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Palacio de Justicia: 35 años de ignominia

Por: Guillermo Segovia. Columnista Pares.


La masacre del Palacio de Justicia es uno de los hechos más execrables de nuestra historia. Una salvajada que discurre de forma clara, grotesca y miserable ante los ojos absortos de cualquiera en los videos que testimonian la barbarie cometida el 6 y 7 de noviembre de 1985. Una carnicería iniciada por una delirante acción guerrillera del M19 y conjurada, sin contemplación humana, por el gobierno de Belisario Betancur, rebasado por las Fuerzas Armadas, que se había estrenado blandiendo la bandera de la paz y había prometido que no se volvería a derramar “ni una gota más de sangre colombiana”.


Qué imagen puede ser más bestial que una decena de tanques urutú irrumpiendo a cañonazos, tras parada marcial en plena Plaza de Bolívar, en un recinto en el que 35 guerrilleros se potenciaban para controlar más de 300 rehenes y repeler el ataque de la fuerza pública que llegó a concentrar tres mil efectivos en la retoma, descargando rockets, fusiles, pistolas, metrallas, bombas, granadas y lanzallamas.


Total desdén por la vida y el Derecho Internacional Humanitario. Pírrica forma de “mostrarle al mundo cómo se combate al terrorismo”, al decir del comandante del ejército, Rafael Samudio, y macabra manera de “mantener la democracia, maestro”, como manifestó presuntuoso el entonces coronel Plazas Vega.


Resultado del demencial tiroteo y el pavoroso incendio provocado de la sede judicial: cera de cien muertos, muchos de ellos incinerados, incluidos los miembros del comando guerrillero, varios con cargos de dirección en la organización -algunos capturados y eliminados-, once miembros de la Fuerza Pública y organismos de seguridad y parte de la cúpula de las altas cortes, en particular de la Corte Suprema de Justicia. Once desaparecidos y una guerrillera, Irma Franco, trasladada a instalaciones militares, torturada y asesinada.


El eminente criminólogo Alfonso Reyes Echandía, Presidente de la Corte, murió de un balazo que no provenía de armas de la guerrilla, según testimonio de su hijo, el exministro de Justicia, Yesid Reyes Alvarado, al igual que su colega Manuel Gaona. El magistrado auxiliar Carlos Urán, fue sacado vivo, eliminado y regresado al lugar. Su familia lo identificó en el anfiteatro con signos de tortura y un tiro de gracia. La manipulación de la escena del crimen y de los cuerpos, lavados y amontonados y luego inhumados indistintamente, impidió determinar la causa de muchas muertes, pero en algunas en las que fue posible, el patrón fue similar.


Los once magistrados, sus auxiliares y colaboradores muertos constituían la que se ha considerado una de las más insignes cortes de la historia judicial del país. “-Que después les hagan monumento”, se escucha en una comunicación militar.


Una Corte civilista aniquilada


Los magistrados Alfonso Reyes E., Manuel Gaona, Carlos Medellín, Ricardo Medina y los magistrados auxiliares Emiro Sandoval y Carlos Urán, entre otros, eran juristas de orientación liberal, defensores de los Derechos Humanos, críticos de la democracia restringida de cogobierno con las Fuerzas Amadas y de justicia castrense aplicada a los civiles, que en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional imperaba en América Latina a instancia de Estados Unidos, en desarrollo de la “Guerra fría” de confrontación con el comunismo, el “enemigo interno”, denominación que volvió sospechosa la protesta social.


Cerca de millar y medio de procesos por violaciones a los Derechos Humanos por militares, cursaban en la Corte, que ya había producido la primera condena que involucraba al Ministro de Defensa, Miguel Vega Uribe, suegro del coronel Luis Alfonso Plazas Vega, Director de la Escuela de Caballería, al mando in situ de los operativos del Palacio. Vega comandaba el Cantón Norte, la víspera de año nuevo de 1980, cuando el M19 sustrajo por un subterráneo 5 mil armas y activó la cacería contrainsurgente del ejército, una oleada represiva contra la que se levantaron sectores políticos y sociales en el Primer Foro Nacional por los Derechos Humanos.


A consideración del máximo tribunal se encontraba la demanda de constitucionalidad del Tratado de Extradición con EE.UU., del que era partidaria la mayoría, por lo cual recibían presiones de la poderosa mafia del narcotráfico en ascenso y conquista de fracciones del poder, con amenazas de muerte que casi siempre se cumplían.


