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La estratificación de la muerte

Por: Guillermo Segovia. Columnista Pares.


Qué doloroso decirlo, pero en Colombia hay muertos de primera y de quinta. Según la clase social o la importancia pública del personaje, su muerte, natural o violenta, es digna de referencia, indiferencia, loa o diatriba, tiene sepulcro de mármol o es cadáver insepulto. Hay muertos buenos y malos, se atrevió a espetar un hombre que para infortunio del país, funge como guía moral de una secta harto desconsiderada con la vida de quienes no sean sus correligionarios.


El mismo que con extrema crueldad deslizó la duda “no estarían recogiendo café”, para rechazar rumores de que el ejército estaba asesinando jóvenes humildes a cambio de bonificaciones, que después se comprobaron -las denuncias señalan cinco mil. Con esa espeluznante crueldad con los dolientes acreditó, desde su trono, la estigmatización y el señalamiento como peligrosas armas de disociación en su propósito de priorizar la contrainsurgencia y su reinado por encima de cualquier derecho.


La práctica estuvo a punto de repetirse, como si nada, hace un año, cuando el comandante del ejército ordenó a sus hombres producir bajas como fuera y tuvo que recular por las denuncias de la antigua Semana y el New York Times, aunque se alzó de hombros frente a la acusación por la muerte de siete niños reclutados a la fuerza, previamente detectados, en un bombardeo a un campamento guerrillero. A las malas renunció el ministro de defensa. Nada más. Eran niños y niñas de “por allá”, a los que aparte de sus familias nadie echará de menos.


Ante el temor a la protesta y las acechanzas de los insurgentes, los gobiernos han preferido tolerar los desmanes de la fuerza pública o acciones paramilitares en un torcido criterio de defensa de la institucionalidad. Así, han dado patente a todo tipo de tropelías por décadas. Por otro lado, influenciados por el síndrome de la sospecha, el etiquetamiento discriminador, la propensión a la conseja y a la exclusión política, muchos ciudadanos normalizan abusos policiales, asesinatos selectivos y masacres.


Hace un año, frente al homicidio de Dilan Cruz durante las jornadas del Paro Nacional del 21 de noviembre de 2019, por un miembro del escuadrón de represión de protestas -Esmad-, señalado de varias muertes y abusos desde su creación, el ministro de defensa y los mandos policiales utilizaron todo tipo de excusas y explicaciones amañadas para negar lo que todo el mundo vio. No faltaron quienes trataron de minimizar el hecho enlodando a la víctima.


En septiembre pasado, frente al fallo de tutela que ordenó, a raíz de esos hechos, proteger la protesta social y ofrecer disculpas a la ciudadanía, el inefable ministro Holmes Trujillo, mediante piruetas dialécticas evitó ofrecer el perdón en su sentido real. Para la derecha, todo cuestionamiento es parte de planes de desprestigio y las fuerzas armadas no están para jugar con muñecas.


En los angustiosos días de inicio de la cuarentena a causa de la pandemia por el virus del Covid19, a finales de marzo, 23 seres humanos desesperados por el riesgo de contagiarse fueron acribillados por guardias carcelarios en “La Modelo” de Bogotá y al presidente y los ministros de Justicia, Defensa y del Interior, el caso les resbaló. “Varios delincuentes menos”, se murmuraba en charlas de taxi.

El 9 se septiembre. una airada protesta por el asesinato de un ciudadano a manos de la policía, fue repelida por miembros de esa institución a “plomo venteado” con 13 asesinados. El ministro de defensa y el presidente de la república absolvieron cualquier culpa disfrazándose de policías y señalando a las víctimas, la mayoría ajenas a los hechos, como peones de una patraña, contra las evidencias de los videos divulgados por varios portales periodísticos.


Días antes, el 4 de septiembre, según denuncian Heiner Gaitán, amenazado concejal de la Colombia Humana en Soacha y Diego Cancino, concejal verde de Bogotá, los policías adscritos a la estación local, hicieron una demostración horrorosa de miseria humana al negar el auxilio a muchachos retenidos, luego de que éstos, hastiados de la negación de sus derechos a ver a sus familias, a comer, a dormir, prendieron fuego a los raídos colchones, provocando un incendio que incineró a varios de ellos.


Las familias, afuera, desesperadas, pedían auxilio y trataban de sofocar las llamas. Los uniformados, como en la Roma de Nerón, hecho que seguro ignoran, disfrutaron la ordalía. Unos murieron tras las rejas otros en hospitales tras infernal agonía. ¡Que se quemen esas ratas! se escuchó al aire varias veces en una emisora que abrió micrófonos a la opinión de la gente.


Ha hecho carrera en algún sector del país, motivado por la doctrina de “el que la hace la paga” pero por mano propia, que el delincuente -varios de los occisos estaban incriminados- como el adversario político carece de derechos. Puede ser eliminado. Los sectores marginados son escoria, prescindibles. Eso de las causas socio-económicas son embustes y complicidad. Pura necropolítica.


