top of page

Ministerio de la Igualdad: por un planeta 50-50

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


En términos amplios, la igualdad es la adecuación o correspondencia de los humanos, consigo mismos y con respecto a su naturaleza. La principal de esas correspondencias naturales es, sin duda alguna, la condición de pensar. A esta connatural virtud le llamamos sentido común: todos los humanos tenemos la misma capacidad de registrar mentalmente algo con atención, como, por ejemplo, a un hombre que, fatigado, carga una inmensa piedra y a otro relajado que le señala con el dedo dónde colocarla.


Todos contamos con la capacidad para formarnos un juicio y distinguir, no solo lo falso de lo verdadero, sino también lo bueno de lo malo. Esta adecuación natural es la que nos permite elaborar juicios concluyentes como esta pregunta: ¿acaso lo bueno no sería que la piedra la cargaran entre los dos?


La igualdad también es general con respecto a la finalidad que condiciona las actuaciones de todas las personas. Aquello para lo cual hacemos algo, como asegurar nuestra vida y trazarnos líneas de desarrollo para mejorarla. Pero la igualdad también es natural en la forma, en la configuración externa de los seres humanos: difícilmente nace alguien con menos o más de dos piernas.


La suma de esas características congénitas que nos hacen iguales les da a los seres humanos la capacidad de actuar en cuanto especie e individuos; es la base del principio de la identidad. De modo que la exigencia de la igualdad como derecho intrínseco resulta de la “naturaleza humana general y común”, por razón de la cual todos estamos sujetos a las mismas leyes naturales (que nos disponen a pensar y a obtener alimentos) y de las leyes morales (necesarias para consolidar los juicios y acertar cuando se trata de distinguir entre el bien y el mal). Tal es el principio de la identidad, que refiere filosóficamente la calidad de nuestras actuaciones y no la mera igualdad matemática que trata sobre la cantidad de nuestros bienes y propiedades.


La igualdad es tan primaria y tan conectada al instinto de las sociedades primigenias que Rousseau, en tiempos en los cuales se estimaban más las cantidades que las calidades, consideraba la desigualdad como una consecuencia del afloramiento de la civilización. Un juicio verdadero, si tenemos en cuenta que la desigualdad matemática está soportada sobre diferencias en la propiedad, en tener o no tener, que ha sido motor del desarrollo “civilizado”.


En el presente –dentro del modelo de las sociedades modernas– la desigualdad está principalmente fundada en las diferencias en la educación e instrucción: menos en la ambición de tener y más en el ejercicio de saber. Desafortunadamente, esa falta de igualdad en la educación y en la instrucción, promueve una desigualdad trasmitida cuando, por ejemplo, un padre, en calidad de herencia, deja a su hijo además de las propiedades, instrucciones acerca de cómo conseguirlas (el tener) no importándole si va en contravía del sentido común (el saber).


Pero la desigualdad también es recibida cuando los malos gobiernos niegan a su pueblo la educación y la instrucción, y promueven solo a quienes por herencia ya están inmersos en el campo de las desigualdades, en el exclusivo círculo de los egoístas. En la teoría del Estado, en el derecho y en el ámbito de lo político y lo social, la desigualdad ha sido el problema álgido de los pueblos.


Pese a que nuestra República fue establecida tras un movimiento de independencia revolucionario, que buscaba liberarnos del yugo español y buscaba la igualdad de los ciudadanos; y pese a que dicho movimiento fue inspirado por el pensamiento de los enciclopedistas, por los principios de la declaración de la independencia americana y por la revolución francesa; pese a esos hechos relevantes que buscaban vindicar la igualdad – según Rousseau perdida por cuenta de la civilizacióny pese al distanciado tiempo en que ocurrieron, todavía hoy, la falta de igualdad sigue siendo la primera causa de la injusticia social, no sólo en nuestro país, sino en el planeta entero.


En Colombia, desde 1821 hasta el gobierno de Iván Duque, buscar fórmulas para implementar la igualdad fue un reto fallido, una larga tira de promesas de gobierno incumplidas. Hoy, con el gobierno del presidente Gustavo Petro y de la vicepresidenta Francia Márquez, tendremos por fin un Ministerio de la Igualdad cuyo propósito de fondo es laconsecución de la igualdad básica, aquella de las sociedades primigenias, pero también la construcción de un gobierno y una conciencia social incluyente, al servicio de todos.


La comprensión acerca de lo importante que es la práctica de la igualdad, si atendemos al sentido común,no debe resultarle dura a nadie.Incluso, el filósofo del derecho John Rawls–para quien las desigualdades eran el resultado de una “lotería natural”–en su libro Liberalismo político, definió dos principiospara alcanzar la igualdad que no debemos descontar: “1. Toda persona tiene el mismo derecho a un esquema plenamente adecuado de iguales libertades básicas que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos. 2. Las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos condiciones. En primer lugar deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertas a todos en igualdad de oportunidades; en segundo lugar deben suponer el mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad”[1].

[1] Jossy Esteban Landero. La Teoría de la Justicia de John Rawls y el libertarianismo de Robert Nozick. [En línea]. Tomado de: https://revistas.uis.edu.co/index.php/revistacyp/article/view/7389/7639

bottom of page