Por: Germán Valencia
Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
El 26 de septiembre de 2024 se cumplieron los primeros ocho años de la firma del Acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Cartagena. Exactamente, las dos terceras partes que, según lo proyectado por el gobierno de Juan Manuel Santos, duraría la implementación del contenido de las 310 páginas que lo componen.
Para su elaboración fue necesario cuatro años de trabajo del equipo conjunto negociador —desde noviembre de 2012, cuando comenzó la primera ronda de conversaciones en La Habana, Cuba, hasta noviembre 24 de 2016, cuando se firmó el texto final en el teatro Colón en Bogotá—. Además de la participación de miles de personas de la sociedad civil, que con su comentarios ayudaron a elaborar el tratado de paz.
Desde que se comenzó a conocer los acuerdos, los expertos en negociación y la comunidad internacional consideraron que este era el más amplio y mejor elaborado tratado de paz del mundo, al menos en las últimas décadas. Pues era comprensivo y contenía seis temas que lo convertían en el mejor remedio para acabar con un conflicto armado que lleva décadas.
A pesar de esta positiva evaluación y de que la Constitución Política de 1991 le entrega al presidente de la República la potestad de firmar acuerdos de paz, Juan Manuel Santos prometió desde el inicio de las negociaciones que “la paz no se haría a espaldas de la ciudadanía”, por ello, de manera convencida, quiso al final llamar a las urnas y preguntar por si se aceptaba o no su contenido.
Luego del anuncio de tener un texto completo y definitivo —en agosto de 2016— y de haberlo firmado por las partes, con un “balígrafo”, en un acto público en septiembre, se llamó a consulta a la ciudadanía a decir “Sí o No” al acuerdo en el plebiscito del 2 de octubre de 2016. Donde ganó la opción del “No” con el 50,1% de los votos y perdió el Sí con el 49,78%.
Las consecuencias de esta torpe decisión, tanto del Gobierno —por buscar la aprobación popular— como de la ciudadanía —que engañada dijo no, aunque fuera una diferencia tan pequeña, de cerca de 50 mil votos en una población apta para votar de 36 millones— ha tenido múltiples consecuencias negativas para el país. Sus efectos fueron inmediatos pero también se viven hoy sus coletazos, ocho años después.
Entre los efectos inmediatos fueron, sumir al país en una incertidumbre política general. En lugar de vivir una fiesta por la paz, durante los dos meses siguientes, lo que se tuvo fue un período de reelaboración del tratado de paz, donde las modificaciones fueron pocas, que sirvió para dejar en el ambiente la idea que se trataba de una mala negociación y un mal acuerdo de paz que requería cambios.
Al ganar el “No”, aunque fuera por tan pequeña diferencia, quedó el mensaje entre la ciudadanía de que era cierto los rumores de que “el país se le estaba entregando a la guerrilla comunista de la FARC”. De que se venía una educación plagada de “libertades sexuales”, con un “derecho universal al aborto” y donde “las buenas costumbres se iban a acabar”. Finalmente, un país donde las víctimas del conflicto no tendrían “ni justicia, ni verdad, ni reparación” y en su lugar le tendría que pagar a los guerrilleros.
En síntesis, los argumentos que usaron los promotores del “No” se impusieron. Y la rabia sembrada con que salió a votar la ciudadanía se mantuvo durante los meses siguientes. Un sentimiento de engaño y “berraquera” que, a pesar de los cambios introducidos al texto final, se mantuvo y profundizó.
Estos sentimientos negativos sirvieron para que un par de años después los opositores al Acuerdo, lo utilizaran en las elecciones a la Presidencia de la República. El candidato del Centro Democrático, Iván Duque, usó el “No” para ganar las elecciones. Con su campaña de “hacer trizas el Acuerdo de paz” logró recurrir al sentimiento sembrado en el plebiscito y quedarse en el poder.
Durante cuatro años —entre agosto de 2018 y el mismo mes de 2022— el país tuvo que ver como se le ponía trabas a las inversiones que exigía los programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y el Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS). Y cómo se malgastaron y robaron los recursos aprobados en proyectos de inversión relacionados con la implementación del Acuerdo de Paz (OCAD-Paz).
Finalmente, los coletazos del “No” también los estamos padeciendo hoy. La ciudadanía tiene sembrada en el inconsciente colectivo de que negociar la paz con los grupos armados no es el camino. Y que cualquier acuerdo, por pequeño que sea, es una traición al país, incluso si es para desescalar el conflicto, establecer Zonas Críticas o realizar corredores humanitarios para salvar vidas.
La ciudadanía le está dando la espalda al gobierno de Gustavo Petro, quien viene implementando la ambiciosa política pública de Paz Total, con la que busca sacar del conflicto a, por lo menos, 27 grupos armados, los mismos que hoy están involucrados en las nueve mesas de paz, unas con carácter político y otras de sometimiento a la justicia.
Habrá que decirle a Juan Carlos Vélez, el gerente de la campaña por el “No”, y a las 30 personas naturales y 30 empresas que aportaron los $1.300 millones —entre ellas la Organización Ardila Lülle, Grupo Bolívar, Grupo Uribe, Colombiana de Comercio (dueños de Alkosto) y Codiscos— que su empresa de desprestigio de la paz ha tenido éxito y sostenibilidad en el tiempo.
Que su mensaje de indignación —logrado con una agresiva y planeada campaña en redes sociales y pensado para cada estrato social— ha tenido y seguirá teniendo efectos en el país. Que la berraquera con que se votó fue efectiva en el corto plazo y se mantiene hoy en el corazón de muchos colombianos.
Fue efectiva en el corto plazo, convirtiéndose en los aguafiestas de la paz a finales de 2016. La ciudadanía no pudo disfrutar, en aquel momento inicial, de la gran fiesta de la paz. Un momento lleno de actos simbólicos como la dejación de armas, la bienvenida a la vida civil de los excombatientes y el cambio de botas por votos con el ingreso del partido Comunes a la competencia electoral.
Ha sido efectiva en el mediano plazo con la imposibilidad de contar con los recursos suficientes para la implementación del Acuerdo Final y con ello ayudar a los territorios más afectados por la guerra, en especial, a las zonas aisladas y empobrecidas. Con ello han ayudado a mantener las desigualdades regionales en Colombia.
Por último, hoy están siendo efectivos. En estos momentos se vive un desprestigio generalizado de la paz. Tenemos una población que, aunque sabe que la paz es positiva y beneficiosa, no se explica por qué no les gusta esta. Tienen sembrada en el alma —o el inconsciente— el prejuicio del “No”. De allí que cualquier acuerdo que se haga para construir la paz, es una entrega del país al grupo armado y un engaño que le hace el Gobierno a la ciudadanía.
Estamos en un mundo distópico, parecido a aquel donde a la gente se le ofrece alimentos saludables, pero no la recibe a pesar de que se está muriendo de hambre. La gente rechaza las acciones de paz como a los alimentos. Tiene implantada en su mente la idea de que lo están engañando y que todo hay que revisarlo, a pesar de que observe como se le intenta salvar la vida en todo momento.
* Esta columna es resultado de las dinámicas académicas del Grupo de Investigación Hegemonía, Guerras y Conflicto del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.
** Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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