Guillermo Linero Montes
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.
Así como el arte funciona sobre la base de dos realidades de expresión complementarias, la figurativa y la abstracta, el mundo político también depende del equilibrio entre dos polos opuestos. Es tan connatural eso, que antes de tomar forma la distinción entre liberales y conservadores (en el campo de las ideas políticas los términos conservador y liberal, tal y como se les entiende en el presente, están ligados el primero a Chateaubriand, quien lo usara para referirse en 1819 a los opositores de la Ilustración, y el segundo, que es tan antiguo como la palabra libertad que le da su nombre, en calidad de tendencia política es también de comienzos del siglo XIX).
Pero, antes de que eso ocurriera, ya existía la difundida división del mundo político entre izquierda y derecha (surgida en la asamblea constituyente de la Revolución francesa, en 1789); y antes de que ocurriera esta escisión entre izquierda y derecha, hacia los siglos IV y V a. C. ya se había consolidado la antítesis entre materialistas e idealistas; dos corrientes procedentes de la Grecia antigua: el materialismo, con los estudios de Demócrito, precisamente sobre la estructura de la materia, y el idealismo, con las reflexiones de Platón acerca de que la ideas son innatas al alma.
Con todo, desde mucho antes de estas divisiones politizadas, ya acaecía la rivalidad entre dos grandes fuerzas que, al menos en el ámbito político, le dieron vida a las demás correlaciones (al idealismo-materialismo, a la izquierda-derecha, y al liberalismo-conservadurismo): me refiero a la fuerza espiritual o “poder atemporal” -en manos de consejeros espirituales y sacerdotes- y me refiero a la fuerza material o “poder terrenal” en manos de los gobernantes, quienes de forma semejante a los consejeros y sacerdotes, actuaban y siguen haciéndolo todavía, bajo el control y directrices de la religión.
No en vano la acepción primera de la palabra religión es delatora de su función política basada en la fuerza y el poder. En latín, religio significa control; y su materialización, su praxis, ocurre cuando el pueblo sabe “mostrar respeto” por lo sagrado, incluyendo como “sagrados” a sacerdotes y gobernantes, personas comunes y corrientes a quienes les tocó en suerte ser “los elegidos”, bien por ventura divina –es inútil ponerse a cuestionar la teoría de la revelación- o bien por fundados acuerdos de la comunidad primigenia. No en vano, “Platón (427- 347- a.C.) criticaba constantemente el concepto griego de los dioses y Critias (460-403 a.C.) afirmaba que simplemente habían sido creados por el hombre para controlar a otros hombres”.[1]
Desde la antigüedad hasta nuestros días, la política bajo la cual se organizan las sociedades ha sido el de esas escisiones politizadas. Por ser estas hijas de la religión han replicado su sistema político binario. De hecho, en el esquema de poder de la religión, por una parte está el “poder terrenal”, caracterizado por el ejercicio de la autoridad material o, lo que es lo mismo, por el uso de las armas y las normas de castigo –la llamada justicia terrena-; y por otra parte está el “poder espiritual”, que profesa la conducta religiosa de “mostrar respeto” inculcando normas de comportamiento moral y bajo la atroz amenaza de un castigo eterno –la llamada justicia divina-.
No obstante, la realidad es que nunca ha sido posible garantizar la buena administración de ninguna sociedad, al menos sin el empleo de la autoridad terrenal y sin la práctica generalizada de la conducta religiosa de “mostrar respeto”. Una perfecta alianza de fuerzas donde el papel de la autoridad de los gobernantes es garantizar la propiedad privada, asegurar la tenencia de tierras y sortear los peligros que representan “los otros”, los ajenos a nuestro círculo social. Y el papel del poder espiritual reside en conseguir que el pueblo pierda dominio de su voluntad, sin necesidad de hacer uso de la autoridad, sin castigos ni fuerza; porque la sola promesa de un lugar celestial o de un paraíso y la amenaza de un juicio final o de un posible infierno, han resultado más eficientes que el trabajo de los gobernantes y su poder de autoridad.
De modo que, gracias a los intermediarios de las religiones (curas y Papas en la tradición católica) al elegir un gobernante el pueblo pierde el poder y se convierte en beneficiario o víctima de quien lo detenta. Sin el poder el pueblo pierde las facultades para protestar y hasta para defenderse. Sin el poder, el pueblo difícilmente consigue ejecutar cosas, excepto que se las manden a realizar quienes detentan el poder. Y con el poder –lo cual es lo más importante y a la vez lo más denigrante: los gobernantes ponen en práctica su propia voluntad sobre la de los pobladores.
