pasa por que la gente pueda hacer su vida tranquila y segura. Y claro, la fuerza legítima del Estado es vital para ello, como también lo es que esta tenga límites claros, pleno respeto por la democracia, los Derechos Humanos y el Estado de Derecho.


En Colombia, donde la alternancia llegó tardíamente, llegamos con prejuicios a este debate, con un adicional: nosotros, además de los retos más comunes para la seguridad como el crimen organizado o la delincuencia, tenemos que resolver décadas de conflictos armados violentos. En vez de analizar la evidencia para tomar decisiones informadas y saber qué sirve y qué no sirve a la hora de dar seguridad y tranquilidad a las regiones que más sufren por las acciones violentas, nos enfocamos en una nueva dicotomía, a mi juicio tonta: o paz o seguridad. O mano dura o “presencia integral del Estado”, que es otra de nuestras invenciones, más bien vagas, donde uno no sabe exactamente a qué se refiere.


Para salir de este entuerto, en primer lugar, necesitamos llenar de contenido el debate y sacarlo de peleas vagas e identitarias. Por ejemplo, lo más importante de la Misión Cauca que anunció el gobierno es que efectivamente se implemente. Y ojalá también se tenga Misión Catatumbo, Misión Urabá o Misión Caquetá. Pero para eso se necesita primero entender que hoy no tenemos herramientas administrativas o diseños institucionales con los que podamos tener intervenciones coordinadas y de largo plazo, y no una serie de proyectitos y programitas – perdón por los diminutivos, pero es que en realidad son inanes – que sirven para contestar oficios y no para producir resultados. Necesitamos vehículos y mecanismos con los cuales el Estado pueda competir económica, política y militarmente con el crimen organizado y hacerlo a largo plazo. No nos sirve de nada abandonar en dos años lo que se ha podido avanzar.


Pero eso también nos lleva a que es necesario producir las condiciones para ese avance, y en eso hay que mantener abierta la puerta de la paz, de la negociación o del sometimiento. De una forma mucho más ordenada y estratégica de lo que se está haciendo, es verdad, pero también con incentivos atractivos a favor de la legalidad y la paz, lo que pasa por recuperar la confianza en que el Estado puede cumplir. Y en cumplimiento, Colombia lo ha hecho fatal desde el tratado de Wisconsin en 1902. Como he sostenido a muchos de mis colegas analistas: la paz no produjo el incremento de la violencia, pero la idea de que la mera negociación pacífica tampoco es verdad. Los grupos hoy no son las guerrillas de antaño, no quieren la misma oferta, ni tampoco el país es el mismo que en los noventa.


Todo esto para decir dos cosas en la coyuntura de hoy: me preocupa profundamente que la negociación que celebro se haya abierto con la Segunda Marquetalia termine empaquetando un cese al fuego y entorpezca los potenciales avances de la Misión Cauca u otros esfuerzos para avanzar en la recuperación del control territorial. Al mismo tiempo creo que el gobierno debe ser más honesto y reconocer que no se tienen instrumentos eficaces y eficientes para cumplir con la idea de "se va acordando y se va cumpliendo". No está funcionando. Hoy, hasta un programa de transferencias como Jóvenes en Paz tiene serios problemas de ejecución. Y lo que puede ocurrir es que se siga alimentando la frustración, ya no solo de los propios grupos armados, sino de las comunidades que decimos proteger.


PD. En el mes de julio lanzaremos nuestro informe de paz total, donde trataremos de dar información balanceada y proveer evidencia para salir de esta dicotomía tan tóxica entre paz y seguridad.

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