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La primera reconciliación es política

Por: León Valencia


Se habla mucho ahora en Colombia de la reconciliación como el abrazo entre el victimario y la víctima, y se habla de este gesto individual como el acto supremo del perdón. La imagen es muy seductora por lo difícil que resulta y por el desprendimiento amoroso que implica, también por el cristianismo puro, humanista, que arrastra. Pero sirve para esconder la otra reconciliación, la más importante, la más decisiva: la reconciliación política. La violencia ha sido el recurso privilegiado en la disputa por el poder, por las rentas y por el territorio.

Esa es la tragedia colombiana desde el 9 de abril de 1948. La descripción más precisa de nuestra historia reciente la ha hecho Daniel Samper Pizano en una entrevista donde anuncia su retiro del periodismo: “Soy un hombre de 68 años, he pasado por la muerte de Gaitán, que fue por los cachiporros, luego por los chulavitas, luego por los bandoleros, los guerrilleros, los paramilitares y los narcos. Siempre ha habido una razón para matarnos. Ya es hora de que nos desarmemos”. La paz es la abolición del recurso de la violencia en la política. Quizá quien mejor ha planteado la esencia del proceso de paz es el comisionado Sergio Jaramillo, quien ha dicho: “Se trata de que nadie recurra a las armas para promover sus ideas políticas, y que nadie que promueva sus ideas políticas en democracia sea víctima de la violencia”.

Tanto Daniel Samper como Sergio Jaramillo dejan ver que las guerrillas no son las únicas que le han metido armas a la política. Ellas le han disparado desde fuera a la democracia, pero hay quienes le han disparado desde adentro a la democracia, y son las élites políticas tradicionales que se han aliado con fuerzas ilegales o que han utilizado las armas legales del Estado para golpear de manera ilegítima a los opositores políticos. Se trata entonces de una doble reconciliación: la de las guerrillas con el Estado y la de las élites con la legalidad democrática.

No veo necesidad de demostrar la enorme importancia de que también las élites políticas tradicionales participen del pacto nacional para sacar la violencia de la política, creo que basta con decir que en el pasado reciente, en los últimos 8 años, han sido condenados 61 parlamentarios por su alianza con los paramilitares y han estado en investigación otros 67. Estas cifras pasan inadvertidas en un país que se acostumbró a las monstruosidades. Pero quiero recordarles que el Congreso de Colombia tiene apenas 263 miembros y advertirles que nunca fuerzas con alguna simpatía o relación con las guerrillas han tenido siquiera veinte parlamentarios en el cuerpo legislativo.

Así son las cosas en mi país. Alguna vez un embajador español en Colombia me dijo que no entendía por qué yo igualaba las acciones de sectores de las élites políticas tradicionales con las producidas por las guerrillas, que eso entrañaba una enorme confusión, que en España era claro dónde estaban los villanos y dónde estaba la institucionalidad. Le respondí que, precisamente, esa era nuestra tragedia, que había villanos afuera y adentro del Estado.

La pregunta clave es qué ha motivado la utilización de la violencia en la política, qué ha llevado a que unos y otros le metan armas a la disputa por el poder. Creo que también en esto da en el clavo Daniel Samper Pizano en su entrevista: “Me doy cuenta de que formamos parte de un grupo que maneja casi todo en este país”. “Somos parte de una oligarquía que manda el país”. “Todo eso demuestra las serias limitaciones de nuestra democracia”. Daniel señala con ironía que el círculo cerrado de nobles que maneja la política colombiana en la reproducción endógena perpetua ha terminado produciendo verdaderos monstruos.

Hasta hace un tiempo reproducían delfines, lo cual tenía su rasgo odioso, pero también su encanto, ahora, dice Daniel, están reproduciendo caimanes y los caimanes actúan a dentelladas y son los hijos de los padres presos que se lanzan a la política a reivindicar el nombre de su padre y los eligen. Cito a Daniel porque sus declaraciones son muy recientes, porque es hermano de un expresidente, forma parte de una familia con gran arraigo en la tradición colombiana, conoce con pelos y señales a buena parte de los gobernantes de los últimos cincuenta años y es un hombre lúcido y sin odios.

Ese grupo que ha manejado el país ha tenido la habilidad para moverse un poco, para concertar un poco, para negociar pequeñas reformas, cuando ve en peligro su dominio; pero también la rudeza para promover o facilitar o simplemente tolerar la intimidación y la violencia cuando el riesgo ha crecido demasiado. Al otro lado, una izquierda especialmente ideológica y angustiosamente marginal, cayó tempranamente en el desespero y acudió a las armas como instrumento para deshacer el círculo impenetrable que se había formado en las alturas del poder.

En los últimos 25 años, cuando en el resto de América Latina se han producido transformaciones políticas que han llevado a otros grupos al poder, cuando ha existido una gran variación de las élites políticas, la inmovilidad de la vida pública colombiana ha quedado al desnudo. Es el retrato que hace Samper en su entrevista.

Afortunadamente el acuerdo sobre participación política que han realizado el Gobierno y las Farc en La Habana reconoce explícitamente esta realidad y habla entonces de la obligación de impulsar una “apertura democrática”. Dice específicamente: “Constituye una apertura democrática en el marco del fin del conflicto”. El texto es un verdadero acontecimiento. Porque en los últimos años, en las esferas del poder, se repetía que en Colombia había una democracia profunda. Era una mentira del tamaño de una catedral que hizo carrera y servía para negar cualquier negociación política con las guerrillas. Incluso el expresidente Uribe sigue sosteniendo la tesis sin rubor alguno. El día en que se anunció el acuerdo sobre participación política en La Habana dijo que “negociar las normas de oposición política con el terrorismo es inaceptable en la democracia colombiana”.

