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La lucha de Ángela María Buitrago por la verdad sobre los 43 estudiantes desaparecidos

Por: Redacción Pares




El nombre de Angela María Buitrago ha estado en el sonajero del gobierno colombiano desde hace más de un año. Ella conformó la terna que presentó el presidente Petro para reemplazar en el 2023 al fiscal Francisco Barbosa. Su nombre quedó en el camino pero no fue olvidada. El pasado lunes 1 de julio se anunció su nombre como el reemplazo de Néstor Osuna quien hasta ese día fue el ministro de Justicia. Además de todos sus pergaminos Buitrago hizo parte del Grupo Interdisciplinarios de expertos independientes que investigó durante ocho años la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. La última resolución que determinó este grupo fue continuar con la investigación: “El caso no se cierra porque no siga el GIEI en la actualidad. El Estado y sus instituciones tiene la obligación de investigar, hacer justicia y buscar a los desaparecidos”.


La valentía que tuvo este grupo, en donde además de Buitrago se contó con Carlos Martin Beristain, consistió en contradecir la verdad histórica que intentó imponer el gobierno de Peña Nieto. Pero, ¿En qué consistió el caso de Ayotzinapa?.


En noviembre del 2012, cuando recién se instalaba en la presidencia, Enrique Peña Nieto consideraba que una de las principales amenazas que tenía México no era el Chapo Guzmán, ni el Cartel de Sinaloa sino los normalistas de Ayotzinapa. La escuela se llama Raúl Isidro Burgos y se creó en 1926 junto con otras 35 normales rurales que tenían como función principal formar profesores. Eran, más que escuelas, gobiernos estudiantiles, autónomos, con sus propias reglas. Durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1990) se introdujo en las normales rurales el marxismo-leninismo. Después de la represión vivida en lo que se conoció como la masacre de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, en donde el ejército asesinó en la Plaza de las tres culturas a un número indeterminado de estudiantes que puede ir entre los 300 y los 500, estas escuelas se redujeron a la mitad.


Ayotzinapa es la más activa de todas. En el estado de Guerrero un joven tiene tres opciones en la vida, o se mete a militar, se introduce en un grupo armado o se va para los Estados Unidos. También existe una cuarta posibilidad: ingresar a la escuela de Ayotzinapa e intentar ser maestro. No es fácil. Bueno, para un joven en guerrero nada es fácil. La semana de inducción es una prueba de resistencia. Pocos terminan la iniciación. Deben trabajar la tierra, raparse y entender que se les brindará educación de calidad a cambio de un servicio a la comunidad. Una de las materias que ven los muchachos es la política. Escuchar a estos campesinos es entender un modelo educativo único en Latinoamérica. Los muchachos entienden de los problemas del mundo y de su país. Son orgullosos de sus orígenes, del legado de sus mentores. En sus paredes hay murales de Lenin, Marx y el antiguo comandante Marcos, hoy conocido como Galeano.


En las semanas previas al 2 de octubre los estudiantes de Ayotzinapa, para conmemorar la masacre de Tlatelolco tienen varios rituales, uno es el de expropiar por unas horas buses de transporte público para viajar las tres horas que hay hasta Ciudad de México y participar en las marchas que siempre son multitudinarias. Hasta el 2012 habían hecho esta actividad sin mayores sobresaltos. En ciudades como Iguala los conductores dejaban que los estudiantes hicieran la retención, sabían que una hora después los dejarían libres, con una nota y una sonrisa. Al fin y al cabo eran muchachos que, si tenían capucha, no eran por terroristas, sino porque si mostraban el rostro el Estado se los podía quitar.


Pero de un momento a otro la represión se hizo una forma de gobernar. Desde que en el 2006 el gobierno mexicano decidió implementar “La guerra contra las drogas” las masacres se dispararon y los estudiantes pagaron su insolencia. En diciembre del 2011 los normalistas de Ayotzinapa bloquearon en protesta la autopista México-Acapulco. Llegaron 61 policías federales, 73 de la Seguridad Pública estatal y 34 ministeriales: 168 efectivos armados contra 300 estudiantes sin un arma. El resultado de la confrontación fue el asesinato de dos estudiantes de la Ayotzi y una docena torturados. Aunque la justicia encarceló por unas horas a nueve policías, unas horas después los dejaron libres. Un año después uno de los jefes de los carteles de la droga de Guerrero les advirtió a los normalistas “Los vamos a quemar vivos”.


