Por: Iván Gallo - Editor Contenido
Los que no quieren a Petro creen que el país es un caballo desbocado, rumbo al desbarrancadero. “Todos los días hay un escándalo diferente” dicen. Creen que el país no podrá resistir el mandato de un ex guerrillero. La nostalgia es una trampa y nos lleva a errores clamorosos como eso de creer que todo tiempo pasado fue mejor. En Colombia esto es una falacia. En los ochenta el país estuvo a punto de colapsar. No sólo fue el terror que desplegó Pablo Escobar contra las principales ciudades del país sino la existencia de una cúpula militar con sed de poder y la inoperancia del Estado. En apenas 7 días de noviembre de 1985, el presidente Belisario Betancur se enfrentó a la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y a la reacción de sus generales que, durante 48 horas, lo sacaron del poder y decidieron responder a sangre, fuego y balas de cañón la toma del Palacio, aún a costa de la vida de 111 personas. Cualquier baja es aceptable con tal de acabar con el enemigo interno, habrán pensado.
Y por el otro lado está la tragedia de Armero. Durante meses expertos venían advirtiéndole al presidente Belisario y a su ministro de minas y energía, Iván Duque Escobar, padre de Iván Duque, ex presidente, que Armero estaba al borde de la extinción y que la única manera de salvar a sus 26 mil habitantes era evacuándolos hasta Guayabal. El Estado se quedó paralizado y no movió un dedo. Para el recuerdo quedaron héroes como el último alcalde de Armero, Ramón Antonio Rodríguez, quien murió con el teléfono en la mano, pidiendole ayuda a Bogotá, rogando para que sacaran al menos a un puñado de niños. Pero, al otro lado de la línea, sólo encontró el silencio de la incompetencia. Armero sería borrado del mapa por la avalancha que todos sabían sobrevendría en Armero pero que el presidente Betancur no quizo escuchar. Acaso estaba muy ocupado escribiendo un poema.
La imágen que resumen la vergonzosa inutilidad del Estado se dio en el caso de Omaira Sánchez, la niña que duró más de un día agonizando ante los ojos del mundo porque fueron incapaces de encontrar una motobomba para quitar el agua que la estaba aplastando. Y se nos murió frente a nuestra impotencia. Si quedaba alguna duda de que Colombia estaba agonizando estas quedaron reflejados en la mirada de Omaira.
En una semana murieron 22 mil personas en Armero y 111 en Bogotá. Dos hechos que no tuvieron nada que ver con la guerra de los carteles de la droga, las guerrillas o los paramilitares sino por la misma estupidez estatal. Y lo que vendría después sería peor. Aún hoy en día, 39 años después, Helena Urán, hija del magistrado Carlos Urán, quien fue ejecutado después de la toma por militares, sigue quitándole la máscara a más de un asesino vestido de uniforme. Hoy en día, Francisco González, uno de los hombres más buenos que he conocido, trabaja incansablemente en su fundación, Armando Armero, en donde no sólo se preocupa por reconstruir la historia de su pueblo arrasado sino que emprendió la cruzada para recuperar a los niños perdidos de Armero. Es que, después de la avalancha, y con la complicidad del ICBF, europeos, norteamericanos y hasta asiáticos se llevaron a los niños que sobrevivieron a la tragedia. Poco a poco Francisco ha podido ayudar a personas que creían que jamás sabrían la verdad sobre su origen.
Es difícil que vuelva a existir una semana tan horrenda para Colombia como esa, la que transcurrió entre el 5 y el 13 de noviembre. Difícilmente un gobierno se mostró más incompetente para defender a sus ciudadanos. Así que, aunque le cueste creerlo a los que odian a Petro, con la clase política tradicional y, sobre todo, con los conservadores, estábamos más desamparados.
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