Por: Alexander Riaño, coordinador de la Línea Conflictos Asociados al Desarrollo
La historia puede entenderse en dos sentidos. Por un lado, se trata de una serie de acontecimientos de diversa naturaleza que rodean y condicionan el devenir de los sujetos en sociedad; por otro, es el sentido e interpretación que se le da, colectivamente, a dichos acontecimientos. La historia es, de manera simultánea, trayectoria y relato.
Otto Von Bismarck, el famoso político alemán del siglo XIX, decía que “no podemos hacer historia, sino solo esperar a que se desarrolle”, como si la historia fuera una fuerza natural inalterable e incontestable, que resulta del desarrollo azaroso de múltiples acontecimientos. Una tragedia. Si dicha afirmación fuera cierta, no habría ningún sentido en la existencia de los humanos, no valdría la pena asumir ninguna lucha política o social.
Pero la historia, más que una trayectoria inmodificable, es un escenario de constante disputa. Construir un relato sobre el pasado es fundamental para entender y evaluar las características del presente y, sobre todo, para pensar y transformar el futuro. Hoy, en Colombia, la historia se encuentra en una fuerte disputa entre múltiples actores de todas las regiones del país. Por cuestiones de espacio, apenas me referiré a una disputa en particular: la narración sobre el conflicto y la paz.
De manera sorpresiva, en su primer discurso como presidente de la república, el 7 de agosto de 2010, Juan Manuel Santos dijo “la puerta del diálogo no está cerrada con llave”. Sobre la base de esa afirmación se desarrollaron los diálogos de paz con la guerrilla de las FARC, que se concretaron en lo que todos conocemos como los Acuerdos de la Habana.
Para poder llevar a cabo estos diálogos, el Estado colombiano tuvo que reconocer que en el país había un conflicto armado interno y no una lucha contra el terrorismo, como lo planteó e hizo creer Álvaro Uribe durante su gobierno. No es cualquier bobadita. La versión maniquea del terrorismo vino acompañada de estigmatización, persecución y violencia a los líderes sociales del país. Durante el gobierno Uribe en Colombia se posicionó la idea de que ser de izquierdas era sinónimo ser guerrillero.
Reconocer que en el país había conflicto armado implicó reconocer, de paso, que había razones consistentes para que un grupo de colombianos empuñara las armas por más de medio siglo y que, por tanto, la violencia no iba a detenerse a punta de esfuerzo militar. Se reconoció el carácter político de las guerrillas. Gracias a este cambio en el discurso, logramos culminar una guerra de décadas con una negociación que duro cerca de 6 años y que produjo unos acuerdos que apuntaron a la terminación de la confrontación violenta, a la profundización y apertura democrática, y también, al fortalecimiento del campo y el campesinado colombiano. Un logro sin igual en la historia reciente del país.
La gran pregunta que surge tras el regreso del uribismo al poder es si Duque tiene la capacidad de desligarse del discurso de su mentor. Durante la ceremonia de posesión presidencial, el Centro Democrático apuntó a marcar el territorio y poner la agenda de gobierno. A través de Ernesto Macías, Uribe no perdió la oportunidad de irse en contra del gobierno previo, llegando a hacer aseveraciones temerarias como que “en Colombia no ha existido una guerra civil o conflicto armado”, tan solo terrorismo.
La narración del proceso de paz también está en disputa. Durante los últimos 8 años, el uribismo ejerció por primera vez en Colombia una oposición feroz y tremendamente efectiva. Mientras millones de colombianos que viven en los territorios alejados y fuertemente golpeados por la violencia celebraban el silencio de los fusiles, la derecha radical del país se dedicó de lleno a intentar deslegitimar los Acuerdos y su importancia para el país. De manera descarada reconocieron que buscaron movilizar a una ciudadanía emberracada para que votara no en el plebiscito por la paz, lo que obligó al gobierno anterior a modificar los Acuerdos.
La realidad, sin embargo, fue dándonos muchas pistas para reconocer el valor de lo pactado. La tasa de homicidios cayó a sus niveles históricos más bajos, disminuyeron los secuestros, las victimas de minas antipersonales, se vaciaron los hospitales militares, las FARC entregaron las armas y de manera decidida apostaron por cambiar las balas por palabras. Acá, la disputa se encuentra en la valoración que le damos como sociedad a estos hechos. Muchos colombianos evalúan como nefastos los Acuerdos y no tendrían ningún problema con que el nuevo gobierno los desconociera o modificara irrespetando la palabra empeñada no de Santos, sino del país entero.
Por último, miremos otro ejemplo de la disputa en la que nos encontramos actualmente. Tiene que ver con el narcotráfico y la lucha contra las drogas. Se trata de una problemática fundamental para entender la historia reciente del país y, en particular, para explicar la profundización y degradación de la guerra. Durante sus años de gobierno, Santos fue reiterativo en mencionar que la lucha contra las drogas ha sido un fracaso.
Hoy el mundo consume más drogas. En su último discurso para inaugurar el nuevo Congreso, Juan Manuel Santos invitó al nuevo gobierno a no echar para atrás en esta materia, es decir, entender que los campesinos y consumidores más que criminales son víctimas y enfermos. Pensar la producción y consumo de sustancias psicoactivas como un problema de desarrollo y salud pública es fundamental para mitigar la violencia y los efectos nocivos del consumo de estas sustancias. Durante la campaña, el ahora presidente Duque, retomó un discurso retrogrado, moralista y desinformado sobre este tema. Una de sus banderas de campaña fue arreciar contra los ´jibaros´ y el aumento de los cultivos de uso ilícito, como si repetir lo que se ha hecho siempre nos fuera a llevar a otro lado.
Estos tres, entre muchos otros, son elementos de disputa en los cuales se definirá un relato colectivo sobre nuestra historia que nos permita mirar el futuro de la sociedad colombiana. Si gana el relato de la guerra, del terrorismo y de la lucha contra las drogas, es muy probable que el país vuelva a una senda de violencia. Si por el contrario, como sociedad asignamos el valor que se merece la paz, el diálogo y la justicia social, es posible que Colombia logre consolidar una senda de cambio que nos lleve a ser, finalmente, una sociedad pacífica.
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