Por: Guillermo Linero Montes
Esta mañana, en una tienda de barrio, escuché quejarse a un hombre corriente, con el desahogo propio de la indefensión: “¡Malditos congresistas!”, dijo. Su exclamación obedecía a una charla con otros dos ciudadanos, que igualmente mostraban asombro por el hundimiento en la Cámara de Representantes de algunos artículos de la reforma laboral con los cuales el gobierno buscaba beneficiar a los campesinos.
Me llamó la atención la furia de aquel vecino con traza de profesor de escuela, no solo por la fuerza de su verdad; sino, porque concluía con sus contertulios y en coincidencia con mi secreta opinión, en que había que ser muy malvado para oponerse al establecimiento de reglas laborales que buscaban asegurarles un salario mínimo mensual a los campesinos y proveerlos de vivienda. El mismo presidente Gustavo Petro, refiriéndose sin nombrarlo a un tal Polo Polo, escribió lo siguiente en su cuenta de X: “No entiendo que alguien que se gana 48 millones de pesos mensuales, no quiere que un jornalero gane un salario mínimo”.
En efecto, en los registros de las redes sociales, se le ve al mentado congresista festejando con muecas y ademanes, el hundimiento de los artículos que establecían reglas -porque no existen- para los contratos laborales de los trabajadores del sector agropecuario. Valga aclarar, que hubo otros 81 representantes, parejos en su ignorancia o egoísmo a ese sujeto anómalo denominado Polo Polo, que también votaron sin sonrojarse contra la decisión gubernamental de redimir y dignificar a los campesinos, tanto laboral como humanamente.
Lo cierto es que, a todas luces resulta insólito e injusto, y no cabría en la sensatez de una sociedad culta y solidaria, desaprobar de una reforma laboral, precisamente aquello que busca eliminar la miseria en la cual los gobiernos anteriores mantenían sumida a la población campesina. Y no puede entenderse esa conducta distinta a un acto malsano, pues los hombres y mujeres, jornaleros de los campos colombianos, son quienes -junto a los trabajadores y a los obreros- eligen a los gobernantes y a los congresistas de este país. Asimismo, y esto es lo más abominable, son ellos quienes producen “de sol a sol” los alimentos para que la gente buena y la autodenominada “gente de bien” los consuman a sus anchas.
Con todo, hoy las cosas comienzan a revertirse; pues por primera vez el pueblo votó a conciencia y esto le da fuerza moral y derecho político para manifestarse y reclamar. Antes no ocurría así, porque a los electores les compraban el voto; porque, tanto los paramilitares como sus empleadores los conminaban para que votaran sólo por quienes ellos dijeran y, especialmente; porque los periodistas al servicio de las grandes empresas -esos mismos que en el presente hacen oposición asquerosa desde los micrófonos- los confundían con mentiras, como todavía hoy lo hacen, cada vez con menos eficacia.
En tal contexto de corrupción socio-política, hicieran lo que hicieran los gobernantes, el pueblo siempre estaba moralmente inhabilitado para criticarlos. Los trabajadores, los obreros y los campesinos, no tenían el poder popular, al no haber votado por nadie a conciencia, que es lo que da vida al poder popular. Cuando el ciudadano siente que el gobernante por el cual han votado libre y a conciencia, no les está cumpliendo, ese poder popular se alerta y defiende.
De hecho, no es difícil predecir que las organizaciones campesinas, luego de esta conducta deshumanizada de sus representantes políticos en el Congreso, no tardarán en demostrar su fuerza política, para reivindicar sus derechos, máxime si estos ya fueron adquiridos al elegir como presidente a Gustavo Petro y al otorgarle el mandato popular; es decir, al delegarle la tarea de realizar los programas por los cuales le apostaron a su nombre. De tal modo, el presidente podría con todo el derecho extender su periodo presidencial y abonar el camino para que en su remplazo, habiendo ya él consolidado sus programas, no elijan a un camaján orgullosamente afectado de aporofobia.
La reforma laboral en los artículos eliminados era muy clara. Nadie, por precaria que fuera su intuición política podría objetarla, excepto que estuviere movido por una maldad descomedida; porque la reforma solo buscaba ennoblecer las condiciones laborales de millones de jornaleros, con un modelo de contrato agropecuario que formalizara su estatus laboral. Y esos 82 representantes a la cámara que se le opusieron y quienes votaron en blanco -sabiendo que estos votos siempre van en contra de las propuestas- lo único que han demostrado es que son unos canallas. Unos “malditos” como los calificó el vecino corriente de mi sector, que igual a sus semejantes ya no traga entero: ahora descree de los periodistas adscritos a grandes empresas y monopolios; ya no se deja engañar de los activistas o líderes políticos que le compraban su voto; ni tampoco les teme a las amenazas de su empleador.
Eso ya se acabó. En el presente el pueblo es consciente de que por primera vez está en el poder; y tendrá que llevar esa conciencia a la praxis de una revolución. No bajo la acepción peyorativa de “violentas” que la extrema derecha da a las revoluciones. No, ahora se trata de una revolución correspondiente a un cambio de agujas en la ruta, con el estricto propósito de encaminarse en la vía del progreso.
Hacia allá se conduce el pueblo colombiano; aunque hoy nos produzca tristeza y desazón, porque haya todavía quienes se oponen al gobierno desde el Congreso y en los espacios de los medios de comunicación empresariales, con estrategias para debilitar al presidente, sin reparar en el daño ocasionado al pueblo que lo eligió. Por fortuna, en las calles, ese pueblo ya lo sabe, y tiene muy clara su condición de supremo cuando se trate de establecer cómo debe organizarse y administrarse el país; y sabe muy bien, que el medio para comunicar e impulsar sus cometidos es, única y estrictamente, el presidente Gustavo Petro, que para ello recibió su mandato. Los campesinos, ya informados de la decisión en contra de sus intereses, sin duda alguna se movilizarán para hacer valer sus derechos adquiridos.
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