Por: Germán Valencia Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
En la actualidad, el territorio colombiano pasa por un hito de movilización poblacional sin precedente en su historia: por un lado, alberga uno de los mayores números de personas desplazadas en el mundo a causa del conflicto armado; y, por el otro, observa un acelerado flujo de personas migrantes y refugiadas.
El primero es un fenómeno de su propia cosecha, fabricado con las manos y el golpeteo de los fusiles que utilizó por casi seis décadas: un conflicto armado de larga duración que ha provocado, en tan sólo 35 años de historia, por lo menos, 9.2 millones de víctimas que habitan hoy, en su mayoría, las laderas de grandes ciudades.
El segundo es un efecto particular, producto, por un lado, de la cercanía que se tiene con su vecino país y que ha traído a Colombia más de dos millones de personas de ciudadanía venezolana. Y, por otra parte, es resultado, también, de la situación geoestratégica del país, que lo ubica en el Tapón del Darién, por el cual miles de personas africanas, asiáticas y haitianas transitan en busca de cumplir su sueño americano.
Esta singular situación haría que cualquier habitante del planeta pudiera pensar o suponer que la sociedad colombiana ha desarrollado una especial sensibilidad frente a la población desplazada, migrante y refugiada. Pues, el hecho de haber padecido de manera tan brutal el horror de la guerra y convivir constantemente con migrantes haría que sus habitantes se solidarizaran, con facilidad, con el dolor de otros pueblos.
Sin embargo, la realidad es otra. La ciudadanía colombiana, con sus acciones y prácticas cotidianas, está mostrando que, como sociedad, no ha aprendido de su trágica experiencia. Tanto la conducta con migrantes de Haití como con personas afganas refugiadas evidencia que tenemos una cultura política que desconfía del extraño y que es indolente ante el sufrimiento ajeno.
Con la población migrante haitiana nos hemos comportado mal. A pesar de que traen dinero –el cual utilizan para comprar comida o pasajes entre Ipiales y Necoclí, activando la economía y fomentando el consumo–, el lamento de estas personas es el abuso permanente al que son sometidas por algunos colombianos. Esta población padece de un cobro desmedido en el valor de los tiquetes y, además, sus escasas pertenencias son saqueadas en el viaje.
Por el lado de la población afgana refugiada, ante la solicitud de un asilo temporal humanitario y sin siquiera haber llegado al país, ven como sus paisanos, a través de las redes sociales, son estigmatizados, burlados, criticados y ofendidos en su cultura y forma de vida. Sometiéndose a una doble victimización: la que sufren en su país por estar en contra del régimen Talibán y la que padecen en el país anfitrión, con el mal recibimiento.
Esta lógica de actuación, aunque tradicional, es poco comprensible en la cultura política actual. Digo que tradicional, pues históricamente las comunidades han tenido miedo a los extranjeros; a estos se les tiene pánico por lo que pueden traer con su llegada: pestes y enfermedades, además de un lenguaje que no se entiende y una cultura desconocida.
Pero es poco comprensible en la medida que hoy, a través de los medios de comunicación, conocemos las razones del desarraigo. Además, porque en lugar de estar atendiendo a personas que viene sin recursos, tanto la población haitiana como la afgana no están pidiendo nada regalado, tan solo que se les atienda por un pago monetario y como gesto humanitario ante la necesidad manifiesta.
Así lo han dejado claro las personas afganas refugiadas con su solicitud de asilo. A través del Gobierno norteamericano, han pedido al nuestro que acoja en el territorio a un grupo de familias –alrededor de cuatro mil personas, compuestas en su mayoría por niños, niñas, adolescentes y mujeres–, las cuales deben salir de Afganistán a causa de la toma del poder del régimen Talibán y, con esta realidad, de la intensificación del conflicto armado que se vive allí.
Aclarando que este acogimiento será temporal: mientras se revisan y aceptan las peticiones de asilo, se regula su situación migratoria y se entregan las visas para su ingreso legal a otro país. Además, advierten: todos los gastos relacionados con su estadía los asumirá la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID).
En este sentido, no son una población que venga a quitarle un bocado de comida a las personas colombianas, ni a competirles en un semáforo por pedir limosna. Vienen a que se les preste auxilio humanitario, a que se les cuide la vida y se les ayude. Y como si eso no fuera suficiente, a cambio proponen impulsar la economía hotelera y de servicios, pues estarán albergados con todo pago mientras se van del país.
En conclusión, los colombianos y las colombianas nos estamos comportando como patanes, como hace mil años lo hacían los villanos en la Edad Media, dándole la espalda al migrante y refugiado. Actuamos como seres que no hubiéramos vivido la guerra, insensibles al llamado a salvar una vida. Como si no comprendiéramos lo que es llevar la casa al hombro, lo que es perder una familia, unos vecinos y una cultura.
La invitación es a ponernos, por un momento, en la posición del otro. Debemos trabajar en una ética del cuidado, en una cultura política de atención a la población migrante y refugiada que nos capacite para atender de manera urgente a los grupos indefensos; que nos sensibilice sobre lo frágil que es la vida, sobre lo fácil que es destruir una cultura y, sobre todo, el poder que tenemos como colectividad para brindar un apoyo a un “desconocido” en apuros.
* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.
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