Estudiaba también los expedientes con solicitudes de aplicación de dicho acuerdo, cuya quema esgrimieron el gobierno, los militares y los medios como objetivo de la toma con supuesta financiación de la mafia. Acusación que ha hecho carrera en series televisivas pero fue desmentida por exmiembros del M19 ante la Comisión de la Verdad, surgida de los acuerdos de paz con las Farc. Por otra parte, la existencia de copias de las solicitudes en la cancillería y la embajada americana desvirtúa que esa fuera la razón de la operación guerrillera.


En la Constituyente de 1991, mediante acuerdo, en medio de una criminal arremetida de la mafia, el gobierno Gaviria, la dirigencia política y el desmovilizado M19, prohibieron la extradición.


Los desaparecidos evitaron el olvido


Las familias de las personas desaparecidas han estado sometidas durante 35 años al más doloroso caso de desidia por parte del Estado colombiano, que salvo actuaciones puntuales de la justicia, se desentendió de la situación de trabajadores y trabajadoras de la cafetería de Palacio y algunos visitantes, sobre quienes recayó la sospecha de los militares de haber guardado armas, pertrechos y comida para el comando guerrillero. Las investigaciones han concluido que los empleados de la cafetería pertenecían a familias humildes, algunos cursaban estudios profesionales y probablemente fueron asesinados luego de padecer torturas.


En diciembre de 2014, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano a responder por tres de esos casos y al gobierno de turno a pedir perdón público.

Después de una defensa jurídica innoble y mediocre -iniciada en el mandato Álvaro Uribe-, el gobierno aceptó el fallo y tras dilaciones, en el 30 aniversario, el gobierno de Juan Manuel Santos realizó una formal declaración de responsabilidad ad portas de tener que rendir cuentas a la CIDH sobre el cumplimiento de la sentencia, y se comprometió protocolariamente a contribuir con la búsqueda de la verdad sobre los desaparecidos.


Al acto no asistió la cúpula militar ni el derechista Procurador General de entonces, Alejandro Ordoñez, quien pidió la absolución de los militares implicados en las desapariciones y que, en vista de la identificación de tres de los desaparecidos, se redujera el pago de la indemnización ordenada por la CIDH. Años atrás, ante decisión de un tribunal nacional de vincular al expresidente Betancur y la cúpula militar, Santos repudió la medida y pidió perdón a los involucrados. Reacción similar desató un llamado en el mismo sentido en noviembre de 2015. Los procesos se archivaron.


Una acción alucinada


La toma de la sede del poder judicial por el M19 fue un ofuscado, angustiado y errático acto de guerra de una organización insurgente que trataba con violencia de rehacer los acuerdos de paz suscritos con el gobierno de Belisario Betancur, una paz armada negociada y mal avenida, en medio de constantes refriegas provocadas por la ostentación guerrillera y la no disimulada animadversión de las Fuerzas Armadas y del grueso del establecimiento.


Una acción temeraria, por diversas razones, atolondrada y obstinada, advertida y debidamente anticipada por el ejército que la repelió casi de inmediato y con un objetivo definido: “hay que acabar con todo”, o como señala una de las sentencias de la Corte Suprema: “aniquilar al enemigo”. Una de las líneas de investigación que adelantó la Fiscalía se orientó a examinar si los guerrilleros fueron conducidos a la “cueva del ratón” por unas fuerzas armadas hastiadas de sus andanzas y humillaciones y poco afectas a tanto “abogado comunista”.


Con la “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, según la proclama de “demanda armada”, inspirada en un pronunciamiento del líder liberal y militar Rafael Uribe Uribe durante la Guerra de los Mil Días de comienzo del siglo XX, preparada para hacerse pública una vez copado y controlado el palacio, el M19 pretendía, a través de un derecho de petición a la Corte Suprema de Justicia, enjuiciar al gobierno Betancur por los incumplimientos a los acuerdos de paz que, en su análisis, constituían un documento jurídico-político extra constitucional vinculante para las partes. Un absoluto delirio.


Para entonces, al decir del exministro de gobierno, Jaime Castro, el gobierno había logrado el desprestigio político del M19, éste había recibido bajas de alto valor, aunque realizaba operativos de gran impacto (atentados contra el Ministro Castro, el General Samudio y guarniciones militares), la Corte Suprema tenía enemigos en varios frentes y las Fuerzas Militares y los adversarios de los acuerdos habían copado el escaso margen político con que Betancur inició su política de paz.


