top of page

La universidad externado también es culpable

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.


Hacer una tesis de grado es muy fácil, porque solo requiere de tres capacidades connaturales a la condición humana: pensar, decir (hablar) y escribir. La tercera –escribir- es consecuencia de la segunda -de hablar-, y esta es resultado de la primera –de pensar-. De hecho, para comprenderlo mejor basta recordar la frase de Wittgenstein: “todo lo que se puede decir se puede escribir con facilidad”. Sin embargo, al filósofo vienés le faltó mencionar que todo lo que se podía decir era porque ya se había podido pensar. Me explico, la frase ha debido ser: “Todo lo que se puede pensar se puede decir, y todo lo que se puede decir se puede escribir con facilidad”.


Las tesis, en efecto, son una competencia escritural para decir lo que se piensa acerca de una materia; y es muy lógico que ocurran de manera natural, porque no hay quien piense y se exprese mejor de su oficio que quien lo ejerce. La frase “zapatero a sus zapatos”, por ejemplo, significa que nadie piensa, dice y escribe mejor una tesis que un estudiante de último grado. Por eso la experiencia está fuertemente ligada a dicha triada: pensar, decir y escribir.


Entre menos experiencia se haya acumulado –poco estudio y poco laboreo- menos cosas tendremos para pensar, y entre menos cosas tengamos para pensar, más difícil nos resultará decirlas y aun peor, escribir sobre ellas. De manera que quienes hayan estudiado medicina, derecho, ingeniería, etc., o se encuentren en la cúspide de su estudio y quieran pensar algo razonable sobre el conocimiento adquirido, les resultará muy fácil hacerlo, decirlo y escribirlo también.


Si eso no ocurre, y esa ha sido mi crítica continua, las universidades deberían devolverles el dinero a sus incompetentes alumnos; si les cobraron hasta el último nivel de estudio no pueden decirles luego que les enseñaron mal, porque ello implicaría el reconocimiento de haber incumplido el negocio jurídico que sinalagmáticamente los alía. Y les enseñaron mal porque no les proporcionaron nociones mínimas de ética; ni les dieron eficaces herramientas de conocimiento para que pensaran por sí solos sin recurrir a plagios; porque no les adiestraron en métodos de investigación para suscitarles qué decir, y porque tampoco advirtieron lo poco o nada que les estaban formando en términos de competencia escritural, que después del habla (poder decir) es el medio dominante en la comunicación.


De tal suerte, la pregunta de fondo en el asunto de las tesis es: ¿por qué las universidades -que orientan hasta el último curso a los estudiantes cobrándoles cada peso- no hacen bien su trabajo? Porque en Colombia son muy pocos los estudiantes capacitados para realizar tesis por sí solos. La realidad es que las universidades, y no los estudiantes, son las principales culpables de la incultura existente en torno a cómo se hacen las tesis: si plagiadas, si compradas o si con la ayuda de un asesor externo. Sé de estudiantes desprovistos de competencia escritural que resienten eso y, al ver que no hay más caminos que los del lobo, deciden hacerlas de cualquier forma o mandarlas a hacer; las tesis viabilizan los títulos académicos, que son la llave para la apertura a mejores posicionamientos laborales.


No en vano, de las situaciones más aberrantes en la cultura de la incultura académica y empresarial nuestra es creer que los títulos universitarios dan fe de la sabiduría de quienes los obtienen. Las instituciones públicas, al igual que las empresas privadas, antes de considerar las calidades profesionales de una persona a contratar (investigando sobre su experiencia y aportes en el campo cognitivo donde se le requiere), antes de hacer eso, prefieren seleccionar sus empleados y colaboradores a partir de los títulos que demuestren haber acumulado académicamente.


Y no es porque les crean ciegamente a los títulos, sino porque así se los exige el establecimiento, dispuesto cada vez más al servicio de la educación privada y a los intereses empresariales, ambos servicios proclives a privilegiar la mano y el cerebro de obra calificados. Por eso muestran desaprecio por quienes no teniendo los títulos -los llamados autodidactas- o por quienes teniendo uno o pocos títulos dominan el área de conocimiento de su interés.


