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Los costos del derecho a votar

Por: Germán Valencia

Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia


Tener la posibilidad de ejercer el derecho al voto cuesta, así pasa aquí y en cualquier lugar del mundo. Para un país como Colombia, el cual realiza este año tres procesos electorales –uno para el Congreso de la República y las consultas interpartidistas, y dos para la Presidencia de la República, primera y segunda vuelta– conlleva asumir enormes costos para el sistema democrático.

Lo paradójico es que la ciudadanía, por lo general, no es consciente de lo mucho que cuesta este derecho a votar en el sistema político. Y mucho menos a reconocer que estos enormes costos finalmente termina por pagarlos ella misma, a través de los impuestos que tributan y en los descuentos que se hacen a los contratos e inversiones que posteriormente firman los políticos que elegimos.

Este desconocimiento se debe a varios factores. El primero es la concepción de gratuidad que tenemos de los derechos políticos y, en especial, al del voto. La ciudadanía no es consciente que, al igual que el derecho a entablar una tutela o poner un derecho de petición, una queja o un reclamo, el derecho a votar por un candidato o candidata a la Presidencia también tiene un costo.

Y si alguien acaso piensa en los costos de votar, los subvalora, pues los relaciona con el día de las elecciones. Considera ingenuamente que al jurado de votación no se le paga nada, que los edificios son escuelas públicas que se prestan y que los cubículos son cajas de cartón que se pueden reutilizar cada que hay elecciones.

Segundo, se debe a la gran valoración que tiene la ciudadanía del derecho a elegir y ser elegido. Lo que provoca que prime este derecho político sobre los costos económicos. Estamos dispuestos a asumir los costos que sean por el derecho a votar y le exigimos al Estado que haga respetar los derechos que se han logrado con la democracia; que proteja y garantice el derecho fundamental al voto y que realice todos los procedimientos administrativos que exige el proceso productivo electoral.

Situación que es aprovechada por el Estado para que, cada año, ponga en el Presupuesto General de la Nación (PGN) un rubro grande y creciente para esta labor. De acuerdo con la Registraduría Nacional del Estado Civil (RNEC) para las elecciones al Congreso, las consultas partidistas y la Presidencia este año invertirá 1,2 billones de pesos.

Cifra muy superior a la gastada en 2014, cuyo presupuesto fue $458 mil millones, y en 2018, que costó $759 mil millones. Lo que ha permitido elevar el Índice de Costos Electorales (ICE) en un 45%, entre 2010 y 2021, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE) y la Misión de Observación Electoral (MOE).

Tercero, a la concepción cándida que tenemos de los políticos. Pensamos que las personas que quieren llegar al poder es porque quieren sacrificarse y representarnos, y, por supuesto, ganarse unos cuantos millones a través de los honorarios que se les reconocen. De allí que concebimos los incentivos que nos ofrecen para votar –un transporte para ir al puesto de votación, un almuerzo o un mercado, un bulto de cemento o prometerles que su hijo ocupará un cargo menor público– como algo que ofrecen de manera cuasí-altruista y sacado de sus bolsillos.

La gente no concibe a los políticos como empresarios, ni mucho menos que las campañas representan para ellos grandes inversiones políticas que deben recuperarse. No piensan que ellos, al igual que cualquier empresario, invierten dinero en votos con fines de lucro. Inversiones que dirigen a pagar encuestas, pautas publicitarias –en redes sociales, televisión, radio, prensa, etc.–, personal administrativo y asesores, grupos musicales y transporte, entre muchos otros.

De allí que los políticos hagan préstamos con entidades financieras, gastan sus ahorros, hipotecan sus casas o piden a los financiadores de campañas que crean en sus promesas de apoyarlos cuando lleguen al puesto público. Inversiones que, en algunos casos como el Senado de la República, suman más de 18.000 millones de pesos.

Una vez elegidos, las inversiones comienzan a recuperarse. Una primera parte con la reposición de votos que da el Consejo Nacional Electoral –6.140 pesos por cada voto válido–. Pero, la segunda parte de esta gran inversión la recuperan ejerciendo el poder político –el que les posibilita haber llegado a un cargo  público como senador, representante, presidente, alcalde, etc.–. Allí usan el poder que tienen a su alcance para asignar contratos y devolver favores, solicitar puestos o cobrar porcentajes por la inversiones.

Cuarto, a que no consideramos todos los costos que nosotros mismos como ciudadanos asumimos. La gente no comprende que también ellos al votar tienen costos: desde invertir tiempo escuchando a los distintos candidatos para saber por quién votar, hasta el uso del transporte para ir a la mesa de votación el día de las elecciones. ¿O acaso usted cuando votó alguna vez, al levantarse un plácido domingo de su cómoda cama, en medio de un aguacero, no tuvo que asumir un enorme costo al ir a las urnas?

Finalmente, existen los costos que todo el sistema social debe asumir luego de las elecciones. Entre los que están realizar un descuento del 10% tanto en el costo de la matrícula –si son estudiantes de una institución oficial de educación superior–, como en la expedición del pasaporte, en el trámite o duplicado de la libreta militar y en los duplicados de su cédula de ciudadanía; o darle medio día de jornada de descanso a los trabajadores por ir ejercer el derecho –art. 3 de la Ley 403 de 1997–, además de un día completo de compensación remunerado por ser jurados de votación. 

En síntesis, votar requiere realizar unas inversiones. Las hace el Estado, cuando destina buena parte del presupuesto a financiar las elecciones; las realizan los empresarios políticos, cuando le apuestan parte de su riqueza a un candidato en sus campañas; y, finalmente, las asume todo el sistema económico y social, cuando, por ejemplo, las ventas por alcohol deben pararse por la ley seca.

Lo malo es que la ciudadanía no es consciente de que todos estos costos nos los trasladan, tanto el Estado como los empresarios, a nosotros como usuarios del sistema político: el primero, a través de los impuestos, y el segundo, con la apropiación indirecta de los recursos públicos, que van sumarle a los patrimonios familiares netos de los empresarios políticos.

Es conveniente que la población conozca esta realidad, sepa reconocer y a la vez identificar los costos económicos, directos e indirectos, para que esto le permita, por un lado, ejercer con mayor responsabilidad el derecho al voto; que se informe y salga el día de elecciones decidido a ejercer este derecho.

Decirle a la gente que su derecho al voto nos costó 29.543 pesos, y que de no votar, buena parte de los 40 millones de tarjetones, del trabajo de los jurados en las 112.009 mesas y de los $27 mil millones en el software para contabilizarlos, se perderán. Esto, tal vez, ayude a reducir la tasa de abstencionismo que hoy supera el 50% –en 2014 fue del 56 %  y en 2018 del 51 %–.

Y por otro lado, a que la ciudadanía le ponga cuidado al origen de los costos y a cómo finalmente los pagamos todos. Así podría cambiar la visión romántica del ciudadano frente al Estado y los políticos, que los conciben como actores que lo dan todo por mantener un sistema democrático, que quieren defenderlo para el bien de la ciudadanía.

Debemos presionar para que el Estado se encargue de actuar de forma eficiente en el uso de los recursos públicos. Y de poner cuidado a los políticos elegidos para que estos no cumplan al pie de la letra la sentencia de Carlos Gaviria: “quien paga para llegar, llega para robar”.

 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido su autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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