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Maldad y mezquindad al banquillo

Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.


Deshonroso que contar cadáveres body count haya sido una estrategia de guerra, tratándose de enemigos reales, en la medida en que se ha demostrado su inefectividad, verbigracia Vietnam. Horroroso que se hubiera adoptado de manera tan irresponsable (o macabra) que permitió que los incentivos para propiciarla llegaran a tal laxitud perversa que propiciaron el asesinato de miles de civiles pobres para contarlos como guerrilleros muertos en combate. Criminal que se premiara la muerte. Miserable que se practicara sin pudor.


Y cínico que, en evidencia de la tragedia generada, en lugar del arrepentimiento y el perdón derivado, el máximo responsable político de esa barbarie y sus seguidores, regateen las cifras para defender que fueron menos los “falsos positivos” -al fin y al cabo no eran nadie dirán desde su clasismo y desprecio-, que las fuentes son reconocidos adversarios en trance de desprestigiarlo, que sí eran guerrilleros desaparecidos, que son ardides de la izquierda, que la JEP es enemiga.


Como parte de las negociaciones de Paz de La Habana con las Farc, en el acuerdo sobre justicia, fue concertado incluir el tema de las ejecuciones extrajudiciales (denominación técnica jurídica internacional), hábilmente denominados “falsos positivos” (truco enunciativo), cuya comisión se imputa a miembros de las Fuerza Pública en el marco del conflicto armado. Con anterioridad, la justicia penal ordinaria venía procesando a los presuntos responsables bajo el delito de homicidio en persona protegida.


En el marco de sus competencias, la Justicia Especial para la Paz dio a conocer, los criterios que regirán la investigación y juzgamiento del macrocaso 03 (son 7 los que lleva en la actualidad) “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes de Estado”. Los primeros hallazgos denotan una práctica general y sistemática: “por lo menos 6.402 colombianas y colombianos fueron víctimas de muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate entre 2002 y 2008. El 66% del total nacional de víctimas se concentró en 10 departamentos, incluidos todos los territorios priorizados durante dicho periodo.”


Aclara la JEP que en este caso “la estrategia de investigación adoptada por la magistratura consiste en ir de “abajo hacia arriba». De esta forma, primero se identifican los partícipes determinantes y máximos responsables a nivel local. Posteriormente, y con base en la construcción fáctica y jurídica realizada en esos primeros peldaños, se determinará si hay y quiénes son los máximos responsables a nivel regional y nacional.”

El anuncio provocó la inmediata y airada reacción del expresidente Álvaro Uribe Vélez, presidente del país en el período investigado, sus copartidarios del Centro Democrático y militares en retiro, además de un atemorizante video del comandante del ejército advirtiendo la reacción de espíritu de combate de sus hombres frente a las “víboras” que los amenazan, con lo que se refería, según les dijo a los medios, sin lograr convencer, a los grupos ilegales.

Uribe atacó de nuevo a la JEP como hechura de las Farc, cuestionó las cifras pues para él no son más de 2 mil y reivindicó las acciones de su gobierno cuando los rumores sobre asesinatos de jóvenes para presentarlos como bajas a cambio de fines de semanas, permisos y plata pasaron a ser escándalo nacional así como lo éxitos de su política de seguridad, hoy cuestionada frente a sus costos institucionales y humanitarios.


Esas medidas fueron recomendadas por el Ministro de Defensa Juan Manuel Santos, una vez los resultados de las investigaciones internas lo convencieron de la catástrofe en curso, y asumidas con reticencia por su jefe. Santos, quien luego como presidente firmara la paz con las Farc, ha ofrecido comparecer ante la JEP y la Comisión de la Verdad para contar lo que conoce. Uribe elude tal posibilidad que sería una gran contribución a reconciliar el país, si lo hace de forma transparente.


Para infortunio de Uribe, el respaldo a la JEP es cada vez mayor dentro y fuera del país, que alguien patalee sobre número de asesinatos estando en juego su responsabilidad política repugna, las cifras se han ido incrementado con los años y la JEP acudió, además de ONG, a las fuentes más fiables del Estado. El propio Ministerio de Defensa registra 3.500, familiares de las víctimas siempre han citado más de 5 mil y publicaciones de exmilitares creen que podrían llegar a 10 mil como también la oficina de derechos humanos de la ONU.


