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Lo que significó la salida de las FARC-EP de la selva

Por: Germán Valencia Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia


En mi columna de opinión anterior mostré cómo desde de la firma del Acuerdo Final con las FARC-EP, en noviembre de 2016, se está presentando en Colombia una destrucción acelerada de la naturaleza. Los bosques están siendo talados de una manera acelerada, llevado a que en cinco años se cuenten, por lo menos, 750 mil hectáreas (has.) de selva deforestada en el país.


Esta situación puede ser mal interpretada por algunos, al ver la desmovilización armada de las FARC-EP como un hecho desafortunado; incluso, llevándoles a añorar la presencia del actor armado en las selvas colombianas, utilizando como argumento que, con la salida de la exguerrilla, se perdió a un actor clave en la protección del medio ambiente, ya que este se comportaba como una especie de guardabosques y cuidador de la naturaleza.


Pero esta forma de pensar pasa por alto lo que fue la conducta de las FARC-EP en las selvas colombianas. Esta guerrilla veía a estos espacios con fines netamente estratégico-militares y económicos. Las tenía como lugares de control territorial, cuya estrategia consistía en usar los bosques como corredores de movilidad y escondites para construir sus campamentos y, en ellos, albergar a personas secuestradas.


Desde allí lanzaban ataques a la fuerza pública y aprovechaban para esconderse. El uso de las armas les permitió liberar al territorio de la institucionalidad del Estado y, con ello, usar la selva para transportar armas y drogas, y obligar a la población a cumplir las normas que ellos mismos establecieron, como restricciones de caza, pesca y tala de bosques en determinados lugares.


Pero también les posibilitó delimitar áreas para cultivos –legales e ilegales–, decirles a los mineros dónde y cuánto podían hacer explotación de la tierra, y señalar los terrenos para ser acaparados por ellos mismos. De esta forma, se entregó a colonos la explotación indebida de madera, se comercializó fauna silvestre en el mercado negro y se desviaron cauces de aguas para fincas que les pagaban tributos.


Todas estas fueron actividades lucrativas que le ayudaron a las FARC-EP a sostener su economía de guerra y la oposición contra el Estado. Advirtiéndoles a todas aquellas personas que incumplieran sus códigos de conducta que se les castigaría por el indebido uso de los permisos. Y así lo hicieron en varias ocasiones, juzgaron a los pobladores en tribunales farianos con penas severas; muchas veces, no porque dañaran la naturaleza, sino porque lo hacían sin su permiso.


De allí que cuando las FARC-EP salieron de estos espacios, una de las consecuencias negativas fue la destrucción masiva de la naturaleza. Como lo advertía la literatura sobre las nuevas guerras en el mundo, el abandono de un actor armado de las zonas de influencia, si no se copa por el Estado, trae como consecuencia la presión de otros grupos armados con el objetivo de apropiarse de la fuente de riqueza dejada.


Así, el desarme de las FARC-EP debería de haber conllevado la presencia estatal, pero, en su lugar, significó el retiro de un agente regulador que, indirectamente, protegió el medio ambiente en medio del conflicto armado. Ahora la tierra –el suelo y subsuelo– se ha convertido en espacio para de nuevo ejercer la violencia y, a la vez, dar uso desenfrenado a los recursos naturales. Ya no hay control de la guerrilla ni de ninguna autoridad estatal para el uso, extracción y apropiación de estos recursos.


Estamos ante un círculo vicioso y destructivo de la naturaleza. Un tiempo donde los diversos actores –tanto ilegales (Grupos Armados Ilegales) como legales (campesinos, colonos, comunidades indígenas)– se ven liberados, como bestias, para destruir los entornos naturales: una población que está motivada por la lógica de conseguir la riqueza natural, aquella que no impone límites a la destrucción de bosques, sino que impulsa el uso indebido del recurso y que, incluso, usa las armas para presionar la destrucción sistemática y masiva.


Esta situación podría remediarse, en parte, si se tomara con responsabilidad la implementación del Acuerdo Final. Allí están planteadas varias herramientas que podrían, muy bien, ayudar a que las comunidades participaran en el control al aniquilamiento de la naturaleza. Por ejemplo, algunos de estos instrumentos serían el Plan de Zonificación Ambiental (PZA), los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS).


Dichos instrumentos, bien desarrollados, nos ayudarían a dar un manejo ambiental adecuado. En ellos se establece un programa ambiental especial para las zonas de reserva forestal, para las zonas de alta biodiversidad, para ecosistemas frágiles y estratégicos, y para las fuentes y recursos hídricos como son las cuencas, los páramos y los humedales. De esta forma, sería posible cumplir con el doble papel de proteger la biodiversidad y, a la vez, el derecho de la población a un ambiente sano y que proteja su vida. Sin embargo, desafortunadamente, se avanza a paso de tortuga en la implementación de estas estrategias.


 

* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.

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