En el acuerdo están enunciados los temas principales de la “apertura democrática” y no es demasiado optimista decir que si estas ideas se llevan de verdad a la práctica podremos hacer una democracia competitiva, una democracia pluralista, en la que ninguna fuerza política tenga que recurrir a las armas para disputar el poder. Se habla de hacer un estatuto para la oposición, de reformar el régimen electoral, de dar garantías especiales y transitorias a los nuevos movimientos que surjan del acuerdo de paz, de establecer por un tiempo una circunscripción especial para que las zonas del conflicto tengan una representación agregada en la Cámara de Representantes; se habla de darle un tratamiento radicalmente distinto a la protesta social que ha sido manejada desde los años sesenta en clave de orden público, de abrir espacios de concertación con las organizaciones sociales a todos los niveles; se dice que se crearán en los municipios, en las regiones y en el país los consejos para la reconciliación y la convivencia que sirvan de punto de referencia para llevar a cabo la transición.

Es una alegría leer estas cosas. Pero es muy triste, es muy doloroso, recordar que hace exactamente treinta años, en el acuerdo de tregua y paz que se firmó entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc, se decían cosas parecidas. Es aterrador recordar que como consecuencia de ese acuerdo surgió la Unión Patriótica, una agrupación política que en las elecciones de 1986 y 1988 conquistó 9 representantes a la Cámara, 5 senadores, 14 diputados, 351 concejales, 23 alcaldes propios y 102 en coalición, que fueron exterminados a bala la mayoría y los otros tuvieron que partir para el exilio. Ni el Estado cumplió el acuerdo de respetar y proteger la vida de la Unión Patriótica ni las Farc cumplieron el compromiso de avanzar hacia la desmovilización y el desarme en medio de la tregua pactada. En la campaña atroz sucumbieron una multitud de líderes sociales y políticos asociados a otras fuerzas de izquierda o influidos por otras guerrillas. Empezó también la retaliación sobre las fuerzas políticas tradicionales, sobre los empresarios, sobre las élites regionales. Nos hubiéramos ahorrado más de 150.000 muertos y cinco millones de víctimas. Porque ahora sabemos, por los datos recogidos por el Grupo de Memoria Histórica que dirigió Gonzalo Sánchez, que el 70 % de las víctimas del conflicto armado colombiano se produjeron después de 1994 cuando murió Manuel Cepeda Vargas, el último congresista de la Unión Patriótica asesinado por la brutal alianza entre políticos, paramilitares y miembros de la Fuerza Pública.

Por esta tragedia indiscutible, es que digo que la primera reconciliación es política.

Fue la incapacidad del Estado y las guerrillas para cumplir con la apertura democrática pactada lo que nos llevó al holocausto. No valió que se cumplieran otros pactos y que una parte de las guerrillas se desmovilizaran, no valió que se aprobara una nueva Constitución pródiga en derechos. Nada valió. Las élites regionales y los paramilitares se alzaron contra las conquistas democráticas de la Constitución del 91, les parecía que los constituyentes habían ido demasiado lejos; lo propio hicieron los guerrilleros de las Farc y el Eln, a quienes les parecía que la Constitución se había quedado corta y las reformas eran pocas, y no eran suficientes para dejar las armas y regresar a la vida civil. Para unos era mucho, para otros era poco. Ahora tenemos que encontrar el punto exacto donde converge el país entero. Ahora no podemos excluir a nadie y ese es el primer reto del nuevo pacto político.

No es fácil. No se alcanzará de la noche a la mañana. Pero las enseñanzas del pasado tienen que servir en esta hora crucial de la democracia colombiana. El gobierno del presidente Santos no puede sellar el acuerdo con las Farc y con el Eln sin tener a la mano una estrategia integral de persecución y sometimiento a la justicia de las bandas criminales herederas de los paramilitares. No puede permitir que sigan asesinando a miembros de la Marcha Patriótica, que es sin lugar a dudas el anticipo de las nuevas fuerzas que surgirán del acuerdo de paz. Las élites del país tienen que aceptar que las garantías para los nuevos movimientos políticos y sociales, las circunscripciones especiales, la reparación política a organizaciones como la Unión Patriótica y la asignación de curules temporales para las guerrillas desmovilizadas, darán origen a un nuevo mapa político en las regiones y en el país. La derecha pura encarnada en el expresidente Uribe no puede quedarse por fuera del pacto, tarde o temprano debe participar en la reconciliación, será la señal definitiva de que las élites regionales no volverán a meterle ilegalidad y violencia a la política.

La reconciliación política no será una concesión, no será gratuita, no puede ser engañosa. Es una obligación con la democracia colombiana; significará que las élites políticas tradicionales perderán en principio algo de poder, o mejor tendrán que compartir el poder con nuevas fuerzas; tendrá que ser absolutamente sincera de lado y lado, y por ello no tolerará cartas escondidas, gatillos enfundados o trampas macabras.

La complicación más grande de la “apertura democrática” estará en los 281 municipios donde la guerrilla ha hecho presencia en los últimos treinta años. Porque en una parte de estos territorios las guerrillas han construido una “institucionalidad” paralela, un Estado de facto. Allí la transición significará el encuentro enriquecedor entre las instituciones consagradas en la Constitución de 1991 y las formas de gobierno que establecieron las guerrillas. Allí se empezarán a construir instituciones democráticas y ciudadanía mediante un proyecto de concertación entre el Estado y las guerrillas desmovilizadas y desarmadas. Quizá los anunciados Consejos de Reconciliación y Convivencia sean la base de esta nueva institucionalidad.

Al lado de la reconciliación política empezarán a darse, sin duda alguna, el perdón individual y el encuentro angustioso entre las víctimas y los victimarios, y esa será una tarea que demorará años, muchos años.


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