Lamentable fue el contrapunteo del expresidente con Luis Miguel Vivanco representante de Human Rights Watch a quien ante la imposibilidad de contradecir o refutar con sus cifras y hechos acomodados lo calificó de forma estrambótica de “miembro de las Farc”. Indigna, además, que cual autoridad pública, y aun así no lo podría hacer, exija que se demuestre caso por caso las ejecuciones extrajudiciales, petición grotesca a la que se sumó el gobierno Duque a través del “Comisionado para la Paz”, en lugar de tener un gesto de desagravio con las víctimas y respetar el fuero de la justicia.


Las razones de la reacciones de Uribe y séquito son claras. Si bien el Acuerdo de La Habana excluyó de comparecencia ante al Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición a los expresidentes, lo que sería inocuo si la Corte Penal Internacional halla méritos para encausar a alguno, no está exento de la responsabilidad política que lo cubre como comandante constitucional de la Fuerza Pública, el haber liderado con agresividad cuartelaría la política de “Seguridad Democrática” y sus desmanes y la forma estigmatizadora, provocadora e inhumana como trató las denuncias sobre estos hechos: “no estarían recogiendo café”, “son secuestradores y bandidos”, “otro frente de las ong”.


De otra parte, su estrecha relación con altos mandos militares comprometidos en distintas investigaciones con un pasado de alianzas con grupos paramilitares y masacres, con muchos de los cuales adelantó su política contrainsurgente, y el trato que les dio una vez involucrados en las denuncias, caso del General Mario Montoya -de quien dicen que pedía “no litros sino ríos de sangre”- a quien, obligado a renunciar al ejército por Santos, Uribe designó en un cargo diplomático, demuestran su indiferencia con lo que pasaba en los cuarteles y su desdén por los derechos humanos, cuyas denuncias de violación siempre achacó a “enemigos de la patria”.


La ruta que seguirá la JEP en el caso de ejecuciones extrajudiciales le da munición al expresidente para entrar de nuevo a pelear por la abolición de esa jurisdicción antes de que siga avanzando, propósito que parece carecer de posibilidades de éxito. Lo trasnocha que, tal como está ocurriendo con las Farc en el caso de secuestros y magnicidios, y estas aceptaron, las imputaciones impliquen a los altos mandos y que a los más de 2 mil comparecientes militares se sumen otros cientos ante la irreversibilidad del proceso y la favorabilidad de las penas, a cambio de verdad, justicia y reparación.

Como bien lo relató María Jimena Duzán en “Santos. Paradojas de la paz y el poder”, el asunto preocupaba a tal punto a la jerarquía militar que ante la revisión de los acuerdos de paz y unas precisiones sobre aspectos relacionados con la responsabilidad, estuvieron a punto de dar al traste con ellos la noche previa a su segunda firma en el Teatro Colón el 26 de noviembre de 2016.


Buscaban imponer dos puntos que, ante su insistencia resuman ambigüedad pero son insostenibles ante el Estatuto de Roma y el Código Penal: la exculpación del alto mando y la inclusión del enriquecimiento ilícito -incluida plata derivada de los “falsos positivos”- como delito conexo. Esto último no se aceptó y de comprobarse excluiría al compareciente de la JEP.


Asombra que aún un sector significativo, bajo la fe ciega en el liderazgo autócrata de Uribe, en lugar de repudiar la práctica de las ejecuciones judiciales las minimice, tergiverse la función de la JEP para deslegitimar su ejercicio y justifique todo en la disonancia mental de que con tal de derrotar a la guerrilla así se hubiera acabado con el país y que el acuerdo de paz fue una entrega a las Farc, negándoles a las víctimas sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación y el compromiso de no repetición y a Colombia una oportunidad.


Las “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes de Estado” son una demostración extrema de ambición, crueldad, maldad, odio y cinismo que se promovió explícita o implícitamente desde el gobierno y altos mandos y trató de manejarse en la impunidad con el paso del tiempo, la desidia y el letargo conveniente, y a veces la complicidad, de la justicia ordinaria. Ahora se intenta sabotear un proceso que les haga justicia a las miles de víctimas y a su memoria.


Las ejecuciones extrajudiciales bien habrían merecido un capítulo especial en el enjundioso, cuestionador y apabullante ensayo de Mauricio García Villegas “El país de las emociones tristes”, para “una explicación de los pesares de Colombia desde las emociones las furias y los odios”. El fracaso de su enjuiciamiento por la JEP, por las muchas acechanzas que lo rodean, sería la herida fatal a una paz que, en juicio del acendrado analista Francisco Gutiérrez Sanín, balbucea hecha trizas como constatación de un nuevo ciclo de violencia y cuya salvación sería la derrota política contundente del uribismo.


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