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Los fundamentos ideológicos de la “paz con legalidad”

Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.


Tal vez, ni siquiera, lo que más influyó en un amplio sector de la opinión pública para colocarse del lado de los adversarios de los acuerdos de paz del gobierno Santos con las Farc, haya sido su animadversión a esa agrupación guerrillera -nacida como insurgente al sistema, tratada como tal por décadas y declarada terrorista en el primer gobierno de Álvaro Uribe- sino la matriz de desprestigio desatada por el uribismo contra lo pactado, tan eficaz y mal respondida que logró calar con su mensaje distorsionador de los contenidos de la negociación hasta presentarla como provocadora de un cúmulo de situaciones a las que una cultura rural, clientelista, patriarcal, clasista, estratificada y premoderna aún se resiente.


En el plebiscito del 2 de octubre de 2016, que sometía a aprobación popular los Acuerdos de Paz, se impuso por mínima votación el No, apoyado por factores meteorológicos, pero con peso determinante de los efectos de una campaña de manipulación que puso el acento en “sacar a votar emberracada a la gente”, provocada mediante publicidad y redes falaces acerca del contenido del pacto de La Habana, de carácter tan extravagante que impactaron en un país machista y clasista. Mucha gente se comió el cuento de que votar no era evitar el homosexualismo, el libertinaje de la mujer, la desobediencia de los hijos, el ateísmo y muchas idioteces más.


Fue tan avasalladora la estrategia de propaganda negra que, preocupado ante la posible derrota deslegitimadora del plebiscito, el gobierno de Juan Manuel Santos tuvo que retroceder en una política pública apoyada por la Organización Mundial Salud, de respaldo a la libertad sexual y reproductiva de la mujer, orientación sexual y de género y libre determinación de la personalidad, derechos humanos universales, ante el anatema de que se trataba de una inducción al homosexualismo en un país de armarios repletos y cogidas de la mano entre machos pasándose la camándula.


Ahora resulta que aquello no fue solo una estrategia para avasallar la ilusión de paz sino que hace parte de un ideario firme y bien compartido en el gobierno y su partido, el cual se pretende imponer como dogma guía del aconductamiento de la nación hacia principios de fe, buenas costumbres y una moral orientada por preceptos medievales. Los rezos beatos en algunas dependencias ministeriales, el desafío presidencial a la Constitución en sus advocaciones por medios institucionales a la virgen de Chiquinquirá, la beatería histriónica del embajador ante la OEA no son situaciones al azar, los une la identidad confesional, conservadora y arcaica que caracteriza a este gobierno.


Para que una afirmación como esta dejara de ser una especulación amañada de los adversarios, una cartilla publicada como parte de un curso de la Escuela Superior de Administración Pública -Esap-, de la que es director el hasta hace poco reconocido analista liberal Pedro Medellín Torres, en convenio con la Oficina del Alto Comisionado para la Paz Miguel Ceballos, probable Ministro de Justicia, de autoría de Camilo Noguera Pardo, asesor de Ceballos en “paz con legalidad”, abogado y filósofo “sergista”, es decir de la Universidad Sergio Arboleda, tanque de pensamiento del actual gobierno, nos saca de dudas.


Según ese centro académico, Noguera es “líder de la estructuración conceptual y la estrategia pedagógica de la cultura de la legalidad que impulsa el gobierno”. Veamos en que consiste tal estructuración.


De acuerdo con la visión de cultura de paz con legalidad de Noguera Pardo, horizonte que expone el gobierno: “la Cultura de la Legalidad tiene un doble rol: primero, un rol educativo. Educa en las virtudes, capacidades y actitudes para lograr la vida en comunidad, justamente en edificar lo diverso que surge de la multiculturalidad resultante de las olas migratorias; segundo, es una finalidad terapéutica, y es que la cultura de la legalidad desarraiga vicios anquilosados en los imaginarios sociales de las comunidades”. Vicios como la inconformidad, la crítica, la resistencia y la opción por el cambio. Toda una lección de antidemocracia.


En esta concepción arcaica, confesional, servil y antiliberal “La dimensión educativa debe ocuparse de promover y fomentar formación, valores, capacidades, virtudes y actitudes que consigan hacer del agente moral – es decir, de las personas que conforman una comunidad- una fuente de institucionalidad, mediante el cuidado y promoción de actitudes y virtudes concretas tales como la mansedumbre, la justicia, la temperancia, la empatía, la compasión, entre tantas otras.” La misión de la educación es predicar la resignación y el conformismo.


Ese pensamiento ha sido trasladado sin rubor ni consideraciones a la Esap, entidad oficial encargada de la formación de administradores públicos y gobernantes seccionales, como queda evidente en el curso “Paz, convivencia y cultura de la legalidad” -con seguridad requisito obligado para los afortunados.


En la cartilla que orienta el módulo “Paz con legalidad” se afirma, de manera contundente y sin decirlo, que la orientación liberal y progresista que guió los acuerdos de paz con las Farc son de las “causas generadoras de violencias secundarias; violencias, por demás, que no se suceden por casualidad y que no vienen de la nada, sino que son resultado de entramados teóricos que, muchas veces de manera silenciosa, se anquilosan, se instalan y se enquistan en los imaginarios colectivos de las comunidades e incluso se imponen al través de agendas legislativas y medios de comunicación y entretenimiento.”


A manera de cruzada agrega como advertencia y mandato para la nueva feligresía, que antes era gente en preparación para aspirar a cargos públicos en el marco de la liberal Constitución de 1991, que “Estudiar esos entramados teóricos o por lo menos hacerlos conscientes, es el primer paso (punto de partida) para conocer lo que habita tras la violencia, pues todas las prácticas humanas se derivan de teorías previas.” Y no es muy difícil advertir que el inconformismo y la inestabilidad radican en el “castrochavismo”.


Para concluir de manera tajante y aterradora “Dicho más llanamente: cuando la teoría es nociva, las prácticas envilecen. Los pilares del progresismo ideológico son la base rectora de las sociedades contemporáneas y, por ende, el núcleo que ha generado y multiplicado formas de la violencia conducentes, de uno u otro modo, al extravío moral y, en algunos casos, al suicidio, que es, sin más, la manifestación más patente de la violencia.” En ese discurso confesional, moralista, premoderno, ordoñista -de Ordóñez caballero de la virgen y exprocurador- del gobierno y la nueva Esap ¿habrá salvación?

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