Tal como lo han reconocido miembros sobrevivientes del M19, incorporados a la vida civil, tras acuerdos con el gobierno de Virgilio Barco en 1989, la toma del Palacio de Justicia constituyó un error político garrafal derivado de un equívoco análisis de coyuntura, una ligera valoración de la correlación de fuerzas y una ingenua apreciación sobre cómo reaccionaría el gobierno. El golpe militar y político recibido y el daño causado, la muerte de sus comandantes Ospina y Fayad en los meses siguientes, el contexto del fin del socialismo soviético y una nueva lectura de la realidad, llevaron a ese grupo a la paz.


Las injustificables razones de Estado


La errónea creencia de que el gobierno preservaba el mando sobre la Fuerza Pública y que protegería a la rama judicial, y, por tanto, aceptaría negociar, llevó al M19 a realizar la toma. La súplica desoída del presidente de la Corte, Alfonso Reyes: “por favor, que cese el fuego”, que aun retumba y duele, patentizó la equivocación. De pronto, no porque el presidente de la república no lo hubiera deseado, sino porque, desplazado del mando, no pudo y asistió cobardemente a la masacre para asumir sumiso la responsabilidad política de la acción militar y luego justificarse con la deleznable excusa de que el país habría caído en manos del terrorismo.


El exministro Castro se sostiene en la legitimidad, legalidad y conveniencia del operativo de retoma y en que el presidente determinó no negociar desde el primer momento. Como éste guardó silencio hasta su muerte, más allá de pedir un perdón formal, no se ha podido determinar la verdad. Castro fungía como urticante notario del proceso de paz, había sido objetivo de un fallido atentado del M19 y su esposa, junto con el hermano del Presidente, fueron liberados antes de desatarse el nefasto contra ataque al palacio.


La Ministra de Comunicaciones, Nohemí Sanín, quien se hizo sentir censurando a los medios afirma que no tiene que arrepentirse de nada pues contribuyó a evitar mayores desordenes. Evita considerar que la información sin mordaza habría podido generar la presión necesaria por un cese al fuego y diálogo que suplicaban los rehenes y demandaba el comando insurgente, con lo cual probablemente muy distinto habría sido el desenlace. Prefirió ordenar la trasmisión de un partido de fútbol mientras decenas de personas morían abaleadas o calcinadas.

Los directores de los medios pasaron de la aceptación de la censura y la defensa cerrada de la determinación institucional a la admisión prudente, décadas después, de dudas y al cuestionamiento por los excesos cometidos. Mientras sucedieron los hechos y pudieron, varios reporteros sacaron al aire las voces angustiadas de rehenes y guerrilleros. Los camarógrafos y fotógrafos captaron y publicaron imágenes dantescas. Pero, en general, las cabezas de los medios, cuando había que hablar, cohonestaron o callaron.


El vergonzoso pacto de silencio


Con escasas y lúcidas excepciones, entre ellas las dubitativas denuncias del Ministro de Justicia Enrique Parejo, la brillante, reveladora y jurídicamente irrebatible intervención del parlamentario Álvaro Uribe Rueda en el debate del Congreso tras los sucesos, la creación de la Fundación Pro

Esclarecimiento de los Hechos del Palacio por Juan Manuel López Caballero, la apertura de investigación por el Procurador Jiménez Gómez y la conclusión de la existencia de un “pacto de silencio” para ocultar la verdad, denunciada por la Comisión de la Verdad conformada en 2005, que, en lo demás, cohonestó sin más versiones manipuladas de los hechos, jamás hubo voluntad del Estado porque se conociera lo sucedido en esas 28 horas de horror y vergüenza.


Salvo los mencionados y algunos otros, las ramas del poder público, incluido un sector cada vez menos decente de las cortes, la clase política, los medios y el establecimiento cerraron filas a fe ciega en torno al gobierno y las Fuerzas Armadas y sobre el M19 se descargó toda la responsabilidad del holocausto. Nilson Pinilla, quien presidido la mencionada comisión y luego la Corte Suprema, afirmó la existencia de un acuerdo para enmascarar lo que pasó.


Durante tres décadas y un lustro el país ha sido testigo de una coartada institucional para la impunidad que cubrió a los civiles y, salvo excepciones, ha jugado en favor de los miembros de la fuerza pública que actuaron en los hechos. Pacto de cuando en cuando interrumpido por nuevas investigaciones obligadas por la presión internacional, de los familiares de los desaparecidos y de los abogados solidarios con ellos, uno de los cuales, Eduardo Umaña Mendoza, fue asesinado, al parecer en retaliación por los avances en sus pesquisas.


Los procuradores Carlos Jiménez y Alfonso Gómez, pagaron con exilio, calumnia y extrañamiento su posición de investigar y sancionar a los militares responsables de violación de los derechos humanos.


