Por: Germán Valencia Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
La mayoría de protestantes en Colombia tiene rostro joven, no superan los treinta años. Son muchachas y muchachos desempleados y estudiantes que salen a la calle porque están indignados con la realidad que les tocó vivir. Tienen enojo con las élites y con los dirigentes políticos que les han querido cerrar las puertas.
No se trata de percepciones subjetivas, la realidad les muestra la situación problemática en la que se encuentran. Están en un camino sin oportunidades laborales, ni de ingresos ni de jubilación; sin opciones para mejorar sus conocimientos universitarios y condenados a compartir con sus padres los pocos recursos que tienen en los hogares.
En lo económico, son personas que no tienen trabajo ni oportunidades de ser enganchadas en el mundo laboral. No se les contrata porque no dominan un oficio, porque carecen de experiencia laboral, porque no saben un segundo idioma o porque no tienen una educación técnica, tecnológica o universitaria.
Además, se les ha cerrado la entrada a la educación terciaria. No pueden acceder a una educación superior si no tienen recursos para pagarla. Desde hace tres décadas, con la Ley 30 de 1992, se les condenó a que cada vez menos proporción de jóvenes de bajos ingresos puedan acceder a la formación terciaria –hoy solo accede el 9% de personas de los estratos bajos–. La educación es una mercancía que deben comprar y no un derecho ciudadano.
Estas personas saben que al paso que van nunca se pensionaran, pues requieren como mínimo trabajar 25 años para tener derecho a una jubilación. También saben que se encuentran en uno de los países más desiguales y miserables del mundo –Colombia ocupa el primer puesto en desigualdad en América Latina y el tercero del planeta–; y que un niño o una niña pobre del país podría tardar hasta once generaciones para alcanzar la renta media, según la OCDE.
En términos de empleo, su situación es muy desfavorable. Según el DANE, la tasa de desempleo para la población joven –entre 14 y 28 años– se ubicó en el 23,9% entre enero y marzo de este año. Esto representa un aumento de 3,4 puntos porcentuales frente al mismo periodo del año pasado. Situación que es aún más grave para las mujeres jóvenes, cuya tasa asciende a 31,3%.
Finalmente, estas personas se encuentran en una realidad que les invita a luchar y competir entre ellas mismas; que les insiste en que aquí para sobrevivir hay que ser el más fuerte; y que les recuerda que el futuro es una construcción propia, sabiendo que ellas quieren luchar colectivamente y por un bien común. Por estas y otras razones es que salen a protestar de forma unida.
Están hastiadas con el rumbo que les está tocando presenciar. Han salido a las calles a protestar. Lo hacen desde hace más de diez años, cuando en 2011 se agruparon en la MANE y en 2019 en el paro nacional para insistir en una educación pública gratuita y de calidad. Y lo hacen hoy nuevamente contra las reformas propuestas por el Gobierno nacional y exigiendo mayores oportunidades de empleo e ingresos.
De allí que se puede decir que las y los jóvenes tienen razones suficientes para manifestar su descontento. Y lo están haciendo de una forma novedosa e insistente. Usan un gran repertorio de mecanismos colectivos de protesta, desde las marchas pacíficas y artísticas hasta el uso masivo de mensajes en internet.
Sus manifestaciones públicas las construyen con música, danzas y coloridos murales. Son ríos de jóvenes que usan tambores y seducen con cantos a los espectadores para que se les unan con cacerolas y velas. Son personas muy estéticas: usan el arte para realizar manifestaciones creativas, logrando con ello desmarcarse de los tradicionales mecanismos de protesta violenta.
Además, aprovechan su condición de ser hijos e hijas de lo digital para comunicarse con rapidez, a bajo costo y pudiendo llegar a muchas partes del mundo. Han construido una nueva ciudadanía basada en las tecnologías de la información y la comunicación. Aprovechan la hiper-velocidad que ofrece internet para, en tiempo real, comunicarse en las redes sociales.
Son jóvenes que no le tienen miedo a la protesta. La sombra de la guerra la han dejado atrás. Los pactos de paz y la salida de actores armados en el país les han liberado de la estigmatización que se les daba a los protestantes. Ahora están en muchas partes haciendo escuchar sus aplazadas agendas por el bienestar social.
Son seres más sensibles y con una lista de peticiones mucho más holística. Sus protestas son multipropósito: tienen en el radar la defensa del medio ambiente, el cuidado que debe dársele a los animales, la protección de los derechos de las mujeres y de las personas con diversidad sexual y de género, y el que no se sigan asesinando a líderes y lideresas sociales ni a firmantes de la paz, entre otras demandas sociales.
Y tienen la ventaja de exigir asuntos concretos: educación superior pública gratuita, un modelo de renta básica que les permita a sus familias no morirse de hambre y tener más oportunidades de empleo. Además, por supuesto, de demandar una reforma de la fuerza pública para que esta no les reprima violentamente por manifestar su descontento.
Todo esto les está permitiendo configurarse como un gran actor político, como una nueva ciudadanía con la que es necesario negociar de forma directa. Esta juventud no cree en los dirigentes políticos tradicionales ni en las personas intermediarias. Quiere que el Gobierno le atienda, escuche y tome decisiones. No quiere repetir la historia de hace dos años.
En conclusión, los y las jóvenes de Colombia desean configurar un gran pacto que le ponga fin a la ola de violencia estatal –de la Policía– y privada, que les permita tener acceso a la educación superior –la universitaria y la posgradual–, que les abra oportunidades laborales y, con ello, les garantice mayores posibilidades de ingresos y de pensión. Luchan por abrir puertas para un futuro común, más esperanzador. Y por supuesto, no se lo podemos negar.
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