De manera que el poder ha estado desde los inicios de las sociedades en manos de la religión; es decir, en manos de aquellos a los que alguien –quién sabe quién- les otorgó el crédito de haber sido elegidos por ley divina. No obstante, para llevar a la praxis semejante poder, para organizar un ejército y someter a su voluntad a los pobladores, hubo que usar a los gobernantes y de ahí surgiría la primera gran división en cuanto a cómo y quién debería administrar directamente a las sociedades: si los elegidos por los dioses (los gobernantes) o si sus intermediarios espirituales (los curas y los sacerdotes encargados de lo atemporal); pero, en ningún caso estuvo contemplada, en ese comienzo de nuestra civilización, la opción del pueblo como único regente.
No obstante, porque “el hombre -como diría Hobbes- es lobo para el hombre”, la ambición de algunos gobernantes les llevó a pretender los dos poderes. Los emperadores que rigieron bajo el periodo denominado cesaropapismo del año 800 al 843, por ejemplo, lo hicieron de facto al concentrar en una sola persona –el emperador Carlos Magno- el podertemporal (que correspondería al César) y el poder espiritual (que correspondería al Papa).
Aun así, pese al cesaropapismo, que duró poco, desde el principio y a lo largo de la historia se ha visto atenuada la rivalidad entre ambos poderes, porque los curas –los representantes de la iglesia y de las religiones- siempre se han asegurado de que los gobernantes compartan con ellos la propiedad de las tierras y estos, a su vez, desde luego, han exigido que les pongan a su favor el manejo de las voluntades, esencialmente en las contiendas políticas y, ya estando en el poder, que les hagan eco a sus actuaciones y hasta les cubran sus abusos de poder.
A esa pugna consentida se le conoce como la “teoría de las dos espadas”, teoría cuyo origen tiene sus raíces, digámoslo así, en la imaginación lógica de San Agustín de Hipona, para quien la Ciudad de Dios era en verdad dos ciudades: la terrenal y la espiritual. Desde luego, historiográficamente resulta más coherente darle tal crédito Gelasio I que fue papa entre los años 492 y 496 porque buscó con sus reflexiones en torno a la teoría de las dos espadas el privilegio y dominio de los papas y el desconocimiento y subordinación de los emperadores.
Esa rivalidad entre esas dos autoridades, terminó definiéndose como hoy subsiste: los gobernantes quedaron con la potestad de tener el ejército y de administrar los bienes –títulos de tierras- y las autoridades que representaban la religión, a los dioses o a Dios, se quedaron con el poder espiritual –mandar sobre las almas- lo cual implica el manejo de la voluntad de las personas en términos de elegir por ellas “qué hacer” o “qué no hacer” con respecto a su propia existencia y no “qué hacer” y “qué no hacer” con respecto a la producción económica. De modo que no seguir las normas terrenas con la misma demostración de respeto que a las divinas, acarrearía lo que ya sabemos que ha sido amenaza eterna de las religiones y de la misma iglesia católica: la caída en el limbo, en el mejor de los casos, o la condena al infierno en todos los demás casos.
Para terminar, porque ya el título de esta nota está explicado, cabe decir que lo más curioso del cruce de espadas del Papa y Petro -diálogo ocurrido el 2 de febrero de 2022- y lo más preocupante para sus oponentes –conscientes como Max Weber de que “las religiones son vehículos éticos que inhiben o estimulan los procesos de estratificación social y desarrollo económico”[2], es que las religiones, la iglesia y los papas, nunca en la historia han dudado acerca de con quién comparten el compromiso de administrar las sociedades. Aunque, claro está, siempre bajo su esquema binario y único de: un poder terrenal –ellos saben que ya Petro lo tiene y que muy pronto se le oficializará- y un poder espiritual, que si bien nunca lo han soltado ellos, igual deben asegurarlo como parece que lo están haciendo.
*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido su autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
[1] Joshua J. Mark, (traducido por Rosa Baranda). La Religión en la Antigüedad.
En: https://www.worldhistory.org/trans/es
[2] Rafael Arriaga Martínez. Max Weber y la incidencia de la religión en los procesos de estratificación social. En: /www.scielo.org.mx/scielo.php?script
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