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La guerra y el postconflicto en Áreas Naturales Protegidas

Por: Conflicto, paz y postconflicto-Pares


Las zonas del Sistema Nacional de Áreas Protegidas en Colombia llevan varios años intentando consolidarse como auténticos focos de conservación de los ecosistemas estratégicos del país. Sin embargo, frente a dicha pretensión, las áreas protegidas se convirtieron en corredores del conflicto armado, particularmente de la insurgencia y las economías de la guerra. En el año de 1992, tras la desmovilización del M-19, la Procuraduría General de la Nación publicó un informe en el que se precisaba que, de los 42 Parques Naturales que había en esa época, 20 estaban ocupados por insurgencias y narcotraficantes. Además, 16 tenían cultivos ilícitos dentro de su área.

Secuestros, amenazas y asesinatos hacen parte de la historia de Parques Nacionales como institución en medio de la guerra. El desarme y agrupamiento territorial de las FARC supondría un alivio en la administración ambiental de las Áreas Protegidas, sin embargo, el panorama es totalmente distinto. Varios Parques Nacionales que cuentan con un amplio historial de escenarios de la guerra, siguen hoy en medio de la zozobra tras los residuos del conflicto armado entre el Estado y las FARC. Además, el desdoblamiento territorial de estructuras armadas como el ELN, las Autodefensas Gaitanistas (Clan del Golfo), las disidencias de las FARC, entre otras, están configurando una nueva dificultad para el Sistema Nacional de Áreas Protegidas en tanto dentro de los parques y las reservas, además de seguirse librando la confrontación armada, avanzan las mafias regionales y las economías criminales en detrimento de la estabilidad ecológica de los ecosistemas y las especies que habitan allí. Por ejemplo, la serranía de La Macarena, área particularmente biodiversa en donde confluyen distintos Parques Nacionales, fue uno de los epicentros de la guerrilla de las FARC y llegó a albergar cerca de 4000 hombres y mujeres en armas. Además, fue dentro de ésta Área Protegida que vivió muchos años de su secuestro Ingrid Betancourt, y en dónde se llevó a cabo el bombardeo que terminó con la vida del Mono Jojoy.

Se podría decir que el conflicto armado convirtió las Áreas Protegidas en escenarios de guerra. Se dieron dos fenómenos, contradictorios a primera vista, pero contradictorios en terreno. Por un lado, la intensidad de la guerra llevó a un fenómeno de migración de población a las zonas de áreas protegidas, las columnas en marcha, la colonización del sur oriente, son muestra de ello. Pero luego, debido a olas de violencia la población de estas zonas fue nuevamente desplazada, y cada vez se fue tumbando monte para huirle a la guerra y sembrar coca.

Áreas Protegidas sin gente. El corredor biogeográfico que conectaba al occidente antioqueño, Chocó y Cauca cristalizaron aquel avivamiento de las dinámicas de guerra en las zonas de alto interés ambiental. Así mismo en áreas protegidas ubicadas en el Putumayo, la Sierra Nevada de Santa Marta, el sur de Bolívar y la región del Catatumbo (Correa, 2004).

¿Por qué la deforestación es un asunto del postconflicto?

Las zonas que recibieron el mayor impacto durante las más de cinco décadas de conflicto armado en Colombia, tuvieron algo en común: eran áreas de especial interés para la conservación de especies de fauna y flora del país. Cuando los gobiernos empezaron a reflexionar frente a la urgencia de garantizar la estabilidad ecológica del país y, por ende, se empezó a legislar al respecto, ya la guerra había llegado a los territorios que albergaban buena parte de la biodiversidad colombiana. En 1974, cuando se expedía el Código Nacional de Recursos Naturales Renovables y Protección del Medio Ambiente, ya las guerrillas estaban consolidadas a lo largo y ancho del territorio nacional.