Así que, en el fondo lo que pasó la noche del 26 de septiembre del 2014 ya estaba anunciado. Nadie hizo nada. Los normalistas no importaban o bueno, si importaban: eran una amenaza para el ejército, que los odiaba y para el propio presidente. Lo que sucedió ya todo el mundo lo sabe, sesenta normalistas tomaron cinco autobuses de la terminal de Iguala. Cuatro de ellos fueron detenidos a balazo limpio. La policía estatal, como si se tratara de un grupo armado, los abaleó. Los estudiantes grabaron la escena, les decían “No disparen, no llevamos armas” pero era como si los uniformados no escucharan. En esa escena murieron tres estudiantes, dos resultaron heridos -uno de ellos es Aldo Gutiérrez quien lleva diez años conectado a un respirador, en coma profundo- y se llevaron a 43. Los buses pertenecían a las siguientes empresas: dos de Costa Line, dos de Estrella Roja (En donde se llevaron a los 43 desaparecidos) y un bus Estrella Roja. Los muchachos que sobrevivieron tuvieron que subirse a un tejado en una casa y esperar a que amaneciera. Mientras tanto la policía estatal los buscaba para asesinarlos.


Cuando amaneció empezó una pesadilla que no ha terminado. Las líneas de investigación tomadas por el gobierno nunca llegaron a ninguna parte. Ni siquiera se pusieron de acuerdo en que fueron cinco y no cuatro los autobuses usados por los muchachos y que fueron atacados por la policía. Tuvo que venir una comisión de la CIDH, integrada entre otras por Ángela María Buitrago, quien estuvo en la terna de fiscales que presentó Petro para reemplazar a Francisco Barbosa, para constatar que el gobierno estaba haciendo todo mal. El Procurador Murillo Karam entregó una versión a la prensa dos meses después en donde cerraba el caso: se trataba de la retaliación de un ataque del grupo criminal Guerreros Unidos, que sólo funcionaba en esa ciudad, contra los muchachos a los que asesinaron y luego incineraron en un basurero local. Incluso se detuvieron a tres personas que confesaron bajo tortura, como después se comprobó. No era un crimen de Estado, era la orden del alcalde de Iguala, un señor de apellido Abarca, que tenía contacto con carteles locales. La CIDH y forenses venidos de Argentina, tumbaron esta teoría. Incluso probaron que usaron restos humanos de una de las múltiples fosas comunes que rodean Iguala para hacerlos pasar por los restos de los estudiantes desaparecidos. La DEA además comprobó que desde la terminal de Iguala se enviaban grandes cantidades de heroína hasta Chicago usando buses de transporte público. El tráfico subía a los 120 millones de dólares al año. El gobierno de Peña Nieto encubría no sólo a este cartel sino al ejército.


La CIDH juntó pruebas y mostró la ineptitud en la investigación. Ni siquiera pidieron ver las cámaras de seguridad dentro de la terminal de Iguala. Además intentaron tapar el papel que cumplió el ejército en esa noche del 26 de septiembre del 2014, patrullando calles, controlando la escena, no interviniendo. La calle Juan N Álvarez, donde ocurrió la primera balacera, estaba a unos pocos metros de uno de los dos batallones que estaban apostados en Iguala. Estaba claro que el ejército se había cruzado de brazos. En el 2018 Andrés Manuel López Obrador se hizo elegir prometiendo esclarecer la verdad. Estableció una Comisión de la Verdad y todo apuntaba a señalar a oficiales del ejército como uno de los culpables de la desaparición. Estaban a punto de destapar una olla podrida cuando AMLO dio un bandazo y protegió a los militares.

Aún así dos generales fueron detenidos en una investigación que se hace eterna.


Mientras tanto los familiares de los 43 desaparecidos se deshacen en la desesperación y empiezan a perder la fe. Es posible que los estudiantes, históricamente odiados por los militares, se hayan convertido en ceniza, incinerados en algún horno crematorio. La verdad no la trajo AMLO. La verdad está cada vez más lejos. Mientras tanto los sobrevivientes y los nuevos estudiantes de Ayotzinapa se mantienen firmes, más rebeldes que nunca y sabiendo que afuera de sus muros hay un mundo hostil, que quiere que los campesinos de México sean sumisos, obedientes, que no tengan voz. El sacrificio de los 43 estudiantes desaparecidos debe valer la pena para que la llama de las escuelas normales rurales de México sigan vivas, como están desde hace 90 años.

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