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Lara Bonilla, el crímen que condenó a Pablo Escobar

  • Foto del escritor: Redacción Pares
    Redacción Pares
  • 4 may
  • 3 Min. de lectura

Por: Redacción Pares




Antes del 30 de abril de 1984 la hacienda Nápoles era el lugar de encuentro de prestigiosos periodistas y políticos. Incluso su dueño, Pablo Emilio Escobar Gaviria, era Representante a la Cámara. Habían rumores de sus malos pasos. Decían, ya en esa época, que era socio del nazi Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, quien tenía hectáreas sembradas de hoja de coca en Bolivia, que había matado a varios jueces en Medellín y que había sido detenido por contrabandista en Ecuador. La periodista Maria Jimena Duzán encontró una foto de un Escobar veinteañero y sonriente, mientras era reseñado por la justicia ecuatoriana. La respuesta del capo fue mandar a recoger todas las ediciones del periódico y quemarlos. Además sentenció de muerte a Guillermo Cano, director del periódico.

 

Mientras la clase política se arrodillaba Rodrigo Lara Bonilla se dispuso a desafiarlo. Quiso demostrar ante el Congreso que Escobar era un narcotraficante. Mostró pruebas contundentes de que este hombre era uno de esos mágicos. Así llamaban en Medellín a los hombres que de la noche a la mañana, como por arte de magia, salían a comprar mansiones en el Poblado, con colecciones de carros y ejércitos privados. Entonces Pablo Escobar contraatacó. Mostró pruebas de que el narcotraficante Evaristo Porras había intentado de comprar la consciencia de Lara Bonilla. Supuestamente le habían ofrecido un millón de pesos para tranzarlo. Al verse envuento en esta situación el jóven ministro de justicia empezó una carrera a muerte para demostrar, no sólo que él era inocente sino que la idea era quitarle la máscara a Escobar.

 

Empezaron los debates, el afán en una especie de carrera hacia la muerte. Uno de sus más cercanos amigos, su jefe en el partido Liberal, Luis Carlos Galán, le recordaba todo el tiempo a quién se enfrentaba. ¿No se daba cuenta de los riesgos? Entre más le recomendaban mesura más alzaba la voz. El debate en el congreso de abril de 1984 fue contundente. Frente a un tablero improvisado demostró que Pablo Escobar no sólo tenía contactos con el narcotráfico sino que era el narco mismo. Inmmediatamente la visa a los Estados Unidos a Escobar le fue suspendida. Con la sangre en el ojo por lo que, según él, le había hecho el ministro de Justicia, contraatacó y le envió dos sicarios para matarlo. Y así lo hicieron. El 30 de abril de 1984 nos quedó claro que nadie, ni siquiera el ministro de justicia, estaba a salvo de la venganza de Escobar.

 

Ahí empezó una guerra que duró nueve años. Una guerra en donde murieron miles de colombianos secuestrados, en bombas, en ataques sicariales. Se moría por ser policía, político, periodista, juez y ser honesto. La frase “Plata o plomo” era una de las más repetidas por Escobar. Pero, matar a Lara Bonilla, fue su primer gran error. Desde entonces se tuvo que refugiar en sus caletas, la más grande de todas fue la Hacienda Nápoles. Y siguió matando a candidatos presidenciales, armando civiles, traficando coca e incluso sometiendo a un gobierno, como el de César Gaviria, a sus desginios. Se entregó pero sólo lo hizo haciendo una cárcel a su medida. Allí también secuestró, mató y extorsionó.

 

En algún momento de sus últimos días, cuando el capo estaba acorralado, sin poder ver a su familia, hay indicios, según su prima, la que le dio la última acogida en su casa cerca del estadio, que el capo se lamentaba de esa vida de estar corriendo, de huidas a último minuto, una vida lejos de su familia. Todo eso lo desembocó la atrocidad de mandar a matar a un ministro de justicia.

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