Los grupos armados ilegales derivaron parte de su sustento de la explotación o el gravamen de economías extractivas, desde la coca hasta el oro, la madera y el carbón. Lo anterior supone que un alto involucramiento de ecosistemas estratégicos en las áreas de influencia de las economías ilegales y de guerra. Las condiciones naturales y geográficas del territorio colombiano jugaron siempre un rol determinante en el sostenimiento y el fortalecimiento de las insurgencias desde los inicios del conflicto armado (Carrizosa, 2008). Las zonas cubiertas por capas de forestales fueron siempre estratégicas para el ocultamiento de las insurgencias y la construcción de campamentos. Es por esto, entre otras, que las guerrillas se consolidaron históricamente en los territorios como agentes de control frente a los fenómenos de acaparamiento de tierras y la tala legal e ilegal de bosques.

En palabras del gobierno colombiano, “en buena parte, el escenario geográfico del conflicto armado han sido las regiones que tienen un alto valor ambiental para Colombia” (DNP, 2014, p. 49). Lo anterior quiere decir que, de la misma manera, la construcción de paz territorial, como epílogo del conflicto armado, se jugará buena parte de su estabilidad en las mismas regiones que siempre han sido declaradas de alto valor ambiental para el país por sus mismos gobiernos. La ausencia de las FARC como grupo armado en las zonas, empieza a plantearle retos a la institucionalidad ambiental colombiana antelo que sucede con los antiguos territorios de la insurgencia.

La biodiversidad como beneficiaria paradójica del conflicto hoy empieza a sentir el rigor de un postconflicto más complicado de lo esperado. Conforme pasan los meses, la deforestación se expande territorialmente, coincidiendo en muchos casos con los corredores de las FARC durante más de cincuenta años. Los departamentos del Guaviare, Caquetá, Meta y Putumayo albergan buena parte de la debacle ambiental que hoy tiene al sur de Colombia en un punto de no retorno. La deforestación se ha disparado en los últimos dos años coincidiendo en el tiempo con el periodo de desarme y agrupamiento de la guerrilla de las FARC.

Algunas zonas se mantienen en el sistema de alertas temprana de deforestación desde antes del desarme de las FARC. Sin embargo, otras, como el Putumayo o el Suroccidente antioqueño son zonas de alerta por deforestación sólo hasta el 2017. El núcleo número 1, es decir, la gran zona roja de la deforestación en Colombia tiene lugar en municipios que durante décadas contaron con la presencia hegemónica de la insurgencia de las FARC. Históricamente el municipio de San Vicente del Caguán fue uno de los bastiones territoriales del Bloque Sur de ésta guerrilla, poder que se potenció tras la Zona de Despeje entre los años de 1999 y 2002, cuando finalmente se rompieron los diálogos con el gobierno Pastrana.

Una mirada ampliada del fenómeno permite identificar que el Amazonas colombiano alberga hoy más del 70% de la deforestación nacional, lo cual indica que, aunque hay un cambio de dinámica ambiental y territorial tras la salida de las FARC, no es posible hacer una lectura monocausal del problema en tanto la cifra mencionada no se corresponde con la capacidad de contención que desapareció en los territorios con el desarme de las FARC. 

La presencia de Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) en zonas de alta biodiversidad ha permitido que excombatientes de las FARC se involucren voluntariamente con ejercicios de conservación y restauración de ecosistemas, como es el caso de La Macarena, San Vicente del Caguán o San José del Guaviare. Sin embargo, la vulnerabilidad manifiesta de los excombatientes ante los asesinatos selectivos y las condiciones de seguridad en el sur del país  los trabajos en virtud de la biodiversidad en los alrededores de sus Espacios de Reincorporación son muy limitados.

