Por: León Valencia, director – Pares
Los medios de comunicación, y buena parte de los líderes de opinión, han tratado con gran benevolencia el año de gobierno del presidente Duque. La revista Semana tituló: “un año de aprendizaje” y de las filas del uribismo se entregó como evaluación que en este año “estuvo ordenando la casa”, una expresión que remacha la idea de que el actual gobierno encontró un desastre y su labor ha consistido en limpiar los escombros que dejó Santos. Ni los unos ni los otros quieren aceptar que la valoración más ajustada a la verdad es que este es: un gobierno en crisis.
Duque ha tenido tres momentos en su mandato. El primero arranca con su triunfo y su posesión y culmina a los cien días; el segundo va de noviembre, cuando se da cuenta de su grave crisis, hasta el mes de marzo. En ese lapso toma medidas y obtiene un respiro en la opinión; y el tercero arranca en abril y sigue hasta ahora.
Primero. Los mejores días de Duque están en el tramo entre su triunfo y la posesión presidencial, cuando todas las fuerzas tradicionales del país, por miedo a Gustavo Petro, se vuelcan a su favor, le agregan la votación en trescientos municipios y le anuncian su apoyo para gobernar. En esos días Duque habla de pasar la página de la polarización; gobernar para todo el país y sin el odioso espejo retrovisor; construir una agenda con énfasis en la equidad, en el desarrollo y la legalidad; enfrentar la corrupción y dejar atrás la mermelada y el clientelismo buscando acuerdos programáticos con todos los partidos.
Pero pasados cien días, al filo del mes de noviembre, no había conseguido una coalición mayoritaria para gobernar y las encuestas le habían quitado más de veinte puntos de favorabilidad. Entonces decide fugarse hacia atrás y se refugia en las ideas con las que Uribe gobernó al país entre 2002 y 2010.
Es cuando se embarca en la idea de liderar el derrocamiento de Nicolás Maduro; rompe cualquier posibilidad de negociación con el ELN; desecha el plan de sometimiento a la justicia del llamado Clan del Golfo; se lanza contra la JEP, la Comisión de la Verdad y otros puntos claves del acuerdo de paz con las Farc y da a conocer una nueva política de seguridad, defensa y enfrentamiento al narcotráfico. Con estas medidas reconquista unos diez puntos en la favorabilidad y se hace la ilusión de que las cosas pueden mejorar. La prensa benevolente habla de “un nuevo Duque”.
Segundo. La estrategia para tumbar a Maduro en cuestión de semanas, fracasa; los golpes contundentes al ELN no aparecen y esta guerrilla vuelve a crecer, a expandirse, a conseguir más dinero en medio de acciones más degradadas y preocupantes; la idea de acabar con la JEP y darle la vuelta a los acuerdos de paz mediante cambios legislativos fracasa en el Congreso; las disidencias de las Farc toman cuerpo y reciben el guiño de un grupo de viejos comandantes encabezados por Iván Márquez; la política antidrogas logra la pírrica victoria de disminuir en 2000 las hectáreas cultivadas de coca, que pasan de 210.000 a 208.000, mientras la producción de cocaína aumenta; la economía no da muestras de un crecimiento significativo.
En ese contexto, Duque, al culminar el mes de marzo, ha vuelto a perder los pocos puntos que había conseguido en las encuestas de enero, y el pesimismo del país crece como espuma.
Tercero. A partir de abril, Duque y el Centro Democrático se conforman con su suerte. No hay nuevas ideas para salir de la crisis. Ni un viraje en las estrategias, ni negociaciones serias con los partidos independientes para una nueva coalición, ni cambios en el gabinete. Para completar el ambiente negativo, sale a la luz una división en las Fuerzas Militares y unos alarmantes escándalos de corrupción. La prensa internacional arrecia sus críticas al gobierno por su vuelta al pasado y por el abandono del acuerdo de paz; artículos en El País, en The New York Times y en The Economist ponen una nota cruda a la administración Duque.
La crisis no es mayor por la ausencia de un liderazgo en las fuerzas de oposición. Las fuerzas independientes y de oposición han persistido en su dura crítica y en su distancia frente al uribismo , pero no tienen una cabeza que les de orden y contundencia.
Petro, a quien el electorado le concedió ese papel mediante una votación de más de ocho millones de votos, no ha estado a la altura, no es un factor de aglutinación y se ha refugiado en sus seguidores más fervientes y en las redes sociales. Por su parte, Fajardo no encuentra el camino para convertirse en el referente, en la alternativa frente a un gobierno que hace aguas por todos lados y Santos sabe que solo puede actuar detrás de telones, y así lo está haciendo, con alguna eficacia, en la comunidad internacional.
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