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La derrota



He tenido la fortuna de llegar a este momento. Había perdido la esperanza de que esto ocurriera en el curso de mi vida. El azar de una existencia asediada por los riesgos me trajo hasta aquí. Es una fiesta que no puedo eludir. El sentimiento estuvo ahí mientras el presidente Santos y Timoleón Jiménez firmaban el acuerdo de paz en una Cartagena ahogada por el calor de la tarde. Siguió ahí por horas mientras abrazaba a mis amigos o a personas que no conocía en una ciudad siempre dispuesta para la celebración.


Pero en la noche, cuando apagué las luces de mi cuarto en el pequeño hotel que me abrigó por esos días, mi memoria se fue al pasado y el dolor de la derrota, ese escozor en el corazón que nunca se puede describir con elocuencia, me mantuvo despierto hasta la madrugada. Recordé los días en que unos sacerdotes llegaron a mi pueblo en un confín lejano de Antioquia hablando de revolución.


Había una palabra, la palabra dignidad, la más bella palabra de mi adolescencia y mi juventud. Encerraba propósitos de equidad, justicia y democracia profunda. Antes de conocer el abrazo de una mujer. Antes de escuchar el susurro del amor, alguien me dijo al oído la palabra dignidad. Me fui tras esa palabra a vivir en casas de labriegos que soñaban conmigo en el futuro, que en medio de los cantos de la noche, con guitarras que desgranaban una música triste, tristísima, acariciaban la ilusión de un mejor mañana.


Llegué después a las calles de Medellín y compartí con obreros el sabor adictivo de la protesta social. Supe de los derechos humanos que Héctor Abad Gómez y Carlos Gaviria explicaban con un fervor que embelesaba a jóvenes descreídos, que deambulaban en una ciudad que empezaba a vivir la más oscura de las épocas. Esos años ochenta, esos primeros años noventa, tan dolorosos para las madres de Antioquia.


Morían los jóvenes enganchados por el narcotráfico, morían los jóvenes ilusionados por la revolución en el fuego cruzado de soldados, paramilitares y guerrilleros. Morían, cuando apenas aprendían a acariciar los hijos de amores furtivos en las azarosas noches de las comunas.

Supe que la vida era leve y efímera. Sentí que podía morir en cualquier momento y dije que quería hacerlo con dignidad, con la frente en alto, con la esquiva posibilidad de la defensa. Me fui a la guerrilla tras esa ilusión.


Regresé un día, no sin el asombro ante la suerte de estar vivo, con la amargura de haber comprobado que la violencia y la guerra agregan más dolor al dolor y más desigualdad a la desigualdad, que no había redención posible tras la huella de sangre que dejaba la confrontación en los campos colombianos. Regresé con la derrota pintada en mi rostro.


Desde ese día me dediqué a buscar, con un afán mayor al de mis años de militancia, la terminación de la guerra. El lunes 26 de septiembre en Cartagena sentí el alivio de la victoria, la victoria de la paz, lo volveré a sentir este domingo cuando se cierren las urnas y el Sí haga mayoría indiscutible. Lo sentiré una vez más en los meses que vienen cuando el ELN entre por fin a las negociaciones de paz.

Pero serán sentimientos pasajeros, sentimientos que se perderán con los días, porque en mi memoria y en mi corazón hay un sentimiento más poderoso, una comprensión más dolorosa, la certeza de que perdimos todos, perdió la guerrilla, perdieron los militares, perdieron las elites políticas, perdió la sociedad entera.


La derrota es inapelable. Son más de 8 millones de víctimas y cerca de 250.000 muertos, la inmensa mayoría civiles. Un holocausto fraguado lentamente en la atroz oscuridad de una patria que se negaba a mirar el desastre y a parar la tragedia. Ni la pesadilla de todas las dictaduras militares de América Latina acopió tanto horror.


Las partes reclamaron la victoria después de la firma del acuerdo. Lo comprendo. También reclamarán el triunfo este domingo cuando el Sí resulte mayoritario. Los acompañaré en esta celebración. Pero la gente del No, en la insensatez de su credo, reclamará igualmente el esplendor de la disidencia que fue capaz de dejar constancia de su disgusto con esta forma concertada de terminar la guerra.


El país será mejor, no tengo la menor duda. Pero será mucho mejor si con el paso de los años, cuando el fuego de la vanidades se apague, reconocemos la derrota, la triste derrota, que significa no haber sellado la paz antes, mucho antes, a principios de los años noventa, cuando solo teníamos el 20 por ciento de las víctimas, cuando la confrontación no había tocado el fondo de la degradación, cuando todavía se respiraba algún aire de idealismo.


Está cayendo el telón de la guerra y empezará la disputa por la historia, por la memoria. Ahora serán los relatos. Espero que los años vayan tejiendo una visión del fracaso. Algo parecido a la derrota que se ve y se siente en las imágenes de la Segunda Guerra Mundial en la Europa devastada. Para que las generaciones venideras se miren todos los días en el espejo roto de este desastre y no se atrevan a levantar las armas y a cantar de nuevo los himnos de la guerra.


Columna de opinión publicada en Revista Semana


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