Frente a la incipiente reacción ciudadana, el presidente de la república y el ministro de defensa ignoraron los hechos de Soacha como una circunstancia sin importancia. “Es una estrategia para desmoralizar a la fuerza pública” afirmó indolente el ministro de defensa y el presidente de la república dijo que esas muertes eran cosas “minúsculas” frente a los grandes servicios de la policía a la patria.


El Jefe del Estado, según el Artículo 188 de la Constitución Nacional, “al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”, como la vida y la integridad personal, el debido proceso y la paz y, de acuerdo con el Artículo 198, es responsable de los actos u omisiones que violen la Constitución o las leyes. En Colombia, al menos en la Carta y los códigos, no hay pena de muerte.

En septiembre pasado, frente al fallo de tutela que ordenó, a raíz de esos hechos, proteger la protesta social y ofrecer disculpas a la ciudadanía, el inefable ministro Holmes Trujillo, mediante piruetas dialécticas evitó ofrecer el perdón en su sentido real. Para la derecha, todo cuestionamiento es parte de planes de desprestigio y las fuerzas armadas no están para jugar con muñecas. Imagen: Pares.

En los casos señalados, como ante el asesinato de líderes sociales, cerca de medio millar durante el gobierno Duque, y desmovilizados, 241 a la fecha desde la firma de los acuerdos con las Farc, y las masacres, 70 este año, el gobierno, voceros de sectores políticos y empresariales y, para pasmo, gente pobre, en la misma condición de las víctimas, destilan clasismo -que en los de menos recursos es un ignorante arribismo-, desprecio por la vida de los demás, perversión e indiferencia frente al dolor ajeno.


La muerte de la gente humilde o antagonista política (ser señalado de “castrochavista” es lapidario) se banaliza con eufemismos: “falsos positivos”, “Homicidios colectivos”, “no sistemáticos”, “errores minúsculos” para evitar o intentar desaparecer hechos como las ejecuciones extrajudiciales, las masacres, el genocidio y la omisión del cumplimiento del deber. Una aberrante manera de reducir la gravedad de los homicidios, más cuando por acción u omisión, aparecen vinculados miembros de la fuerza pública.


Es tan ominoso lo que pasa con la estratificación de la muerte, que ciertas familias, con algún prestigio derivado de su ubicación en la escala social y política, se pueden dar el lujo de escoger a quien señalar como victimario de su congénere y rechazar la verdad que les ofrecen quienes decidieron reconocerse como autores para cumplir su compromiso con la paz, mientras que miles jamás sabrán quién le arrebató la vida a su ser querido, bien por una justicia huraña para el pobre o a consecuencia de las absoluciones desde el poder, violatorias de la institucionalidad democrática y los derechos humanos.


Mataron a Uribe Uribe y se sabe de los macheteros pero no de los que mandaron. Ultimaron a Gaitán y la culpa de Roa Sierra no satisface. Asesinaron con complicidad de funcionarios públicos a Pardo Leal, a Galán, a Jaramillo Ossa, a Carlos Pizarro, exterminaron la Unión Patriótica y los motivadores pasaron de agache. Ahora, cuando en un hecho insólito, gracias a los acuerdos de paz, miembros de las Farc reconocen la responsabilidad en varios asesinatos, la refutan y retan a la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial para la Paz. Es indudable que hay sectores que le temen a la verdad y la justicia transicional y que la decisión de los desmovilizados es un desafío a su cómodo silencio sobre la violencia.


Como bien planteó el escritor Juan David Correa en un diálogo con Francisco De Roux, Presidente de la Comisión de la Verdad, aquí solo cuenta, falsa o cierta, la versión que esgrime el que manda. De manera hipócrita se exige confesión pero si alguien se arriesga y pone en duda coartadas mantenidas por años, se lo relativiza, fustiga o asesina. Solo es verdad el discurso del establecimiento. Para Correa, negarle a los desmovilizados la posibilidad de su relato es de por sí un hecho violento, desconsiderarlos como congéneres. Castigar con crueldad el arrepentimiento. Como dijo un sabio, les piden sinceridad y cuando se sinceran, se ofenden.


Los presos, transeúntes de sectores populares y muchachos delincuentes, como los líderes sociales, los raspadores de coca o las familias campesinas, son en Colombia gente desechable, apenas números en titulares amarillistas. No habrá sosiego en un país en el que la vida de algunos no vale nada, la impunidad es corriente y la fuerza pública goza de licencia cuando sus acciones u omisiones perjudican a los excluidos o segregados, con el manido escudo de que es objeto de tácticas de desprestigio. Un contradictorio intento de fortalecer el Estado, envileciéndolo. Todos por igual tenemos el derecho de vivir en paz.

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