El Acto Legislativo 01 del 4 de abril de 2017, por el cual se crea la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), fue recibido por un fuego intenso desde las trincheras de la derecha. Uribe, siempre Uribe, la llamó juridiscción especial de las Farc, JEF; María Isabel Rueda tituló: ‘La pérfida JEP’; Fernando Londoño: es la justicia del traidor Santos. No cito a Marta Lucía Ramirez, al exprocurador Ordóñez, a Sofía Gaviria, a José Félix Lafaurie, a Mauricio Vargas, al general en retiro Jaime Ruiz Barrera, para no aburrirlos.
No es nueva la descalificación, no son nuevos los argumentos, es lo que han dicho desde el inicio del proceso de paz. No había un conflicto armado, no había una guerra, las Farc no tienen un carácter político, los únicos responsables de la tragedia son los guerrilleros, la cárcel es la única forma de justicia posible para ellos, no se les puede dar un tratamiento igual a los delitos de la insurgencia y a los cometidos por los agentes del Estado, no se pueden meter en la justicia transicional a los terceros: empresarios o políticos que participaron de forma directa o indirecta en la confrontación.
En la frase de Fernando Londoño está el secreto de todo. El presidente Juan Manuel Santos ha firmado un acuerdo de paz que compromete a una parte de las fuerzas políticas y económicas del país. Santos, Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo, el general Mora Rangel, el ahora vicepresidente Óscar Naranjo, el otrora presidente de la Andi Luis Carlos Villegas terminaron representando a las elites liberales del país, a los grupos empresariales modernos, a los sectores mayoritarios de las Fuerzas Armadas y a una izquierda en proceso de autocrítica y renovación.
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Una parte de las elites políticas regionales, las que auspiciaron el paramilitarismo; la mayoría de ganaderos, bananeros, azucareros y palmeros; los que se han enriquecido y se enriquecen en los mercados ilegales; muchos militares y policías en ejercicio o en retiro que lideraron la época más dura del conflicto y se involucraron con las fuerzas mafiosas; las corrientes más ortodoxas y conservadoras del país; todos estos sectores no se sienten representados en el acuerdo de paz; sienten que Santos los traicionó. Han puesto su confianza en un líder, en un único líder, Álvaro Uribe Vélez.
Querían llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias, hasta derrotar y desarticular las guerrillas, hasta liquidar buena parte de sus huestes, hasta rendirlas y someterlas a la justicia ordinaria, como hicieron con los tamiles en Sri Lanka en 2009, como hicieron con ETA, en España, en estos días. Así pensaban obviar la rendición de cuentas al final de la confrontación, así pensaban eludir el juicio por las conductas violatorias a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario.
Santos tomó el camino de la negociación política, quiso parar la guerra, quiso evitar un desangre mayor, una tragedia aún más dolorosa, una prolongación indefinida del horror. Para lograrlo estaba obligado a ofrecer una justicia donde no hubiese vencedores ni vencidos, una justicia de reparación, una justicia equitativa para los involucrados en el conflicto.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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