La Fiscalía, con intermitencia, trató de develar misterios en los periodos de Gómez Méndez y Mario Iguarán. En este último, la fiscal Ángela Buitrago realizó una investigación a fondo y sustentó la acusación que llevó a la sentencia, por la juez penal María Estela Jara, del Coronel Plazas Vega y el General Arias Cabrales por desapariciones, en un accidentado proceso, plagado de presiones y amenazas a las operadoras judiciales. Plazas fue condenado a 30 años y absuelto por la Corte, luego de 8 años en prisión. A Arias Cabrales, el máximo tribunal le ratificó una condena de 35 años por su papel determinante en el operativo de retoma y trato de los liberados. Buitrago fue relevada intempestivamente de su cargo y Jara pagó con sicosis de terror su atrevimiento.


Otros militares han sido juzgados o son investigados por la justicia ordinaria, en aletargados procesos, como el Coronel (r) Edilberto Sánchez y el mayor (r) William Vásquez condenados a 40 años por desapariciones, los generales (r) Rafael Hernández y Carlos Fracica vinculados a la desaparición y muerte del magistrado Carlos Urán y torturas a 3 estudiantes, caso aún por definir, el coronel (r) Iván Ramírez, condenado y absuelto en 2011, decisión impugnada y pendiente en la Corte Suprema. Ramírez inició en 2018 trámites de sometimiento ante la Jurisdicción Especial para la Paz pero los familiares de los desaparecidos se niega a que se acepte y a constituirse en víctimas pues consideran que se trata de crímenes de estado de lesa humanidad.


El exfiscal Eduardo Montealegre se empeñó en determinar la suerte de los desaparecidos y las responsabilidades en los operativos militares, logrando esclarecer algunos casos que, a la vez, generaron nuevas sombras. Con el tiempo se ha logrado identificación de restos que llevaron a comprobar equívocos, con el consecuente sufrimiento de quienes creían eran los de sus familiares y de quienes ponían fin a la incertidumbre con dolor. En la línea del encubrimiento un fiscal delegado llegó a afirmar que nunca existieron desaparecidos si no cadáveres “mal entregados o mal identificados”, ante la indignación de familiares de personas de las que no se sabe aún su destino trágico.


"Solo la verdad os hará libres"

Algunas investigaciones judiciales han coincidido con las divulgaciones o los hallazgos de notorios trabajos periodísticos adelantadas tras los hechos, como las Manuel Vicente Peña, Ramón Jimeno, Germán Hernández, Jorge Rojas-Germán Salgado y Olga Behar, con una versión de Clara Elena Enciso, la única sobreviviente del M19. Sobre el decurso pasmoso del proceso judicial de más de 20 años es diciente el trabajo Holocausto en el silencio de Echeverry-Hanssen.


Con la profundidad, acervo y distancia de los años, se publicaron Prohibido Olvidar, ensayo crítico de Gustavo Petro y Maureén Maya, El Palacio sin máscara, documentado y estremecedor reportaje de Germán Castro Caycedo y el excepcional, Palacio de Justicia Una tragedia colombiana de Ana Carrigan. A los que se suma el reciente y dolido testimonio de Helena Urán Bidegaín sobre su padre. También varios títulos literarios se han ocupado del triste acontecimiento.


También son reveladores los documentales 28 horas bajo fuego, producido por Adriana Villamarín y Juan Antonio Venegas para Señal Colombia, y La Toma de Angus Gibson y Miguel Salazar, financiado pero nunca exhibido por RCN Cine. El hecho sirvió de tema para el discreto largometraje Antes del fuego y el homenaje a los desaparecidos plasmado en la historia de la Siempreviva, versión en cine y obra teatral homónima de Miguel Torres, puesta en escena hace 25 años, basada en la historia de la desaparecida empleada de la cafetería del Palacio de Justicia, Isabel Cristina Guarín, cuyos restos fueron identificados en octubre de 2015 por el Instituto de Medicina Legal a instancias de la Fiscalía.


Contra el deseo de algunos aún no se ha cerrado el nefasto episodio del Palacio de Justicia. Sin la verdad sobre ese hecho vergonzoso por parte de todos los implicados, el pasado reciente de Colombia estará siempre en cuestión. En ese propósito es fundamental que los involucrados en las decisiones políticas y militares de la masacre del palacio rompan su silencio. La Comisión de la Verdad es un oportuno escenario para que se conozca la realidad de ese hecho tan monstruoso. En la sangrante historia de Colombia esa sigue siendo una herida sin cicatrizar.


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