Por: Guillermo Linero Montes
Apenas el presidente Gustavo Petro dio a conocer el nombre del nuevo ministro de educación -el señor Daniel Rojas-, los opositores al gobierno sacaron a relucir algunos de sus viejos trinos de traza ofensiva y grosera, mostrándolos como contrarios a la que debe ser la expresión de un funcionario de semejante importancia cultural. Es una crítica, a mi juicio muy ingenua, pues las palabras no son exclusivas de las personas, sino también lo son del contexto donde ocurrieron y de la población que las usa; es decir, de quienes tienen capacidad para expresarlas -aunque no lo hagan- y saben muy bien cómo interpretarlas.
Sin padecer el síndrome de Tourette, que consiste en decir groserías, a los niños y niñas les satisface decir “malas palabras”. Los sicólogos aducen que ello corresponde a una etapa del desarrollo en la cual ponen a prueba su valentía. Lanzan groserías, sin el ánimo de ofender a nadie, sino para medir sus capacidades defensivas ante la respuesta ocasionada por su conducta negativa.
Así que pronunciar “malas palabras” en un niño es un acto de entrenamiento para la supervivencia, para enfrentar o huir de las amenazas. Y entre los adolescentes, tal vez por haberlas usado en la infancia con temeridad y riesgo, su licitud se amplía y las usan como parte de un vocabulario afectivo. Por eso se tratan entre ellos de “hijueputa” de “mariquita”, etc. Sin embargo, en la edad adulta esas palabras dejan de ser prohibidas (¿quién veta el vocabulario de un adulto consciente?) pero pasan a ser auto inhibidas, otra vez por causa de la supervivencia.
La consecución material de intereses de rol social y laboral, es más eficaz de emplearse un lenguaje de precisiones léxicas, un lenguaje comunicacional diplomático y hasta de hipocresías.
En efecto, para evolucionar económica y socialmente, es preciso adoptar -trascendiendo el ámbito académico de la biología- un lenguaje taxonómico; es decir, de clasificaciones y categorías, que implican un vocabulario perteneciente a un puntual contexto sistemático: los abogados utilizan el lenguaje jurídico, los médicos y los ingenieros un lenguaje científico, y cada área del conocimiento exige precisos códigos lingüísticos. Frente a esta realidad, poco espacio queda para usar con desenvolvimiento y licitud las llamadas “malas palabras” y hasta se les auto reprime como prohibidas.
Al hallarnos en un lugar solemne, viendo, por ejemplo, un partido de futbol de la selección nacional -digamos en la sala de juntas del ministerio de educación- ante un gol nadie exclamaría vulgaridades de festejo; pues, las “malas palabras”, si no casan con los modos y maneras del contexto dentro del cual pretendemos usarlas, serán percibidas indefectiblemente en su acepción negativa; pero, de encontrarnos en un grill de barrio o en nuestra propia casa, sin duda las gritaríamos sin aspavientos. Las “malas palabras”, cuando casan con los modos y maneras del contexto dentro del cual se usan, son percibidas inequívocamente en su acepción positiva.
De tal suerte, para hacernos parte de una sociedad que trabaja, organiza, administra y hace; para integrarnos a una sociedad que se expresa científica, cultural, artística y filosóficamente; entonces, ¿tenemos acaso que dejar las “malas palabras” y usarlas sólo cuando nos encontremos en las periferias, en lugares y entre poblaciones marginales? Yo considero que no, pues, así como existen esos lenguajes sistematizados, donde son mal vistas las “malas palabras”, existe igualmente un mayor número de la población que emplea la llamada “lengua de la tribu” y el denominado “lenguaje de la plebe”; pues, por causa de la inequidad social, son muchos más los pobladores a quienes los gobiernos perversos les negaron el conocimiento especializado: el estudio escolar y el universitario.
En el contexto de las poblaciones desfavorecidas suelen ser lícitas las “malas palabras”, y si bien tienen connotaciones de cargas negativas -por ejemplo para quejarse ante los gobiernos-, también las tienen muy afectivas, de cargas positivas -por ejemplo para festejar un triunfo deportivo-. De la misma manera ocurre en esos otros ámbitos de competencias comunicativas, facilitadas por la internet. En algunas franjas de las redes sociales -en el caso de las utilizadas por el ministro de educación, los twitter de antes y ahora los mensajes de X- las “malas palabras” tienen doble connotación -nunca doble moral- que les dan licitud, independientemente de cómo sean usadas, si ofensiva o afectivamente.
En el contexto comunicativo de la red social X, se combinan todos los lenguajes y se privilegian los discursos directos, sean o no vulgares. Alguna vez escribí, en una de estas columnas para Pares, que el twitter era la nueva muralla o papel del canalla; o lo que es lo mismo, un espacio y un recurso que consuetudinariamente han sido lícitos para expresar a todas voces el descontento y la indignación. Con esto quiero denotar cómo a las denominadas “malas palabras”, para precisarles su catadura de malas o buenas, su licitud, primero debemos considerar el contexto donde fueron emitidas.
Aunque, valga decirlo, las verdaderas autoridades en cuanto al conocimiento de las palabras (es decir, los escritores, los poetas, los pensadores y los filósofos que escriben ensayos literarios) no conciben espacios vedados para ningún vocablo, y de plano descuentan que existan las denominadas “malas palabras”; aunque tengan por cierto el peligro de las mal usadas.
Tal vez por lo anterior, suelen aceptarse como sanas las palabras groseras y ofensivas que están en los textos literarios, o las que son exclamadas oralmente por sus autores; pienso en Fernando Vallejo y en sus fuertes declaraciones públicas, y pienso en un joven posmoderno -Levy Rincón- que realiza un performance cuya esencia creativa es la crítica política, y lo hace encarnando a un personaje tan sensato como soez. Y yo festejo que esto ocurra, pero reclamo el mismo respeto por “la lengua de la tribu” y por el “lenguaje de la plebe”, indistintamente de quien las pronuncie, si un escritor, un artista del performance o una persona corriente, al menos hasta cuando nuestra cultura adquiera el nivel dialectal de la dignidad; porque, en un país que discute y debate con atroz violencia, las palabras agresivas, las palabras negativas, son menos perjudiciales que el uso de las armas que causan daños físicos y hasta causan la muerte. Y digo esto, porque si bien es cierto que existe el poder de las palabras, no estoy de acuerdo con quienes aseveran que ellas matan y aniquilan.
Tales entendimientos descalificadores sin duda son producto de la cultura y antes que rivalizarlas hay que aprender a validar las palabras de aparente esencia negativa. No importa si las expresan nuestros oponentes políticos para mostrar su frustración, su dolor, su descreimiento y hasta su resentimiento; pero, que no te escupan, que no “te den por la cara marica”, que no te agredan físicamente. Esa sería una etapa de transición para que las palabras reemplacen lo que realmente hiere y mata -las armas- y un día por fin, ya olvidadas estas empecemos a desmontar las palabras que hieren, ofenden y maltratan sicológicamente; porque cuando eso ocurra ya no existirán las situaciones sociales, políticas, familiares o personales, que hoy las provocan y justifican.
Al dicho popular: “Tu manera de hablar revela lo que hay en tu corazón” habría que reacomodarlo y dejarlo más bien así: “Tu manera de hablar revela lo que hay en tu población”. Siempre será más suave una bofetada léxica que una motosierra desmembradora. De manera que ante las críticas al nuevo ministro, yo diría que me quito el sombrero, no solo por su excelente labor al frente de la SAE, sino también por sus buenas “malas palabras”.
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