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La forma más sofisticada de la censura sutil

Por: Guillermo Linero

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


En ocasión de la extradición de Alex Saab y de las respuestas que diera el Gobierno del presidente Maduro, persiguiendo a personajes a quienes las autoridades internas habían encontrado responsables de ser aliados del Estado norteamericano en la estrategia de debilitar y/o derrocar al gobierno de Venezuela, y, más precisamente, con la persecución al periodista Roberto Deniz –el primero en iniciar investigaciones sobre el empresario barranquillero–, me pregunto y les pregunto a los lectores si no habrá remedio en el mundo para evitar que los Gobiernos abusen (por buenos que estos parezcan) de los instrumentos de poder para evitar ser cuestionados cuando no están haciendo algo realmente perverso, o para evitar ser denunciados cuando sí lo están haciendo.


La censura a los medios de comunicación y, especialmente, a los periodistas se ha presentado desde que existe la política, y se ha reconocido de manera muy objetiva cómo se han posesionado, en calidad de típicas, algunas conductas burdas contra la libertad de expresión que pretenden homogeneizar la opinión pública en torno a los intereses y ambiciones de los gobernantes. Sin embargo, las políticas en la posmodernidad han cambiado, si no en esencia, sí en sus modos y maneras. Anteriormente, las críticas o reclamos de las y los periodistas a las conductas abusivas de los gobernantes no tendrían eco, precisamente, debido a la lentitud en las comunicaciones: hoy en día, la existencia de muchos periodistas o informadores sin lazos con medios oficiales les ha obligado, a las personas que asumen el poder, a trocar esos modos directos de censura salvaje por unos muy disimulados.


En el presente, antes que negarles a los periodistas información o impedirles que la obtengan por sus propios medios, utilizando las fuerzas del Estado para realizar, por ejemplo, perfilamientos, acoso en redes sociales, chuzadas y estigmatización a periodistas a quienes se les presenta –aprovechando la difusión de los medios comprados– como enemigos del país o como terroristas, han optado por una nueva muy disimulada: la llamada “censura sutil”. Así le han nombrado los europeos desde hace ya dos décadas, y en Argentina, hacia el año 2006, la Asociación de los Derechos Civiles y la ONG Open Society organizaron un encuentro sobre esta problemática en América Latina, donde se concluyó que las más sutil de todas las censuras es aquella soportada en el manejo de la contratación para la publicidad oficial.


Dentro del mentado encuentro en Buenos Aires, el director de la Escuela de Periodismo del ICEI, el profesor Gustavo González, manifestó que –según lo expuesto en esos debates– la asignación de publicidad gubernamental es “la forma más ostensible de censura sutil”. Aunque también se denunció la existencia de otras formas de censura aún “más sutiles” y “más abiertas”. Precisaba el profesor González, por ejemplo, entre esas otras formas, que la más corriente y burda –padecida aquí en Colombia por Daniel Coronel en los últimos días de su trabajo en la revista Semana– era el procedimiento de la llamada telefónica planteando lineamientos sobre temas puntuales.


Lo cierto es que los medios de comunicación masiva, los grandes medios oficiales, se han sostenido gracias a los aportes de las propagandas del Estado y de las empresas privadas con intereses supremos. Ese porcentaje es vital para la subsistencia de dichas organizaciones. De manera que los personajes políticos, más exactamente los y las gobernantes, le han sacado provecho a esa vulnerabilidad y, de continuo, escuchamos quejas acerca de cómo el Estado, a la hora de contratar espacios publicitarios, excluye a unos medios y privilegia a otros. Lo cual es bastante grave en un plano de comunicaciones donde caben todos, máxime si el comportamiento político de un mandatario ha de ser democráticamente equitativo.


No obstante, la ambición y sagacidad de autoridades y personalidades políticas les ha llevado a la construcción de una censura más sutil que todas: la autocensura. En el presente, esa es la mayor de las estrategias de los gobernantes a la hora de doblegar la voluntad, la opinión, la crítica y las investigaciones de los y las periodistas.


La autocensura tiene como característica –y por eso es tan sólida en el secretismo– ser un acuerdo de voluntades connatural: una especie de negocio jurídico implícito que se da por sí solo al no provenir de la voluntad expresa del periodista vendido, ni de la voluntad expresa del gobernante que lo compra, sino de una estrategia más fina que sutil para conseguir sus fines. En el caso de las y los gobernantes, para mantenerse en el poder con sus ideas, por mentirosas que estas sean; y en el caso de periodistas, para existir en un medio donde su imagen se promueva y donde, efectivamente, reciban estipendios y ascensos por venderse en silencio.

La forma más sofisticada de la censura sutil es la autocensura, pues bajo esta forma el periodista se siente seguro y, al ser cuestionado, como muchas veces se les ha cuestionado a periodistas de renombre en Colombia, siempre podrá responder airoso: “A mí nadie me ha dado ninguna orden”. Esa cultura de la autocensura reside, justamente, en el consentimiento que no requiere previas palabras porque está fundado y soportado en el sobrentendido.

Mientras el periodista necesite dinero o ambicione acreditaciones, la autocensura ocurrirá por sí sola, lo cual es provechoso para los gobernantes y para el periodista que la comete; pues bajo tal esquema de negociación nace blindado el invisible negocio jurídico, y es más difícil de cuestionar si no se cuenta con la prueba de que dicha autocensura ha ocurrido por miedo a un poderoso o por temor a un futuro incierto.



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