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Los honorables senadores

Por: Guillermo Linero Montes. Columnista Pares.


El senador Iván Cepeda, ha propuesto un proyecto de ley para eliminar el título de honorables, que se auto conceden los senadores de la república; pues el mentado honor, si acaso ha existido alguna vez, hoy aparece completamente extinguido. En su lugar, el senador propone el rótulo de ciudadanos y ciudadanas.


De primera mano, antes de calificarlo de absurdo –como lo harían quienes piensan en la necesidad de acentuar las jerarquías de poder con diferencias solemnes- o antes de calificarlo de baladí –como lo harían quienes ven con malestar la falta de legislación sobre temas urgentes, referidos no a la equidad de trato, sino a la equidad económica- hay que reconocer que dicho proyecto de ley busca una enmienda a lo que, en la esencia de una limpia democracia, constituye una aberración.


Sin duda es una perfecta anomalía que no haya correspondencia, por ejemplo, entre la conducta de quienes ostentan el título de honorables y las exigencias históricas para merecer la honorabilidad. Porque la razón de ser y el origen del título de honorable, tradicionalmente había sido el reconocimiento público a una persona por sus logros tangibles en pro de su comunidad –logros ya cometidos y acumulados a lo largo de su vida y trayectoria civil- y, especialmente, por sus conocimientos y por su acreditada experiencia en asuntos de la moral, de la ética y, desde luego, del comportamiento cívico.


Pero, bueno, primero debemos respondernos qué entendemos por honorables y a quiénes podemos nombrar así. En efecto, siendo fieles al orden de las acepciones gramaticales, la palabra honorable refiere estrictamente la calidad de honrado, y de la honradez deriva el merecimiento de un trato social respetuoso.


De tal suerte, son dignos de la calificación de honorables todos los ciudadanos honrados, con limpio pasado judicial, con una conducta reconocida como benéfica para la comunidad y, por supuesto, quienes hayan desempeñado un trabajo durante toda su vida, con demostrada ética y moralidad.

De ahí que, cuando en la antigua Roma tuvieron la necesidad de crear un consejo supremo para la asistencia de los cónsules (que ejercían la jefatura de estado durante la República) pensaron en aquellos magistrados que estando ya retirados habían demostrado durante el ejercicio de su cargo, una conducta tan proba como para merecer el título de honorables y, desde luego, también pensaron en aquellas personas, comunes y corrientes, que se hubieran destacado por sus habilidades y servicio social: los hábiles para el honor, los honorables.


No obstante, tan cierta era la exigencia de una larga trayectoria, que a dicho consejo de asesores y/o consultores, se le instauró sin trasfondos peyorativos bajo el nombre de Anciano; es decir, Senex, en el latín de entonces, y siguiendo esa misma línea etimológica, Senado, en el español de hoy. Dentro de ese criterio y lógica, para aspirar al cargo de senador había que ser indefectiblemente anciano, pues se requería tener demostrada ya una trayectoria de vida, moral e intelectualmente ejemplar; es decir, haber cultivado la honorabilidad.


Si aplicáramos esos requisitos de la antigua Roma a los congresistas de hoy, habría que preguntarse: ¿cuántos hay mayores de 60 años?, ¿cuántos hay sin pasado judicial en entredicho?, ¿cuántos tienen una trayectoria pública de vida ejemplar? o ¿cuántos han demostrado habilidad para el honor? En los tiempos de la antigua república romana, y de la democracia incipiente, había que cumplir con cada uno de esos requisitos.


Con todo, porque la humanidad no es perfecta, luego del éxito del Senado en la antigua Roma, emergería una clase social privilegiada, los patricios, conformada por los descendientes de esos primeros honorables ancianos. Esos patricios terminaron adueñándose y politizando la institución del senado, hasta el punto de convertirla en un eficaz surtidor de dádivas o en un festín político, manejado al antojo por los gobernantes de turno.


Por ello, precisamente, el senado creció en número al final de la República: “Durante el mandato de Lucio Cornelio Sila, por ejemplo, el número de senadores pasó de 300 a 600. En este mismo sentido, poco después fue el también dictador Julio César quien aumentaría el número de senadores a 900, llegando incluso a 1000 en los últimos años de la República”.


La lección aprendida con ese puntual fenómeno político, y hay que estar advertidos de su ocurrencia, es que el aumento del número de senadores implica el debilitamiento de la República (y con ella el de la democracia) y promueve el autoritarismo descontando la honorabilidad. En el caso de los romanos ocurrió con el advenimiento del imperio, y en el caso de nuestro tiempo y naciones, ocurre con las dictaduras, que cuando no clausuran las cámaras de un congreso, las integran con sus amigotes, convirtiéndolas en una caja de resonancia de sus caprichos de poder, en un festín político. No en vano el expresidente Álvaro Uribe, acaba de proponer para el senado, a dos personajes de la vida pública (los señores Cárdenas y Vélez), a quienes se les conoce bastante, justamente por lo distante que están de ser honorables; pero se trata de sumar amigotes.


Considerando lo expuesto hasta ahora, es válido y coherente preguntarse: ¿de qué vale llamarles honorables a los congresistas, o que entre ellos estén solemnemente obligados a nombrarse de tal manera, cuando en la realidad la mayor parte de los colombianos, si no todos, les calificamos con adjetivos opuestos a la palabra honorable? Desde semejante desprestigio social, autonombrarse usando un excelso título, cuando ellos más que nadie saben de las pilatunas delincuenciales de sus colegas, resulta un verdadero juego de niños o una pantomima malvada de adultos.


Adoptar el rótulo de ciudadanos, como lo propone el senador Iván Cepeda, es una oportunidad que se les presenta a los senadores para demostrar su honorabilidad. ¿O preferirán seguir auto denominándose mejores ciudadanos que los otros colombianos? La función de senador tiene una tradición histórica bien clara y conlleva más un ejercicio de servicio a los otros, que uno de privilegios para sí mismos.


Los rituales y solemnidades para legitimar las actuaciones de un poderoso, en la antigüedad estaban ligados a un ardid de mentiras acerca de que los escogidos para mandar eran una suerte de centauro: mitad divinos y mitad humanos. Hoy, en el siglo XXI, bien lejos de la entendible ingenuidad de los antiguos romanos, no hay quien ignore la verdad: los congresistas, más que honorables humanos, son ciudadanos mundanos. Y si persisten en autodenominarse honorables, entonces bien podría dejar de pagárseles; porque los verdaderos honorables, desde la antigua Roma hasta nuestros días, han tenido y tienen como principio trabajar Ad Honórem; es decir, sin recibir una sola moneda por ello.


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