Por: Laura Bonilla
Ayer Mario Mendoza publicó una columna en la Revista Cambio. Es una diatriba, una crítica vehemente, ofensiva, marcadamente emocional, como se supone sea este género literario. Una decepción que sólo se produce cuando uno realmente estuvo ilusionado. Sobre el contenido no me voy a referir. Allá en el mundo del despecho faltaría más si un escritor de su talla no tiene algo de derecho a expulsar de su alma esa esperanza muerta, maltrecha y dolorosa. Vaya una a saber cuánto.
A diferencia de Mendoza. yo no voté con ilusión. Lo hice con pragmatismo muy a pesar de la personalidad del presidente, que jamás me ha gustado. No es su culpa. Es mía. Soy más bien insensible a los hombres excesivamente simbólicos o vehementes. Ni Bolívar, Ni Gaitán, Ni Galán, ni Gustavo Petro me han movido el corazón. En algún momento me sentí emocionada por la primera presidencia de Lula y de Michelle Bachelet, pero he sido más de emocionarme por un par de masas amorfas en la historia, por multitudes, por gente más bien sin nombre. En fin. No trato de hacer de mis gustos muy personales un estatuto moral. Es más, confieso que en las últimas elecciones presidenciales me dio un poco de vergüenza no haber sentido la alegría de mis amigos. En eso, envidio al escritor.
Pero tampoco juzgo a Mendoza. Cuán difícil es intentar meterse literariamente en la cabeza de otra persona, mucho más de alguien tan público como el presidente Petro. Pocos escritores en el mundo lo han logrado, por eso las biografías bien hechas son tan escasas. Hasta a Gustavo Petro pareciera que le queda difícil en su propio libro retratarse a sí mismo y por eso está lleno de consignas y anécdotas de una vida que trata de vender como excepcional. Mientras tanto Mario Mendoza pasó de ser adorado por algunos como el genio que describió a Satanás a un nuevo uribista al que le harán diatribas del mismo calibre y con la misma emoción que la suya al presidente.
Para ser completamente sincera a mí el lado más humano del presidente Petro es el que menos me gusta. Eso sí, el entusiasmo que no me ha producido su ser político lo reemplaza la profunda curiosidad que me produce. Nunca he logrado saber si sus decisiones obedecen a un cálculo político sumamente planeado para mantener estable, aceitado y listo para la acción a ese fiel 30% del que difícilmente baja en las encuestas, o por el contrario éstas obedecen a un político que se mueve como pez en el agua entre la improvisación y el símbolo. Que conoce tan bien nuestro apego nacional a la pasión política que hasta logró volver a poner la plaza pública de moda y que cualquier otro político que en ello lo imite quede como una caricatura o como un simple “pecho frío” incapaz de generar ninguna emoción.
Con Petro no hay puntos medios, la planeación no es lo suyo, es irritantemente impuntual y no le gusta que le lleven la contraria. Son cosas que no sorprenden y el presidente, a diferencia de otros mandatarios probablemente más eficientes, le importa poco. Tal vez una de las cosas que Mario Mendoza no conoce o no recuerda es que las militancias consisten en que una aprende a la fuerza a tragarse sapo tras sapo en espera de un bien común y de una utopía que está siempre en el futuro. El que siempre ha sido un creyente puede entender bien los asuntos de la fe. La política es otra cosa.
Ahora, ¿está mal que en Colombia siempre depositemos nuestra fe irrestricta en personalidades políticas y líderes exuberantes? Las culturas budistas dirían que la caída es de la altura de la ilusión y tal vez tengan toda la razón. La transformación de los países tarda años, ciertamente más de dos, cuando la sociedad tiene claro hacia dónde ir, lo cual nunca ha sido la característica del pueblo colombiano. De pronto menos enamoramiento y más pragmatismo nos conviene, menos pasión y más constancia. Porque al final, Petro siempre será Petro y al país le tocará en dos años avanzar en lo que se hizo bien y corregir el rumbo de lo que salió mal. Lo que pasa es que eso no entusiasma. Lo tengo clarísimo.
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