Está tan generalizada la creencia de que la eficiencia y la inteligencia se miden con títulos y no con expresos conocimientos, que se ha desarrollado la incultura de proveerse de ellos a como haya lugar y se ha acrecentado la displicencia con el estudio y la investigación académica. Por tales razones, ha proliferado la incultura de la sobrevaloración de los títulos, sin importar si quien los posee es un idiota o un delincuente.


De tal suerte, a la hora de emplear o acreditar; o a la hora de emplearse o auto acreditarse, los títulos hacen el camino hacia la meta mucho más corto; mientras que los conocimientos y la eficiencia lo hacen más largo y casi siempre lleno de sacrificios. Ello ha dejado como resultado la práctica de estrategias non sanctas para acceder a los títulos, ya sea insertando en los datos de hoja de vida que se les tiene sin haberlos obtenido (como es el caso del ex alcalde Enrique Peñalosa y sus doctorados en París) o ya sea sorteando los requisitos escolares de medición -los trabajos de investigación y las tesis de grado (como es el caso de Jennifer Arias con su tesis de maestría en el Externado de Colombia).


Pienso ahora en mi tesis de grado, titulada “El arte es un fractal”, porque si algo encontré dentro de la investigación para dicha tesis fue que las obras artísticas y las literarias, diferente a como les ocurre a las obras científicas en el ámbito de los conflictos jurídicos, tienen posibilidades amplias con respecto al uso de las informaciones de los otros. Posibilidades basadas en el principio posmodernista: “Todo vale”. Las producciones científicas, por el contrario, tienen de rigor -quizás por el escrupuloso trámite de las patentes- limitaciones puntuales y fáciles de discernir a la hora de proteger los derechos de autoría de alguien.


Explicaba en mi tesis que en estos últimos 40 años se han desarrollado y proliferado, como técnicas de creación artística y literaria, algunos recursos que tienen de soporte la técnica del plagio tal y como lo fundamentan las premisas del pensamiento posmodernista. Eso ha traído, digámoslo así, un choque de trenes entre los presupuestos de medición o de tipificación de la violación de los derechos de autor -según la legislación colombiana- y los presupuestos de la posmodernidad, que en asuntos de creación artística y literaria, permiten a escritores y autores tomar como herramientas y/o recursos de creación los trabajos de otros; y lo pueden hacer sostenidos sobre este criterio filosófico: todo pensamiento anterior sobre el arte y las demás ciencias, y toda tendencia estética, es usable cuando se trata de hacer tu propia obra.


De manera que las argumentaciones de mi tesis libran a los artistas que producen textos de orden literario o artístico del pago por derechos de autor, e incluso de citar o conseguir la autorización de los autores. Todo eso, descontando aquellos casos, excepciones de la ley, en los que tales usos no sobrepasen una cantidad que los haga protagonistas de la obra en cuestión. El artículo 31 de la ley 32 de 1982 lo especifica así: "Es permitido citar a un autor transcribiendo los pasajes necesarios, siempre que éstos no sean tantos y seguidos que razonadamente puedan considerarse como una reproducción simulada y sustancial, que redunde en perjuicio del autor de la obra de donde se toman".


Y, finalmente, en el papel de abogado del diablo, se me ocurre que: si la tesis de Jennifer Arias y de su amiga, Leidy Lucía Largo, tiene carácter o puede calificarse como de pensamiento político o jurídico, si además cuenta con altura filosófica y si está escrita de manera excelsa como suelen ser los textos literarios; entonces, si eso fuera así, podría escudarse con las licencias permitidas por el posmodernismo a ese tipo de escritos (el “Todo vale”) y para ello podría echar uso de la ley colombiana, que en su texto sobre la protección de derechos de autor pone a los escritos literarios, artísticos y científicos en un mismo nivel de consideración interpretativa.


 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido su autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.



bottom of page