Por: Redacción Pares

Es difícil decir cuando fue la última parranda de Gabo. Según su hijo Rodrigo la parranda nunca terminó. En su lecho de muerte en la casa de la Calle del Fuego en México, se escuchaba de manera atronadora los vallenatos incluso en su lecho de muerte, cuando ya no podía acordarse de ningún hombre, como si la peste del olvido de Macondo hubiera cruzado las fronteras del libro. Pero públicamente la última gran parranda de Gabo fue en el 2013. Allí su amigo, Leandro Diaz, le cantó La Diosa Coronada, no sin antes decirle que cada vez que él cantaba esa canción se acordaba siempre de su amigo, el escritor. El fervor por el vallenato de Gabo data de una de sus primeras columnas, escrita el 22 de mayo de 1948 y publicada ese mismo día en el Universal de Cartagena en donde afirma lo siguiente: “El vallenato lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.
Su fervor por este género lo llevó a decir que Cien años de soledad no era más que “un vallenato largo” Allí, en sus más de trescientas páginas, la parranda está siempre presente. Uno de sus personajes más queridos, Aureliano Segundo, le sacaba canas a su esposa, la remilgada y cachaca Fernanda del Carpio, con sus interminables fiestas con acordeón. Incluso Rafael Escalona, íntimo amigo del escritor, aparece como personaje sobre el final de la novela.
Sabemos que parranda se le dice a las fiestas donde interviene un conjunto vallenato pero pensemos en el término parranda como una fiesta, como una reunión íntima de amigos, en esas que empezaron a formar a Gabo como un escritor serio. Porque si es verdad el tópico de William Faulkner de que el mejor lugar para escribir es un prostibulo, porque en el día reina el silencio y en la noche la fiesta, Gabo se formó en La Cueva a punta de lecturas de Virginia Wolf y de conversaciones con amigos como Alvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Alejandro Obregón, Ramon Vinyes y hasta el mismo Julio Mario Santodomingo quien era el que terminaba pagando las cuentas. Gabo en esa época era recordado como un tipo flaco que fumaba compulsivamente, y hablaba poco. Luego, con la fama, la cercanía con sus viejos amigos quedaría restringida, algunos creen que se le subieron los humos a la cabeza. Así que las parrandas se trasladaron a Europa. Allí con Vargas Llosa y Cortazar armaban furruscas interminables, algunas de ellas incluso pasadas por cannabis.
Gabo afirmaba que había recorrido el mundo entero para visitar y parrandear con sus amigos además de pagar cuentas astronómicas de teléfono para sentirlos cerca. En México siempre tendría a Alvaro Mutis, amo y señor del whisky, y a Guillermo Angulo, el querido y amado maestro Angulo a quien hoy en día aún podemos ver como si fuera una aparición entre su finca de Choachí y su apartamento en las Torres del Parque, en Paris a Regis Debray, en Nueva York a Julio Mario, en Bogotá y París a Plinio quien aún vive muerto del aburrimiento.
Gabo fue tan parrandero que cuando le entregaron el Nobel armó fiesta en la antesala del premio Nóbel. Gabo era una especide rock star, politicamente incorrecto y con una llama por dentro que no se apagaba. Independientemente de si la fama o no le cambió, si ya los rones se los tomara con hombres de poder como Fidel, Miterrand o Torrijos, Gabo amó a sus amigos y también a sus fiestas. No importaba donde fueran. No importaba con quien fuera.
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