Según los datos históricos del IDEAM, entre los años 1990 y 2015, el total de hectáreas deforestadas de bosque estuvo cerca de los 5.5 millones. Es decir que, en promedio, cada año se deforestaron unas 200.000 hectáreas. Sin embargo, comparando los años de la guerra, en que varios actores armados estaban en auge territorial, con los últimos dos años de cese de actividades militares de la insurgencia de las FARC, la cifra no cambia mucho. Entre 1990 y 2014 la Amazonía colombiana concentró un total del 35% de la tasa deforestación nacional y en el 2015, último año de actividades de la insurgencia de las FARC, ésta región concentró el 43% de la tasa anual de deforestación del país (datos IDEAM). Para el año 2017, con insurgencia de las FARC desarmada y en proceso de reincorporación, sin control territorial, la concentración de la deforestación en la Amazonía colombiana respecto a la cifra nacional es de más del 70%, lo cual confirma que muchos municipios y zonas de alto interés ambiental, que fueron beneficiarios paradójicos del conflicto armado, hoy no encuentran quien supla el poder territorial y la administración ambiental que ejercía el Bloque Sur de las FARC.

¿Qué está pasando?

Cuatro departamentos del sur del país se ven hoy enfrentados a una nueva dinámica territorial tras el final de las FARC como guerrilla. Las Áreas Protegidas y sus respectivas zonas de amortiguamiento son objeto de quemas y talas ilegales por parte de campesinos que ya no encuentran a su paso el freno de un actor armado en la zona y tampoco su regulación. Por ejemplo, los campesinos de La Macarena cuentan como en las épocas de las FARC se dejaba tumbar una hectárea de selva cada tres o seis meses, ahora familias tumban hasta 100 hectáreas de selva en solo un mes. Se está presentando un fenómeno de deforestación sin habitación, es decir que, a diferencia del proceso de colonización en que la deforestación se encuentra relacionada con fenómenos de reasentamiento y ocupación, hoy lo que se vive al sur del país es la remoción de capas forestales para la especulación con la tierra y la potrerización.

Mientras las estructuras de Gentil Duarte, comandante de la disidencia del Frente 7mo de las FARC, dio vía libre a los agentes de la deforestación en la región del Guaviare, terratenientes de otras regiones vieron una oportunidad en las zonas que fueron abandonadas por las FARC para el acaparamiento de tierras y la ocupación de baldíos con ganado.

En Caquetá las economías criminales están ejerciendo una expansión territorial que, además de la minería y los cultivos ilícitos, se expresa con la tala y venta ilegal de madera. La Fuerza Pública indica que cuando se realizan operativos contra la tala ilegal sólo se llega al primer eslabón, el de los madereros, a sabiendas que hay mafias regionales, estructuras criminales y actores privados tras el negocio del acaparamiento de tierra y la venta de madera.

La quema ilegal de bosque ha llegado a cifras de 50 hectáreas deforestadas en una sola quema. Ni siquiera en épocas de bonanza cocalera los grupos ilegales agenciaron tales tamaños de remoción de capa forestal. La unión entre mafias regionales, concepciones desarrollistas locales y complacencia de algunos gobiernos municipales, se dibuja el marco perfecto para que el fenómeno de la deforestación continúe desbocado, mientras el gobierno nacional procura activar la institucionalidad ambiental a pesar de la falta de acciones y respuestas de carácter municipal y local.

Particularmente en el Parque Natural Nacional Chiribiquete, una de las áreas protegidas más grandes del país, se agudizó la crisis ambiental en los primeros meses del 2018. La deforestación dentro del parque al margen de los cultivos ilícitos empieza a configurar una realidad alarmante, en dónde las estrategias de militarización, judicialización e incluso ampliación del área protegida no han arrojado los resultados esperados. Las quemas ilegales siguen arrasando con uno de los bastiones de la biodiversidad colombiana.

En éste fenómeno de la deforestación se ven afectados varios de los compromisos y acuerdos alcanzados en La Habana entre el gobierno y las FARC: el Plan de Zonificación Ambiental y el freno que hay que ponerle al avance de la frontera agropecuaria hacen parte de lo acordado en La Habana.

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